El ahogado
No pescaba para vender, tampoco para alimentarse. Pescaba para ejercitarse en el arte de la espera, en dejar que el tiempo pase sin fastidio ni ansiedad. Podía sacar algo o bien no sacar nada, y volverse hasta su casa igual que como había venido; lo que le importaba no era eso, sino sentirse mejor templado (sentirse y estarlo, en este caso, eran lo mismo). Por ese motivo no iba nunca a la orilla adonde iban todos, esa que quedaba no muy lejos del balneario y en la que el río, acatando un recodo, ofrecía su remanso y algo más de profundidad. Había mejor pique en ese tramo, era evidente. Pero él prefería estar más solo y arriesgarse a un para nada; iba bastante más abajo, donde el río exhibía más piedras y más correntada, un sitio totalmente despoblado, ni los perros vagabundos del pueblo se aventuraban hasta ahí.
En el borde no había playa, sino puras piedras grandes. Él iba y se acomodaba en alguna, calzaba la caña, echaba la carnada y se quedaba mirando en sosiego las nubes y las montañas (que era casi como quedarse con la vista perdida en la nada, por la costumbre de ver esas mismas nubes y esas mismas montañas poco menos que desde siempre). El río en general corría turbio, revuelto de yuyos y de barro; no obstante, la tarde de verano en la que encontró al ahogado, alcanzó a distinguirlo apenas se arrimó hasta el agua y pensó en un lugar donde ubicarse. Lo vio al instante: primero una zapatilla sola (tan sola, tan separada, que hasta pudo suponer que se trataba únicamente de eso: una zapatilla caída y perdida, una cosa sin la menor importancia). Después de la zapatilla vio la pierna mal plegada, en seguida el cuerpo entero, por fin la cara. Tan sólo con la cara comprendió: era un muerto, era un ahogado. El río lo había arrastrado, hasta que una saliente de piedras alcanzó a interceptar su paso, a trabarlo y a dejarlo atascado ahí.
El cuerpo estaba hinchado y tenía un color irreal. Y además seguía mayormente sumergido, por lo que la visión se distorsionaba a causa del filtro del agua enrarecida. Pese a eso, pese a todo, llegaba a distinguirse quién era: era el hijo menor de los Peralta, los de la farmacia del pueblo. Un chico tan apocado y silencioso que hasta la muerte (muerte horrible, deformante) parecía haberlo dejado en su estado de indiferencia perenne. Le había pasado ahogarse como pudo pasarle cualquier otra cosa, o ninguna.
Se lo quedó viendo un momento, con menos curiosidad que espanto. Sintió deseos de salir corriendo de ahí, a los gritos. Y seguir corriendo hasta el pueblo, y en el pueblo hasta la farmacia, a dar aviso del hallazgo horrendo. Pero contuvo ese primer impulso, e hizo bien. ¿Por qué iba a meterse en líos? ¿Por qué tenía que ser él el mensajero infausto de esta desgracia tan grande? No había nadie alrededor: ni del muerto ni de él. Que le tocara a otro, al que quisiera, hacerse cargo de los chillidos de dolor de una madre, del incordio de los formularios policiales, de tener que acudir como testigo al trance siniestro de sacar el cuerpo del río.
Miró en torno, recogió sus cosas, se fue. Se volvió a su casa tomando el camino más largo, es decir, el que rodeaba el pueblo. En su casa se cambió de ropa y no hizo nada, esperó a que llegara la noche. Y a la noche salió y fue hasta el centro, listo a encontrarse con la noticia fatal y sus comentarios. Esta clase de cosas, cuando ocurren, abarcan el pueblo entero, y luego ocupan las conversaciones a lo largo de días y días. Sin embargo, en las calles y en el bar, los temas de conversación eran otros, los asuntos triviales de siempre; del menor de los Peralta no se decía absolutamente nada, de que había aparecido un ahogado tampoco.
En los días que siguieron, las cosas se mantuvieron igual. Él dejó de pescar y aun de acercarse al río, a la espera de que a algún otro le tocara encontrar al ahogado. Pero no pasaba eso, ni pasaba nada. Nada de nada, incluso una semana después. Para entonces él ya dormía muy mal cada noche, y un dolor de estómago profundo y lacerante empezaba a partirlo en dos. ¿Era una simple excusa o era un motivo válido para ir hasta la farmacia? Daba lo mismo: fue. En la farmacia de los Peralta imperaba sin esfuerzo la más plena normalidad. Lo atendieron, lo aconsejaron, le despacharon unas cápsulas moradas; del más chico ni se hablaba.
Unos días después, arreglando un mueble, se cortó el costado de un dedo: la sangre no paraba de salir, y no había gasas ni un antiséptico en el módico botiquín de su casa. ¿Motivo o excusa? Volvió a la farmacia, con la mano envuelta en un repasador de cocina. Ninguna novedad (salvo la suya) se comentó durante la compra. No se supo aguantar y pregunto.
—Y Marianito, ¿qué es de la vida? Hace días que no lo veo.
Los Peralta se encogieron de hombros.
—Andará por ahí —dijo uno.
—Andará por ahí —dijo otro.
No lucían preocupados. Tampoco parecían estar disimulando. Su franqueza y su serenidad eran parejamente indudables. Pasaron más días, demasiados días. Pasó casi un mes. Él volvió a la farmacia en alguna otra ocasión, para comprar alcohol o aspirinas, para pesarse en una balanza confiable, para conversar un poco de algo. Los Peralta seguían igual: amables, tranquilos, sonrientes, equilibrados. Del más chico no se sabía nada.
—Andará por ahí. En sus cosas, como siempre.
Pensó en volver al río en la parte que él bien sabía, a fijarse si el cuerpo seguía ahí o si alguien lo había retirado, o si el propio río, en un arrebato de la corriente, lo había arrancado de las piedras y se lo había llevado lejos, demasiado lejos. Lo descartó de inmediato, por supuesto. ¿Para qué? Lo que había para ver era lo que él ya había visto. Y lo que había por saber era el único que lo sabía.
Pero en los pueblos cualquier cambio se nota y se comenta. Y el menor de los Peralta estaba faltando desde hacía bastante. En la farmacia la cosa se desestimaba, sí. Pero una noche él se sentó en el bar a tomar una cerveza, mientras la tarde caía y el calor brutal no dejaba respirar a nadie, y oyó que se hablaba del tema. Mascaba unos maníes insípidos, con el vaso a medio vaciar a un costado. No dijo nada, pero mostró interés. Alzó la vista y propuso un gesto de mesa a mesa. Consiguió al final que le hablaran, que lo hicieran parte del asunto.
En la otra mesa estaba Andrada, el del puesto de diarios.
—El más chico de los Peralta —le dijo—. Hace tiempo que no lo vemos.
A unos pasos estaba Enrique, que hacía las veces de mozo. La camisa blanca la tenía empapada de sudor.
—Marianito, ¿vio? El menor de los cuatro. No hay señales desde hace días.
Él sabía que tenía que sonar difuso, ni ansioso ni displicente, y contestar algo sensato, atinado, neutro. Podía decir cualquier cosa, una frase hecha, algo fácil de ser pasado por alto, fácil de olvidar. Se oyó hablar, como si hablara otro. Se oyó decir así: “Andará por ahí”. Y se oyó agregar, de inmediato: “En sus cosas, como siempre”. Y aunque la respuesta resultó completamente adecuada y calzó en la charla a la perfección, él se sintió de pronto tan mal, tan sin aire y tan miserable, que tuvo que poner una excusa cualquiera, pagar con apuro y salir a la calle; la botella de cerveza apenas empezada, los maníes casi sin tocar, la noche y el calor tan agobiantes e impiadosos como en todos los veranos.
Los dolientes
La noticia corrió de una punta a la otra del colegio; según compararon todos, como un reguero de pólvora. La madre de Pablo Quiñónez, ese chico más bien callado de segundo año, estaba muy mal, ya se moría. Lo supieron en dos minutos los directivos y los profesores, los preceptores y los alumnos de todos los cursos. Una enfermedad solapada pero fulminante la estaba destruyendo. ¿Cuánto podía llegar a quedarle de vivir, de existir? ¿Algunos días? ¿Un par de meses, con suerte? El cuerpo se le iba deshaciendo en una agonía sin consuelo ni esperanza. En el pueblo, de boca en boca, la desgracia se fue murmurando: la mujer de Quiñónez se muere. En el colegio resonó, en cambio, como un estruendo de sorpresa y de congoja.
Nadie sabía del todo bien cómo comportarse con Pablo Quiñónez: cómo mirarlo, qué decirle (y es que no había nada que decirle, así de terrible y de simple era todo). Los profesores se esmeraron en palmearle la cabeza o los hombros, el profesor de gimnasia lo apretó en un abrazo fuerte. Sus compañeros de curso trataron de ponerse cerca, sentarse al lado de él o merodearlo para quedar a su alcance. La directora del establecimiento hizo que lo llevaran hasta su despacho; una vez ahí, entre la lámina a todo color de San Martín y un crucifijo tallado en madera, le ofreció agua y le habló de Dios.
Diego Montoya, el mejor amigo de Pablo, era el más afectado de todos, casi tanto (o puede que tanto) como lo estaba el propio de la mujer que se moría. Ante la noticia reaccionó muy mal, y después, pasado un rato, no se calmaba. Se entendía la reacción, o los profesores y los preceptores creyeron poder entenderla: Diego Montoya, desde siempre tan amigo de Pablo, frecuentaba más que nadie la casa de los Quiñónez, a la señora Leticia la había tratado infinidad de veces.
El revuelo fue general y las clases se suspendieron de hecho, pero los estudiantes se quedaron en el colegio a cumplir el horario del día, cavilando o arrastrando los pies. El que no se quedó en el colegio, ni a cumplir el horario ni a nada, fue Diego Montoya. Aprovechó un sencillo descuido, de los muchos que hubo en ese día tan especial, y se escapó hacia la calle por una reja algo inclinada que había en el patio de atrás. De ahí se pasaba a un descampado, del descampado al depósito de chatarra de los Pozzi, y de ahí a la calle Catamarca, que llevaba directamente a la plaza principal.
Diego Montoya cruzó corriendo el pueblo, sin temor de que lo vieran (ni vergüenza de que lo vieran llorar). Llegó hasta la casa de los Quiñónez, golpeó la puerta de chapa con la mano abierta primero, con la mano casi cerrada después. Pasó un tiempo corto, que a él se le hizo largo, y por fin abrió la puerta esa chica a la que le decían Moni, que trabajaba en la casa desde hacía unos pocos meses.
—Vengo a ver a Leticia —le dijo Diego Montoya.
La chica meneó la cabeza.
—La señora está descansando.
—Andá, fijate, decile —la apuró Diego Montoya.
La chica a la que le decían Moni asintió, cerró la puerta, lo dejó esperando afuera, fue a fijarse y tal vez a decirle. No tardó en volver, aunque sí en hablar.
—Dice el señor que te vayas de acá y que no se te ocurra volver a aparecer.
Leticia Quiñónez murió apenas tres días después; según se dijo, entre dolores horribles, apenas atemperados con la morfina que le proporcionó el doctor Arizu. Un cura venido especialmente desde Luján alcanzó a confesarla y a darle paz. La velaron en casa Rispo, la única casa de sepelios del pueblo. Pablo Quiñónez lucía aturdido, ausente, incrédulo, como si no pudiese entender (no ya admitir, sino entender) que su madre no existía más y no iba nunca más a verla. La velaron a cajón cerrado para olvidar la mueca siniestra que le provocó la muerte al llegar, y esa circunstancia reforzó la impresión general de que no podía ser verdad todo eso que había ocurrido.
Diego Montoya pasaba la noche al lado de Pablo Quiñónez, sin decirse una sola palabra, como sólo es posible entre amigos. En un momento dado, tal vez hacia la madrugada, pensó en acercarse hasta el cajón robusto donde todavía estaba, en cierta forma, Leticia. Pero antes de decidirse a hacerlo, y como si desde afuera pudiese verse lo que era apenas una intención, su mirada se cruzó con la mirada de Quiñónez. Quiñónez, el padre de Pablo. Que alcanzándolo de un lado al otro, con la fijeza indiferente del que no tiene otra cosa de que ocuparse, ensayó un movimiento seco y preciso con una parte de la cabeza (ni siquiera con toda) y con la parte de abajo de la cara (ni siquiera con toda), un gesto fiero y elocuente que no podía significar más que una cosa: que se fuera. Diego Montoya se quedó quieto y pareció no comprender, pero Quiñónez de inmediato repitió el gesto, más tajante y perentorio todavía: que se fuera. Que se fuera.
Diego Montoya se incorporó y se fue, sin siquiera despedirse de Pablo. Esa noche, por supuesto, no consiguió dormir. En el desvelo sin tregua que no lo dejó ni llorar, alcanzó a pensar que era mejor no asistir al entierro de Leticia Quiñónez. Alguna excusa encontraría y le serviría de justificación. Pero al final no hizo falta inventarla: a primera hora del día la madre se le acercó, creyendo que tenía que despertarlo, y se encontró con que volaba de fiebre. Casi cuarenta de temperatura, y apenas a la mañana; un infierno dentro de él, la ropa de cama empapada, los ojos lejanos y empequeñecidos, ajados y sin luz, como huecos. Al entierro entonces faltó, y con un motivo tan visible que en nada se parecía a una excusa.
Anduvo los siguientes días teniendo miedo de Quiñónez. En el pueblo se comentaba que había quedado muy mal, medio ido, medio loco. Al lo mandó a la casa de unos tíos y al parecer él se encerró sin dejarse ver por nadie. Pasó una semana, pasaron diez días, pasaron dos semanas. Quiñónez por fin salió y lucía más sosegado; mucho más viejo, sí, más rugoso y ensombrecido, pero aplacado en su actitud. Pablo volvió a vivir con él. Se disponían a restablecer, en su pena, alguna clase de normalidad que les permitiera seguir adelante. No eran de frecuentar la iglesia, no lo habían sido jamás; pero ahora acudían cada domingo a cada misa, a buscar y puede que a encontrar alguna forma de aceptación para las cosas que habían pasado.
Una tarde de jueves iba Diego Montoya cruzando la plaza del pueblo hacia la ferretería de Heredia, ahí tenía que comprar siete metros de alambre y seis arandelas por encargo de su padre. Al dejar la plaza y cruzar la avenida, mientras pasaba delante del bar de la esquina, oyó que desde adentro le chistaban. ¿A él? A él, sí. ¿Lo llamaban? Lo llamaban, sí. Se asomó a fijarse: era Quiñónez. Sentado en la mesa que desde la ochava daba a la calle, lo vio pasar y lo llamó. Con una mano somera y puede que con un ladeo en la frente lo invitó a que se sentara. Diego Montoya vaciló, pero Quiñónez apartó una silla y se la señaló. Hasta donde era capaz de sonreír, le sonrió.
—¿Ya tomás ginebra, vos? ¿Vino frío? ¿Una cerveza?
—Una cerveza, sí. Una cerveza.
Entonces Quiñónez giró hacia el mostrador y pidió una cerveza de litro; Uriarte la trajo helada y con dos vasos altos. Quiñónez sirvió: primero el vaso de Diego, después el suyo. Se quedaron mirando la espuma, la calle, la plaza, los árboles de la plaza, las ramas de esos árboles. Diego Montoya se inquietó por las cosas que iría a decirle Quiñónez, pero pronto descubrió que no había razón alguna para inquietarse, que no iba a decirle nada. Que ahí se iban a quedar los dos, en esa mesa del bar de Uriarte, compartiendo esa cerveza y acaso, después de ésa, otra más, viendo afuera caer la tarde y después de eso llegar la noche, sin hablarse y sin mirarse. Al fin y al cabo, cada uno desde su mundo, cada uno desde su edad, uno a causa de veinte años en común y el otro apenas por el arrebato impensado de una tarde de verano, estaban los dos sufriendo la misma ausencia, los dos lidiando con las mismas cosas.
La siesta
Es un recodo más bien apartado de la playa que bordea el río: apenas un resquicio de arena oscura entre las piedras enormes y mal apiladas. Casi nadie llega hasta ahí, todos prefieren el balneario municipal o, a lo sumo, sus aledaños. Por eso es inevitable que Mara repare en el tipo que, nada lejos, y encaramado en una roca un tanto aplanada, se asoma a mirarla. Tiene el aire absurdo de un héroe en malla y ojotas. Pero él evidentemente no lo sabe, ni lo sospecha: infla el pecho y se acomoda los anteojos de sol, y puede que hasta le sonría. Mara no le devuelve la sonrisa, claro, y aparta la vista al instante. Pero para entonces ya lo ha mirado y, según parece, dado que se acerca, él interpreta esa mirada como un gesto de admisión o de interés. Trepa una piedra, baja, después lo mismo con otra, después lo mismo con otra. Hace tanto calor que aturde.
—Qué buen lugar encontraste —le dice cuando la tiene a su alcance, al de su voz.
Mara no dice nada.
—¿Sos de acá? —le pregunta—. ¿De acá, del pueblo? —agrega, notándose impreciso.
—Sí —contesta Mara: la cara hacia el sol.
—Ah, qué bien —comenta él, no se entiende por qué—. ¿Y cómo te llamás?
Mara duda.
—Mika —le dice.
—¿Mica? –consulta él—. ¿Micaela?
—No —replica ella—, Mika.
—Yo me llamo Alberto —Mara no le preguntó.
Alberto echa su lona de colores (a Mara le parece ver el estampado de una moto) fatalmente cerca de ella, y sólo después de hacerlo le pregunta a Mara, o le pregunta a Mika, si le molesta que la acompañe. Suelta las ojotas, un bronceador con palmeras, una remera enroscada, una toalla de mano, antes de que ella alcance a contestar.
—¿Así que vivís acá? —se recuesta.
—Sí —dice ella.
—¿Y por dónde? —se apoya en un codo, mirándola.
—Cerca de la terminal de micros —dice ella.
El pueblo es chico: nada queda lejos de nada. Y quien quiera cruzarse con alguien, o encontrárselo por puro azar, podrá lograrlo fácilmente.
—Yo estoy de vacaciones —contesta Alberto a la pregunta que Mara no le hizo—. Paro en el hotel de la colonia, el que está frente al correo.
La aclaración es inútil, se entiende que Mara conoce el hotel, conoce dónde queda. Alberto empieza a tirar de las palabras para no terminar cayendo en el silencio.
—El aire de acá no se compara con nada —propone.
Mara se calla.
—¿Salís a bailar a la noche, vos? ¿Cómo se llama el boliche de acá?
—El Capricho —dice Mara.
Alberto asiente.
—Y sos de salir a bailar, ¿no?
—No —corta Mara.
Llega el silencio. Mara comprende que no va a durar demasiado, porque Alberto se incomoda.
—¿Y el río te gusta? —pregunta y mira el río. El río oscuro y revuelto que baja desde las montañas, caudaloso porque hubo lluvias.
—Sí —dice Mara.
—¿Sabés nadar? —inquiere—. ¿Te gusta nadar? —se corrige.
—Sí, mucho —dice ella.
Alberto se entusiasma, como si hablaran de él y no del río.
—A mí también —exclama.
Mara no hace caso.
—Queda mal que yo lo diga, pero soy muy bueno nadando. Hago veinte piletas por mañana, no falto al club por nada del mundo.
Se hace otro silencio, que dura un poco más que el anterior. Se oye el río pasar, se oyen las quejas de los insectos por el castigo del sol. Curiosamente, es Mara la que habla.
—No es lo mismo la pileta que el río —comenta.
Alberto se ríe, se encoge de hombros.
—El agua siempre es el agua —replica.
—En el río es distinto —alega ella—, hay que saber seguir las corrientes.
—El agua siempre es el agua —especifica Alberto, como si lo dijera por primera vez.
Mara abre los ojos, se incorpora, se ata el pelo, se estira.
—A nadar, entonces —dice.
Da dos pasos, o acaso uno, y salta hacia el agua. Entra de cabeza, casi sin salpicar, y aflora con aire resuelto, puede que desafiante. Alberto va detrás de ella. Empiezan a nadar.
Es cierto lo que dijo Mara, y Alberto, que va detrás, lo ha de estar comprobando: en el río el agua tira para un lado o para el otro, líneas de fuerza que empujan de pronto y ayudan a avanzar más rápido y mejor. Y es cierto eso otro que dijo: que hay que saber seguir esas corrientes cuando se nada en un río. Claro que hay una corriente en este río que Mara no mencionó, que brota de pronto a la izquierda y chupa con fuerza al nadador; esa corriente no sólo empuja: también envuelve; esa corriente enrosca y tira hacia abajo. De ahí no se puede salir.
Apenas se la siente cerca, hay que zafarse; pero de eso Mara no habló. En vez de plegarse y entregarse a ella, hay que hacer justamente lo contrario: patear y bracear hacia el lado opuesto, antes de que la voluntad del agua se vuelva irreversible, antes de que atrape y trague, antes de que anude y ahogue. Es eso lo que hace Mara, alejándose del remolino negro y siniestro que los forasteros por lo general desconocen. Alberto viene detrás de ella, ella el tema no lo tocó.
Sale del río un poco más adelante. Su cuerpo ahora brilla al sol. Remonta lo nadado a buen paso, de a trechos por la arena y de a trechos entre piedras. Llega casi seca al punto de partida: así de fuerte pega el sol. Recoge sus pocas cosas (la lona azul, las sandalias, el libro, el pareo) y se aleja hacia su casa. Su casa queda, en efecto, muy cerca de la terminal de micros. Entra tratando de no hacer ruido: ni Mario ni los chicos se han despertado todavía de la siesta.