Enero en el País Vasco no es un mes particularmente amable con aquellos deseosos de caminar. Lo imaginabas y ahora lo confirmás. Mirás hacia arriba y ves esas nubes empujando al cielo. No te importa. Acomodás tu cámara para ver con qué te encontrás, te ajustás tu gorro y tu bufanda, cubriéndote del frío, y que venga lo que venga.
Cruzás las vías e intentás salir por una puerta lateral sobre la izquierda, que, por alguna razón, está cerrada. Esa puerta reorienta tus pasos hacia el otro lado, hacia unas largas escaleras de hierro que ascienden rumbo a lo desconocido.
Subís, escalón a escalón, ojeando, sobre un costado, unos vagones de carga. Sus estómagos van repletos de piedras y sus pieles metálicas muestran golpes, machucones oxidados. Maquinalmente, registrás esas marcas en la memoria informática de tu cámara (semiprofesional, de unos quinientos euros, enviada por tu madre para lavar culpas y jugar a las familias). El aire entra limpio a tus pulmones y, a medida que el verde de la vegetación te comienza a rodear, a medida que te acercás al cielo, te sentís mejor.
En tus auriculares ahora suena Entero o a pedazos, de Catupecu, pero en versión acústica. La guitarra, el bajo y el violín parecen dar vueltas en un ring de boxeo. Al llegar arriba, te encontrás una calle asfaltada de doble mano, con cuatro carriles en total. Aunque en esa tarde de domingo no hay mucha gente, te convencés de que es la calle principal, que desde allí podés llegar a todos lados.
No tenés un mapa. Tampoco conexión a internet. Podés conseguir un plano en la estación, pero desistís. Mirás alrededor. Una pareja se reconcilia junto a un cartel de PARE. Un niño en silla de ruedas acaricia al cachorro de labrador que acaban de regalarle. Un indigente hurga en la basura mientras escucha música de un discman.
Torcés hacia la izquierda y, apenas comenzás a caminar, te chocás con alguien. Un chico de unos veintitantos, con lentes como Lennon, te hace un gesto de disculpas y sigue de largo. Sus lentes brillan un poco y no dejan ver sus ojos, pero te sonríe al alejarse.
—No hay problema —le decís, también con una sonrisa.
Descubrís algo: estás feliz. Feliz, con una felicidad simple. Se te ocurre que este es el mejor momento de todo el viaje: un respiro, una curva, un signo de interrogación, un camino lateral, un llamado a la aventura. La calle, algunos metros más adelante, baja, y surgen en el horizonte unas montañas rodeadas por valles verdes, cuyas cumbres se hallan tapadas de nubes y nieve.
Caminás. Todavía te duele un poco la cabeza, todavía tu estómago gorjea, reclama ingredientes nuevos. El hambre viene siendo un problema desde que conociste a Lucrecia. Hurgás en tus bolsillos y hallás unas pocas pasas con chocolate. Fuera de eso, nada. Revisás la billetera. Después del suplemento que tuviste que pagar, no queda mucho. Sonreís para vos mismo. No estás lejos de ser un mendigo como en el libro de Twain.
Levantás la mirada y suspirás. La calle está pacífica, casi desierta. Transitás a lo largo de unas centenas de metros. Las edificaciones tienen tejas rojas, paredes blancas o ladrillo a la vista. Incluso hay algunas de granito. Nada va más allá de los cinco o seis pisos. Irún aparece limpio y ordenado, los pocos autos que ves circulan a velocidades moderadas, hasta el viento sopla con mansedumbre.
Tratás de imaginar cómo sería vivir allí. Observás los comercios cerrados: varios de ropa, una confitería, una librería pequeña, una papelería, un instituto de enseñanza de idiomas. Te dejás arrastrar por la brisa. Llegás hasta un cruce importante de calles, a una amplia extensión de terreno libre que da al ayuntamiento. Allí confluyen numerosas sendas de asfalto negro con líneas amarillas o blancas. Con la explanada frente al edificio municipal, el lugar da una sensación de tierra baldía.
Quizá para llenarlo colocaron allí una calesita, unas hamacas voladoras, una rueda gigante (bastante pequeña, en realidad) y un carro que vende churros con chocolate, cerrado en ese momento. Todo da la sensación de feria. Alguien disfrazado de conejo blanco ofrece, en soledad, unas coloridas varitas plásticas que, al soplarlas, sueltan pompas de jabón al aire.
Recordás cómo, de niño, los payasos te daban miedo. Y ahora ves ese disfraz gastado y descosido en las puntas y pensás que nadie puede creer demasiado en ese personaje: la realidad se cuela por todos lados. Quizá eso podría haberlo hecho más terrorífico en tu infancia, ese costado donde a quien está detrás de la máscara no le importa de veras mantener la ficción. Como si quisiera hacerte pensar que es bueno y lindo, pero en el fondo le da igual lo que pienses. Como si supiera que tarde o temprano te va a decir la verdad.
Pero, por otro lado, también es cierto que no sabés, nadie puede saber, quién está dentro de ese disfraz, por lo que, hasta cierto punto, podría decirse que es eficiente. Sostiene una mentira. Podría, literalmente, ser cualquiera. Por eso lo fotografiás. Y él, o ella, inesperadamente, posa.
También, cerca, queda un recuerdo de la Navidad: un pino de siete metros de altura, con las luces de colores todavía puestas, pero ya olvidadas, sin nadie que les preste atención. Todavía titilan, desabridas, bajo la luz blancuzca del domingo. Detrás del árbol, hay un Peugeot rojo dado vuelta, rodeado por cintas amarillas del ayuntamiento. Te cuesta imaginar cómo fue que terminó así. Irún no parece un lugar para un accidente de ese calibre. Casi pensarías que allí no ocurren accidentes. Pero bienvenidos a lo que yace bajo las primeras impresiones: ahí están las ruedas sucias apuntando al cielo de tiza. Cristales rotos riegan el suelo. Papeles y un paquete de M&M descansan sobre el lado interior del techo. Todos esos detalles terminan en tu cámara.
Seguís de largo. Tu estómago gruñe de nuevo. Intentás ignorarlo, envolverte nada más en esa burbuja de libertad, en ese caminar sin rumbo ni propósito. Tus pies recorren las aceras amplias, tus pulmones se llenan con el aire que fluye desde las laderas frondosas. Te sobra tiempo. Es un alivio. Es liberador.
La pendiente de la calle se vuelve más pronunciada y las montañas comienzan a hacerse más altas o, al menos, esa es tu impresión. Tras algunas calles más, llegás a una plaza que se abre sobre tu derecha. Las hamacas aguardan, expectantes, sin nadie cerca, todas inmóviles. Hay algunos arbustos marrones sobre el césped, además de sauces y abedules que, devastados por el invierno, parecen esqueletos.
Una pareja joven se besa sobre un banco. Un weimaraner de uno o dos años, color gris, corretea con la lengua afuera y sus orejas sacudiéndose. Tiene cara de ser el perro más bueno del universo. Te sentás en uno de los bancos. Estirás los brazos sobre el respaldo. El sol se filtra entre nubes y, honestamente, no necesitás mucho más. O sea, necesitás calmar el hambre, pero igual te esforzás por sentirte bien y gozar de la belleza de no hacer nada.
Unos pájaros de patas largas corretean sobre el césped, no muy lejos de donde estás. Tienen un plumaje gris sobre el lomo y blanco en el pecho. Deambulan por el pasto, toman vuelo de manera imprevista. El weimaraner los persigue moviendo la cola hasta que, en un momento, se posiciona detrás de uno que no está muy lejos de vos. Y se agazapa.
El mundo se convierte en un instante de inmovilidad seguido de una carrera rápida. El perro estira su hocico hasta el ave. Saltan plumas y el pájaro queda apresado entre los colmillos, con las alas abiertas a medias. Parece un juego, pero el pico abierto, con la lengua estirada, en desesperación, es un alarido mudo.
El perro no suelta la presa, tampoco sabe bien qué hacer con ella. No es que tenga hambre, como vos: simplemente el instinto se abrió paso a patadas entre los algodones de su vida domesticada. Por eso deja el pájaro en el suelo, lo olfatea, vuelve a tomarlo. Matar, para el perro, es regresar a casa. A quien es. Ahora lleva el ave hacia la pareja, pero la dueña ha interrumpido su sesión de besos y ya se levanta para decirle que lo suelte. El perro obedece y el pájaro queda en el suelo, como una masa informe.
La dueña, de no más de veinte años, reprende al weimaraner, que mira al ave en el suelo y mueve la cola. Abajo, las alas abiertas apenas se mueven, solo se inclinan las plumas, con la brisa. Una pata, que apunta hacia arriba, hace un movimiento espasmódico. Al pájaro no le queda mucho tiempo. Y el que le queda será de agonía. La pareja no sabe bien qué hacer, ella te mira de reojo, le pone la correa al perro y se alejan rápido, mientras el pico se mantiene abierto, sorbiendo aire.
Te acercás al pájaro, pensando en matarlo para que deje de sufrir, pero no sabés ni cómo hacerlo. No ves piedras y no te vas a poner a pisotearlo. No podrías ni aunque quisieras. Y no querés. Te agachás un poco, observando la muerte más de cerca, con una tristeza volátil e indefinible. ¿Deberías fotografiarlo?
Es entonces que escuchás la voz, con acento español.
—Un cazador no deja de ser un cazador jamás, ¿a que sí?
Es una chica. Está a tu izquierda, un poco hacia atrás. No la viste llegar, ni siquiera la escuchaste. No la percibiste. Recién ahora la mirás, desde abajo, y parece un cuadro: su silueta recortada contra un árbol y el cielo. Es como si las ramas fueran una corona y las nubes una explosión congelada. Cabello negro retinto, ojos grandes, negros también, pómulos altos, labios rosados, pálidos, apenas insinuados en la piel. Una forma estilizada del rostro, una frente amplia. Absorbés datos como si fueran sabores. La chica sonríe. De ella emana un perfume dulce que, ahora que te levantás, te golpea y adormece como las sirenas a los navegantes.
—¿Cómo? —le preguntás.
—Los weimaraner han sido siempre perros de caza —explica ella como si fuera un simple hecho de la naturaleza—. Han sido creados para eso.
—No sabía.
—Pues sí. Son una mezcla. Razas de África, de Asia… Supuestamente, son ideales para cazar en bosques. O en pantanos. Al menos solían serlo. Vamos, supongo que siempre lo serán.
—Ah —decís.
—Perdona, no quería molestarte…
—No, no me molestás.
Ella te mira con ojos oscuros y profundos, seguramente tratando de evaluar tu acento. Al menos eso pensás. Parece curiosa y con pocas intenciones de moverse. Su edad es indefinible, podría ser la tuya, podría ser mayor o incluso un poco menor. No, mayor. Definitivamente mayor. Veintipocos.
Seguís el diálogo para no sonar antipático.
—No sabía tanto de los weimaraner.
—Yo tampoco sé tanto, no te creas. Mi hermano es un enfermo de los perros, lo que sé me lo ha contado él. Es que todas las razas tienen su historia, sabes. Aunque estos perritos tengan cara simpática, para las presas siguen siendo putos monstruos. Pero la gente siempre ama a sus mascotas. No importa qué hagan, siempre piensa que son buenas.
Asentís, pensativo.
—Tengo un primo, Ezequiel se llama —comentás, sorprendido de que te haya venido ese recuerdo—. Nunca le habían gustado los perros hasta que su madre llevó un cachorro de bóxer a su casa. Un día que no tuvo más remedio que sacarlo a pasear, descubrió que un montón de chicas se le acercaban solo para hablarle del perro. O para acariciarlo. Desde entonces, siempre lo saca.
Los labios de ella se estiran; debajo aparecen unos dientes blancos y compactos.
—¿Cómo se llama el bóxer? —te pregunta.
—Arnold, como Schwarzenegger.
La sonrisa se estira más.
—¿Y se queja? —te pregunta ella.
—¿De qué?
—De que le den paseos para ligar.
—No, hasta ahora no. Supongo que estará contento.
—No lo dudo.
De repente, ves que ella te mira, tratás de sostener la mirada y una vez más te preguntás cómo seguir la conversación, detestás tu poca experiencia en estas cosas.
—¿Y tú? ¿Nunca tuviste un perro para salir a ligar? —te pregunta ella.
Parece interesada en charlar contigo. A vos te sorprende. Y te agrada. En medio de todo eso, te causa gracia el verbo. Ligar, para vos, es tener suerte. Ligar, para ella, es levantarse a alguien. Y suponés que si te levantás a alguien, bueno, podés considerar que tenés suerte.
—No —Sonreís—. No tengo perro. Nunca tuve. Pero la otra vez escuché en la tele un estudio que hicieron unos ingleses sobre que la gente que tiene perros es más saludable y vive más años y es más feliz. Quizá sea por eso, porque sirven para salir a caminar y conocer gente.
—Los ingleses hacen muchos estudios muy estúpidos. El otro día leí que hicieron uno para averiguar por qué a las niñas les gusta el rosado.
—¿Y qué decía?
—Que, según parece, las mujeres antes salían a recoger la fruta y debían tener una sensibilidad especial para los frutos maduros, y como los frutos maduros tienden a ser rojos, pues a las niñas les gusta el rosado.
—¿Y es verdad?
—A mí no me gusta el rosado, eso te lo aseguro. Bueno… —La chica suspira—. Nada, que tengas un buen día.
Algo hiciste mal, pensás. Te viene un impensado dolor en el estómago al ver que, tan fácilmente como apareció, ahora está dispuesta a desaparecer.
—Gracias —le decís—. Vos también.
Ella se gira, te sonríe al irse y vos la contemplás mejor, con más tranquilidad. Delgada, con ropa ajustada, pañuelo en el cuello y guantes.
—Eso espero —responde ella, y se va. En el suelo, el pájaro ya murió.
Criatura Editora, 2020