En meses recientes he tenido la oportunidad de sostener un extenso y muy estimulante diálogo con la escritora Elisa Lerner (Valencia, Venezuela, 1932), por vía epistolar electrónica. Durante esa dilatada entrevista hemos conversado de diversos aspectos de su obra que abarca múltiples géneros, entre ellos la crónica, la dramaturgia, el ensayo, el cuento, la novela y la escritura aforística. Como una muestra de esa entrevista ofrecemos a los lectores de LALT un breve fragmento, en el que nos referimos a un aspecto fundamental de su quehacer literario, el de la singular relación entre la prosa y la poesía en su escritura.
Arturo Gutiérrez Plaza: Perteneces a una generación de prosistas que fueron cercanos a muchos poetas y también asiduos lectores de poesía. Esa, que fue una práctica muy frecuente en los narradores hispanoamericanos hasta finales del siglo XX, me parece que ha quedado un poco en desuso. Al parecer, a pocos narradores jóvenes les interesa la poesía. Eso, tal vez, nos habla también de una concepción distinta del trabajo de lenguaje que exige la prosa. Faulkner afirmaba lo siguiente: “Yo quería ser poeta; descubrí muy pronto que no podía ser un buen poeta, así que probé con algo en lo que pudiera ser un poco mejor. Me veo como un poeta fracasado”. Como extraordinaria prosista que eres, háblanos, por favor, de tu relación con la poesía y de tu percepción, en general, de la naturaleza del diálogo entre narradores y poetas.
Elisa Lerner: Creo que la trama, por excelencia en un libro, es el lenguaje. Incluso es una buena trama verbal la que construye las páginas. ¿Qué llama una, buena trama verbal? La que está iluminada por la luz tan personal de la poesía. Algo que es como un canto verbal. Una página a la que alegran más las imágenes, la metáfora, el ingenio en el lenguaje, que lo que puede haber de relativo en la peripecia contada. Aunque no siempre, por desgracia, podemos desvincularnos de la peripecia. No estamos en la ignorancia que la historia, más que un bello bosque, es un bosque sangrante.
Una novela puede parecernos casi prescindible si no la acompaña la música verbal. Si tengo alguna apuesta, es por el juego de un ajedrez del lenguaje. Si hay suerte, partimos de esas piezas incompletas, casi siempre, originadas en la nocturnidad de los sueños y a las que ambicionamos darles algún orden o destino a través de la escritura. O que también procuramos establecer mediante esa otra densa nocturnidad, aunque sea pleno día, que es la soledad. Incluso en muchas ocasiones la soledad es dadivosa con nosotros para que, en medio de lo prosaico y doloroso que tiene la vida, si somos en algo fieles con “Ella”, con la soledad, el Hada de la poesía, salude y aligere la página de nuestra escritura. La soledad, en cuanto a entrega de páginas, es acaso la editorial más severa y, al unísono, la de más abundante generosidad.
Por supuesto, hay escritores que dan felicidad al contar una historia donde, mayormente, el donaire de las palabras, lo imaginativo en las combinaciones, está bastante ausente. Al contrario, desde el primer momento, una ha querido contar con la añoranza de la poesía. Si es posible, ojalá esté establecido en la música silente, en la callada aria de ópera de una página bien escrita. Porque la poesía, sus matices de delicadísima esencia, a nuestro modo de ver, son la filarmónica de la página del escritor que queremos leer. Son abrumadoramente bellas las orquestas de esa filarmónica.
Cuando comenzamos a escribir, quizá para nuestra fortuna, no había tantas editoriales en auge dadas a publicar libros que aseguraran un éxito de venta inmediato. Lo que nos permitió ser bastante libérrimos en lo que leímos. Eso, desde luego, fue bueno para nosotros: la literatura nos haría felices pero no nos sacaría de la pobreza. No nos llevaría a prosperidad alguna. Fuimos jóvenes estrictamente literarios. Acaso influidos por editoriales argentinas donde Jorge Luis Borges o Victoria Ocampo tuvieron mucho que decir. Hoy el Instagram, todos lo sabemos, da alternativas acaso más triunfales para la prosa, pero quizá más triviales. Sin embargo, querámoslo o no, es un espejo ineludible de nuestro tiempo. No solo repite, en hombres y en mujeres, el monólogo banal de la Madrastra de Blancanieves. Para sorpresa nuestra, encontramos de pronto exquisiteces como las que ofrece en una prosa de bellezas Marina Gasparini.
Estoy por creer que, detrás de la cuartilla de un buen prosador, alumbra “el sol negro” en la estrofa de un poema de Paul Celan.
A.G.P.: Un breve, pero muy sustancioso ensayo de Eugenio Montejo sobre tu prosa, comienza así: “La escritura de Elisa Lerner parece estar guiada por un ojo que, sin distraerse propiamente de ver, se muestra destinado sobre todo a oír”. Esa penetrante aseveración de ese gran poeta y ensayista venezolano, que fue tan cercano a ti, se complementa líneas más abajo con otra afirmación: “el hábito de un esmero minucioso vigila cada una de sus páginas, sin dejar de echar mano oportunamente a la ironía, la metáfora impredecible, el guiño de la ternura, así como al humor y el ingenio más finos, todo ello, como ya he dicho, armonizado por el dominio de un ojo que ha aprendido atentamente a oír”. Yo diría que dicha armonía es una de las características más singulares de tu prosa, y diría que ese ojo que la vigila es, sobre todo, un ojo imaginante y pensante, una especie de aguja que escucha sin dejar de ver y que escribe como quien teje un colorido tapiz de variados tonos, regidos por proliferantes e inusitados símiles y metáforas, siempre dentro de las coordenadas de un calculado equilibrio. Me resulta curiosa la reflexión que haces de que concibes tu escritura como “el juego de un ajedrez del lenguaje”, pues no sólo apunta en dirección de lo dicho, sino que además remite también a la concepción que tenía Montejo de la poesía, como “un melodioso ajedrez”, con el añadido de que es uno “que jugamos con Dios en solitario”. ¿Qué piensas de esas apreciaciones sobre tu escritura? En tu caso, ¿en esa soledad, de la que nos has hablado, tiene asidero algún Dios?
E.L.: ¡Qué preciosa pregunta! Preciosa de verdad, pero ardua también, sin duda, como las anteriores. Cuando un poeta es el que pregunta una quisiera pedirle a los astros una poquita de su luz, en todo caso, a sus embajadores vicarios en la tierra, no otro que los poetas. Además, preguntas de exagerada generosidad hacia una modesta prosadora. Con esto quiero, de paso, rendirle un pequeñito homenaje a nuestro enorme poeta Eugenio Montejo. Eugenio, como antes Ramos Sucre, fue un genio del verbo, de la más bella poesía. Solo que nos entretiene demasiado el dolor ocasionado en nuestras tierras, también en otras, por los tiranos. Y no nos consolamos lo suficiente con la belleza. Y la mayor belleza, para el corazón sensible, acaso está demás añadir, que es el diamante del poema.
No recordaba para ese momento que respondí la anterior interrogante y dije lo “de un juego de ajedrez con el lenguaje”. Creo, para mi felicidad, que mucha de la poesía de Montejo está dentro de mí y, con el paso del tiempo, una acaso adquiere una manera enigmática y personal de recordar. Recordemos que el agua de la memoria, la de los tiempos, es impaciente y no siempre es la misma.
El ajedrez también está en mí. Claro está, no porque lo conozca ni mucho lo domine, qué más quisiera, sino porque de pequeña tengo un recuerdo de un par de judíos silenciosos cavilando ante una pequeña mesa de ese juego en combinaciones que tardaban un tiempo interminable, sin fin. Aparentemente el ajedrez es un juego de salón. Sin embargo, llegué a convencerme que era un combate civilizado cuyo objeto era solo pensar. Cada pieza movida en la pequeña mesa, el resultado de una lenta cavilación, de una apuesta muy honda de la inteligencia. Creo que, de algún modo, pasa lo mismo con la página de la escritura, una cambia una palabra, un párrafo, incluso más de un folio, casi siempre a la manera tan reflexiva y silente de los jugadores de ajedrez.
Solo que en el ajedrez de los escritores viene la soledad en su auxilio. ¿Y qué es la soledad paciente del poeta y del escritor, sino una voz? Una voz que regala un lenguaje, personajes, imágenes, poemas. Y esa voz que escuchamos arrobados, con nuestro lapicillo para escribir encendido como un pequeño fuego, ¿no es “el juego con Dios en solitario” de la bellísima sentencia de Eugenio.
Sí, yo creo a pies juntillas que en el silencio de los poetas y de los grandes escritores está la dicción de Dios. Por eso en un poema de bellezas encuentro el fervor de un rezo.
Sin embargo, me asalta una duda tremenda: ¿Por qué el silencio de Dios cuando hay tanto dolor en el mundo? Ese silencio del que se quejaba Elie Wiesel, cronista por excelencia del Holocausto, y una de sus víctimas. Muchos tuvieron presto el corazón para escuchar, pero Dios no dejó oír su voz. Sabemos que los tiranos y los déspotas no malgastan un tiempo de soledad sino para escucharse a sí mismos. Es nuestro gran sufrimiento, la inconstancia para oír la voz de Dios más a menudo. ¿Acaso somos demasiado ambiciosos en medio de nuestro precario destino? No lo digo por mí, porque lo tengo dicho; en medio de la vasta soledad he creído escuchar uno de sus murmullos. Lástima que siendo ya una “Old Lady”, tengo el oído un poco maltrecho. Sin embargo, mientras me llega una frase, engañosamente, creo oír una cancioncilla. No en vano el gran poeta Eugenio Montejo escribió sobre “un melodioso ajedrez”.
La escritura, aunque no sé tejer, para una también es como completar un tejido con endeble estambre que, de pronto, se enreda, se rompe su débil hilado, vuelta a comenzar. Cuando me interrumpen inopinadamente el hilo queda huérfano, sin frase, se ha perdido a mitad de camino como un gnomo que, a través del sendero, se le han destrozado las babuchas.