En esta entrevista quería hablar de los tres últimos libros de Alejandro Zambra: Poeta chileno (2020), Literatura infantil (2023) y Un cuento de navidad (2023). Por supuesto la conversación recorrió muchos otros temas: la paternidad en todas sus versiones, la relación entre la literatura infantil y el nacimiento de su hijo Silvestre, la escritura fuera de Chile y, necesariamente, la poesía chilena y sus poetas.
Había leído a Alejandro Zambra antes. En particular, Formas de volver a casa me había parecido un libro muy logrado y creía que, de algún modo, con esta lectura había comprendido su mundo literario. Sin embargo, me equivocaba. Leer estos tres últimos libros (uno tras otro) me dio una nueva idea de la literatura de Zambra, algo que había intuido antes, pero que no lograba precisar qué era. Ahora lo sé, se trata de la fuerza del tono de su prosa. Un tono envolvente capaz de anular cualquier disonancia, de ir sumando historias y estados de ánimos distintos sin que siquiera se note. No es un tono triste como alguien ha dicho. O sí, pero hay algo más. Es también, me parece, una manera de registrar el mundo. O de sentirlo. Si tuviera que pensar en Alejandro Zambra como poeta me remitiría a este tono tan único y personal. Después de todo —a veces y para algunos— la prosa es una de las formas más difíciles de la poesía.
Marcelo Rioseco: Si pudiéramos imaginar una situación de ficción en la cual pudiéramos hablar con Gonzalo, el personaje de tu novela Poeta chileno, y preguntarle, años después de su separación con Carla, si valió la pena ser padrastro, ¿qué crees que diría? Quizás la pregunta apunta a pensar esa situación algo extraña, la de ser un padre que puede tener una suerte de fecha de vencimiento si las cosas salen mal. ¿Dónde crees que queda todo ese amor que luego parece imposible de recuperar? Te lo pregunto porque me parece que el final de la novela va en esa dirección, dos hombres que caminan tratando de recuperar algo que ni ellos mismos tienen muy claro.
Alejandro Zambra: Tu pregunta es más hermosa que cualquier cosa que pueda yo responder, pero bueno, tengo que responderla. Yo diría que tardé unos meses en darme cuenta de que Poeta chileno era una reescritura o quizás más bien una relectura de La vida privada de los árboles. Por supuesto estaba la padrastría desde un comienzo conectando ambos libros, porque Poeta chileno siempre fue más una novela sobre la padrastría que sobre la poesía. Pero recién cuando surgió esa escena, en el primer tercio de la novela, en que Gonzalo pelea cuerpo a cuerpo con la palabra padrastro, comencé a transitar por ese puente de más o menos diez años que separa ambos libros. Quizás la diferencia fundamental entre La vida privada de los árboles y Poeta chileno estriba en la intensidad de esa lucha con la palabra padrastro. Y en la magnitud de la derrota.
Yo creo que, a partir, sobre todo, de Bonsái, he intentado hablar sobre la crisis de legitimidad y de autoridad que comprobamos y padecemos, pero también celebramos y agradecemos a diario. Y desde ciertos puntos de vista, todas las discusiones son acerca de legitimidad y de autoridad. Me interesaba y me interesa proyectar ese lugar deslegitimado del padrastro hacia lo masculino. Los padrastros son los malos, eso demuestra la literatura y la prensa y hasta el lenguaje mismo, el diccionario normativo y el de uso. Es difícil identificarse con esa figura. Entonces un padrastro como Gonzalo no necesariamente se junta con otros padrastros, porque tal vez comparte los prejuicios. Sucede lo mismo con lo masculino, no es fácil identificarse con otros hombres, y sin embargo construirse o postularse como excepción es absurdo y medio falso. Además, una excepción es una soledad. Una historia excepcional es la historia de una soledad. Nos cuesta construir compañerismo o reformular lo que tradicionalmente hemos comprendido como compañerismo. Y nuestras relaciones siguen siendo brutalmente competitivas.
Pienso que desde temprano Gonzalo sabe que su experiencia como padrastro ha sido esencial, más bien desconfía de otras experiencias. Y está la culpa, también, del embrujo amoroso clásico; la culpa de aferrarse al supuesto del amor para toda la vida cuando en asuntos de amor lo único que sabemos desde un comienzo es que la separación es una posibilidad permanente. Y también está la culpa de haber dado seguridades, de haber criado consciente y por momentos consistentemente a un niño. No te relacionas con un niño para abandonarlo. Y aunque Gonzalo cuenta con una larga e incluso sólida línea argumental que le permite suponer que no abandonó a Vicente, sabe que de hecho sí lo abandonó.
Vicente es el verdadero protagonista; es él quien fue abandonado, pero está obligado a suponer y a aceptar que no lo fue, que los protagonistas de la historia fueron su madre y su padrastro; hay un duelo que él no puede experimentar oficialmente, legítimamente. Y ahí el sufijo “astro” empieza a funcionar en contra del hijastro. Hay una escena aparentemente menor que me costó muchísimo escribir, porque me resultaba particularmente dolorosa, en que Vicente le pregunta a Gonzalo, casi completando una frase, casualmente, si alguna vez él los va a abandonar. Y Gonzalo se ve en la situación de responder que no, que nunca los va a abandonar. Y al responder por supuesto desea que eso sea cierto. Y a la vez sabe que no es cierto. O que puede que no sea cierto.
M.R.: Estaba muy de acuerdo con el título de Poeta chileno hasta que llegué a la parte de la fiesta con lo que parece ser el cónclave de todos los poetas de Santiago y me dije, a manera de broma: “Esta novela debería llamarse Poetas chilenos”. Es una parte muy divertida, por cierto, casi como un homenaje paródico. ¿Qué buscabas decir de los poetas chilenos con esta novela? ¿Es una forma de escudriñar en ti mismo y en otros poetas también chilenos? ¿Quién es realmente el poeta chileno en esta historia?
A.Z.: Justo por eso me gusta que el título vaya en singular… que sea posible leer la novela a través de tu pregunta, casi como un acertijo. ¿Quién es el poeta chileno? En cualquier caso, yo solamente podría entrar al misterio de la nacionalidad desde la poesía chilena, porque ha sido el único aspecto de lo nacional, de lo chileno, que en algún momento acepté como tradición. Todo lo demás lo cuestioné, o lo discutí, o lo ignoré, o lo descarté, pero nunca fui inmune a la poesía chilena. Muy rápidamente, muy naturalmente, encontré en la poesía a mis compañeros de juego.
Aspiraba a la poesía, siempre fui mejor contando historias que escribiendo versos, pero aspiraba a la poesía. A los veinte yo era un mal poeta tal vez porque me aprovechaba de la “ilegibilidad” de la poesía; quería hablar sin hablar, simular que decía algo, como quien mueve las manos y los labios confiando en que te miren desde lejos, sin volumen. O como alguien que asegura que sabe tocar la guitarra y no tiene idea, solo quiere que lo inviten a la banda… Y me invitaron y me subí al escenario a hacer el ridículo y hubo quienes dijeron cosas amables o compasivas y otros dijeron cosas que parecían atroces, pero que al final no eran tan atroces o que eran atroces, pero mucho menos atroces que la soledad.
M.R.: Me gustó mucho la aparición de Sergio Parra como Sergio Parra, como una suerte de cameo literario. No sé si es el único personaje que aparece con su nombre real, pero esta cita de la infrahistoria literaria de Santiago es muy divertida. ¿Están tus personajes basados en personas reales o son pura ficción literaria?
A.Z.: Siempre trabajo con modelos reales, los ojos de alguien, las manos de otra persona… La forma de pensar de alguien intervenida por un humor exógeno. Pero hay casos especiales en que la persona que imaginas al escribir coincide plenamente con la persona que quieres retratar. Esto sucede en Poeta chileno con muchos personajes. Con Rosabetty Muñoz, con Armando Uribe, con Nicanor Parra. Y con Sergio Parra, claro. Digo, no me interesaba una novela “documental” sobre la poesía chilena, el movimiento era inverso; quería inventar una literatura que sirviera de campo para los estudios y aventuras de Gonzalo y Carla y Pru y Vicente. Y era placentero mezclar peras con manzanas, pero en el camino, como te digo, me encontré con personajes-personas que me pareció mejor mantener intactos.
M.R.: ¿Qué lugar ocupa la literatura infantil en tu propio mundo? Te lo pregunto porque en una parte del libro dices: “la idea de que hago y leo una literatura de verdad y que los libros que leemos juntos son una especie de sustituto o de imitación o de preparación para la literatura verdadera, me parece tan injusta como falsa”. Creo que aquí hay mucho que decir sobre la “verdadera literatura” y la “literatura necesaria”, necesaria para vivir, para estar con un hijo, por ejemplo. ¿Qué dirías al respecto?
A.Z.: Literatura es compañía, sobre todo. Hay períodos en que queremos parecer más intelectuales, pero siempre prevalece el deseo gregario. Siempre estuvo esa voluntad de juego, a veces escandalosamente disimulada, pero estaba. Leer y escribir son actividades que solemos realizar en soledad, pero prefigurando siempre, de reojo, la compañía. En la infancia, o hacia el final de la infancia, la literatura fulguraba como una banda rara, que nadie más conocía, y entonces se volvió imperioso salir del barrio a buscar a otros fans de esa banda. Tampoco es que hubiera que ir demasiado lejos, porque en cada comunidad, en cada villa, había uno o dos bichos raros con los que sentarse a conversar. Eso marcó una forma distinta de circular por la ciudad y de entender las relaciones humanas. Y a través de esos vínculos frecuentemente desesperados, entusiastas, apasionados, chamullentos, logramos conservar la intensidad y la porfía de la infancia. Y en eso estamos todavía. Al menos yo, en eso estoy. Para mí sigue siendo muy importante la vacilación entre la ingenuidad y el deseo de ingenuidad. La búsqueda imposible de la ingenuidad, por así decirlo, mediada por una ingenuidad verdadera, involuntaria. Ay, es difícil hablar de estas cosas; yo mismo no las entiendo bien, funcionan mejor cuando sobrevolamos un relato y surgen detalles en los que conseguimos reconocernos. Pero estoy pensando en el deseo de entenderlo todo de nuevo. Por ejemplo, ahora mismo, a propósito de la paternidad, me interesa muchísimo el adanismo, que tiene tan mala prensa, claro. Todos los días descubres algo que para ti es nuevo y para el mundo es antiguo. Pero hay algo importante en ese descalabro, en ese desajuste: hay una fiesta a la que a veces no nos permitimos entrar.
En fin, yo creo que por ahí entro a lo “infantil”. Ahora más bien, sobre todo a partir del nacimiento de mi hijo, intuyo un espacio “pre-literario”, me gusta llamarlo así, aunque la expresión no es exacta. Digo, un tiempo inicial en que literatura, música y humor se confundían en una sola deliciosa majamama. Hablo de intuiciones porque ese espacio no sé si realmente lo tuve, si lo viví plenamente. Nunca me leyeron cuentos cuando niño, y más bien estaba yo, como tantos de nosotros, en lucha constante por abandonar lo infantil, por dejar de ser ridiculizados, según recuerdo. Pero igual tengo la sensación de haber recuperado ese espacio que no tuve, ese espacio que quizás en parte me lo invento, a través de la poesía. Para mí fueron muy importantes algunos hallazgos casuales, que incluso contradecían lo que andaba buscando.
M.R.: ¿Cómo es escribir en segunda persona, escribirle a alguien que está aún por venir? ¿A quién se le habla en ese momento? ¿Es más bien una forma de monólogo, de esperar a ese hijo a quien le escribes poemas en el teléfono?
A.Z.: No sé qué edad tenía yo cuando leí “Monólogo del padre con su hijo de meses”, el poema de Enrique Lihn. Quizás trece, catorce años. Ahí está el modelo implícito de Literatura infantil, y quizás de cualquier escritura sobre la paternidad desde la tradición chilena. Me impresionó mucho esa visión a un tiempo trágica, tierna y celebratoria (el “nuevo juego gozoso y doloroso”), como una forma de realismo que ejercí a diario desde que tuve a mi hijo en brazos. Porque cuando un padre sostiene embelesado y lloroso a su hijo recién nacido está pensando, también: “se me va a caer”. Entonces ese ejercicio de hablarle a alguien que no puede responderte deja de ser exactamente eso o solamente eso. El apego, pues, se dio para mí también en la versión surrealista de la famosa semivigilia; toda Literatura infantil es literatura de mecedora, medio dormidos mi hijo y yo. Ahora ya tiene seis años y habla mucho y me cuesta recordar el tiempo en que no hablaba porque en realidad, en parte gracias al poema de Lihn, la comunicación entre mi hijo y yo existió desde el primer segundo; nunca experimenté esa sensación de inutilidad de los primeros meses tan clásicamente masculina. Ya protagonizaremos las clásicas comedias de equivocaciones entre padres e hijos, supongo.
M.R.: Tanto en Poeta chileno como en Un cuento de navidad hay una sensación de ajuste de cuentas, pero no en lo personal o en el área chica. No me refiero a la venganza, sino, más bien, a un autor que ajusta cuentas con su pasado, consigo mismo. ¿Crees que hay en la literatura (especialmente en el hecho mismo de escribir) una fuerza que tiene que ver con esto de ajustar cuentas, como si el libro escrito pudiera “mejorar o compensar” ilusoriamente un pasado inmodificable?
A.Z.: Me adhiero a esa idea. Y hasta a veces tengo la sensación visceral de que la literatura modifica el pasado. En cualquier caso, el pasado se nos presenta más habitualmente en forma de pregunta, esa es su forma cotidiana, y la literatura permite esa clase de conversación. Escribir es sobre todo un hábito. Todo eso de “convertirse en escritor”, por supuesto… en algún momento surge algo así como una decisión, pero también resulta que coinciden el hábito y el juego. Y otros propósitos no resultaron. No me interesa la posición evangelizadora sobre la escritura. Tiendo a eso, a veces, pero en realidad estamos en lucha contra el tiempo cronológico, contra la dictadura del tiempo cronológico, y cada cual enfrenta esa lucha a su aire, de distinta manera. Yo tuve la suerte de que existiera literatura alrededor mío. Y de que existiera de forma medio casual, no obligatoria, no desligada del juego. En estado puro, prebibliográfico, digamos. Y si no hubiera escrito entendería menos, habría entendido menos, escribir ha sido una muleta. Puede que la imagen sea tremendista, pero a mí me gusta ese aforismo de Canetti que dice, simplemente: “El lápiz, mi muleta”.
M.R.: En Un cuento de navidad hay una parte donde el escritor y editor discuten por un ejemplar de 2666, de Bolaño. Leyendo esto advertí que hay cierta correspondencia entre Bolaño y tú en la manera en la cual se relacionan con la poesía chilena. Claro, Bolaño tenía una mirada más épica y hasta hiperbólica de los poetas que la que aparece en tu literatura, pero ustedes dos tienen esa conexión con el mundo de los poetas chilenos que, de alguna manera, siento algo característica de los poetas chilenos. Es quizás como cuando Gonzalo dice en alguna parte que, si alguien publicó un libro, “cagaste, ya te convertiste en poeta chileno”.
A.Z.: Claro, igual yo ya estaba grande cuando leí a Bolaño, tenía ya veintiún años o veintidós cuando me encontré con La literatura nazi en América. Quizás por eso Bolaño no fue como un padre sino como ese hermano mayor que llega a casa muy de noche y entra a la habitación por la ventana y empieza a contarte sus aventuras… Bolaño prefería a los mismos poetas que yo admiraba, pero descubrirlo fue también imaginar una prosa chilena contemporánea, porque aunque había crecido leyendo a los novelistas chilenos, la prosa chilena yo la situaba en la historia literaria, no en el futuro. Yo creo que fue saludable ese momento en que “des-exageramos” las diferencias entre poesía y prosa. Y entre tradición y vanguardia, y entre poesía y antipoesía. Ahora mismo el paradigma nerudiano, desmitificado e inmediatamente remitificado por Nicanor Parra, lo siento tan antiguo. Me interesa el poeta ya sacado del eje héroe-antihéroe. Me interesa verlo cumpliendo una función en su comunidad o cocinándose un arroz un domingo por la tarde.
M.R.: Advierto como muchos que a pesar de todo en tu prosa los chilenismos siguen muy presentes aun después de vivir bastante tiempo fuera del país. ¿Cuál es tu relación literaria con estos modos y giros verbales? ¿Te ayudan para escribir?
A.Z.: Yo creo que la literatura es la segunda lengua de los monolingües. Y esa segunda lengua incluye la lengua propia y las variantes del español. Siempre estuvimos dispuestos a no entender. Es lo que más le agradezco a la literatura. Y a la música. Un modismo ajeno, una palabra extranjera, no representaban un problema, al contrario, multiplicaban la atracción. Estábamos dispuestos a no entender levemente, momentáneamente; no entender era el paso previo a una posible futura comprensión que a veces simplemente no llegaba. Y qué tanto si llegaba o no. Sé que no es exactamente eso lo que me preguntas, pero igual sí. Las literaturas nacionales siempre importan más, duelen más. Me interesan enormemente esos problemas, me entretienen. Y no me atrae la defensa enceguecida y furiosa de una sola identidad o de un estado de cosas; cualquier dispositivo que pretenda congelar las discusiones, cualquier forma de parálisis, de certidumbre… Luego, viviendo lejos, lo que pierdes más bien lo ganas, lo descubres. Cada vez que extrañas tu habla descubres matices que no sabías que necesitabas.
Y me encanta, también, saborear la mescolanza de acentos, eso siempre me gustó. Mi forma de hablar cambia y por lo tanto mi forma de escribir. Porque, aunque mi idea de estilo es difusa y proteica, se nutre del habla; hay algo en mi prosa que requiere una cierta dimensión musical, que aspira a ella. No generalizo. Como lector, me gustan muchas obras en que la oralidad funciona de otras maneras, pero en mi caso necesito que cada frase enfrente la prueba de sonido. Y me influye cada día más la forma de hablar de mi hijo, que habla chilango crónico profundo. Pero me gusta perder la seguridad en las palabras y verme en la situación de construir una ilusoria y provisoria seguridad nueva. La verdad es que me encanta, Marcelo, tener esta clase de problemas a los cuarenta y ocho años. Pienso todos los días en matices, en detalles. Y me impresiona la persistencia de las formas chilenas, también. Hemos formado una comunidad divertida acá, sobre todo con algunos músicos chilenos, eso ayuda mucho a generar una especie de fértil confusión, que nos aligera un poco la vida.
M.R.: Una pregunta que siempre hacemos en LALT tiene que ver con la naturaleza misma de esta revista, la de ser latinoamericana. Quisiera preguntarte cómo ha cambiado tu mirada sobre Chile y su literatura desde que vives en México, un país culturalmente muy fuerte. ¿Sientes que estás más en Latinoamérica o solo en México o quizás que estás solo fuera de Chile? ¿Te importa el lugar desde donde escribes?
A.Z.: Claro que sí. Diría que me siento en tránsito y que lo disfruto, no solamente entre Chile y México. Recurro, por supuesto, a imágenes, porque comparar países es un deporte o un vicio tan absurdo como inevitable y necesario. Igual en cada nuevo viaje mi país me parece más plenamente latinoamericano. Y a la vez, quizás contradictoriamente, el patológico pesimismo chileno rivaliza, para mí, de forma cada vez más aguda, con el insensato e inexplicable optimismo mexicano. Pero no veo una rivalidad, sino un tránsito orientado, en mi cabeza, mucho más hacia el futuro que hacia el pasado. Tengo muchas ganas de que mi hijo se apropie más de mi país, que lo sienta suyo. Es un sentimiento muy sencillo y bobo. Adoro cuando volvemos de Chile y siento que su acento ha cambiado un poco.
Foto: Alejandro Zambra, escritor chileno, por Agence Opale / Alamy Stock Photo.