A un siglo de su nacimiento y a una década de su fallecimiento, sea esta la oportunidad de valorar los principales rasgos del universo literario que el escritor colombiano Álvaro Mutis (1923-2013) concibió desde mediados del siglo XX hasta inicios del XXI. Un proceso creativo signado por la infancia del autor vivida en Bélgica, el tránsito hacia la adolescencia asociado a la hacienda familiar ubicada en Coello (municipio del Tolima, departamento ubicado en parte de la llamada “tierra caliente” colombiana) y la vida adulta, que luego de unos años en Bogotá, transcurrió durante más de sesenta años en la capital mexicana. El valor literario del heterogéneo entramado de obras poéticas y narrativas concebido por Mutis fue reconocido mediante la obtención de los premios Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (1997), Príncipe de Asturias (1997), Miguel de Cervantes (2001) y el Neustadt International Prize for Literature (2002), entre otros.
Cinco fueron los principales pilares en torno a los cuales Mutis construyó su universo literario. El primero de ellos fue su permanente y tormentosa duda sobre los límites comunicativos del lenguaje. En el caso de su obra poética pasó de una inicial exaltación de la palabra poética, como piedra angular en la concepción de un mundo inédito, a una marcada desconfianza sobre los alcances del quehacer poético, al punto de considerarlo como “un trabajo perdido”, tal cual lo prueban significativos poemas de los libros Los elementos del desastre (1953) y Los trabajos perdidos (1965). Pero a pesar del inevitable silencio al que parecía estar condenada su poesía, ya en estas mismas colecciones de poesía, como también en las publicadas en los años 80 (Caravansary, Los emisarios, Crónica regia y Un homenaje y siete nocturnos), su poética se decantó por explorar las vicisitudes de la condición humana mediante un canto siempre consciente de sus límites expresivos. Este quehacer poético oscilará entre la dolorosa certeza de que “De nada vale que el poeta lo diga… el poema está hecho desde siempre. Viento solitario. Garra disecada y quebradiza de un ave poderosa y tranquila, vieja en edad y valerosa en su trance” (“Los trabajos perdidos”) y la fugaz e inquietante constatación de que “Sólo una palabra. / Una palabra y se inicia la danza / de una fértil miseria”. El conjunto de la producción poética mutisiana –la Summa de Maqroll el Gaviero– ejemplifica lo que el crítico alemán Hugo Friedrich denominó el “doble fracaso” de la poesía moderna: la plena conciencia del poeta moderno que mediante su palabra no puede asir lo absoluto; y, a su vez, la condena de lo absoluto de solo poder ser vislumbrado mediante una palabra fallida o limitada.
A la par de ese primer pilar, Mutis concibió un peculiar desarrollo de la heteronimia. Por un lado, desde una necesidad vital de concebir una voz poética verosímil, diferente a la de su precoz condición de poeta; y, por otro lado, en un claro diálogo con una tradición consolidada en las obras de escritores como Valery Larbaud, Fernando Pessoa, Antonio Machado y León de Greiff, concibió a Maqroll el Gaviero, primero como voz lírica y luego como narrador y personaje novelesco. Un nombre de pila imposible de asociar a determinado referente espacio-cultural (Maqroll fungirá como paradigma del apátrida contemporáneo); y un oficio anacrónico (el del marino condenado a escudriñar el horizonte desde la gavia del palo mayor de un barco de vela), que le permitirán encarnar las contradicciones del poeta moderno. Aquel capaz de fungir como un vidente, dada su posición privilegiada frente al resto de la tripulación del barco, pero al mismo tiempo condenado a mantener un traumático vínculo con ésta. Este proyecto heteronímico sufrió un significativo giro en el poemario Los emisarios (1984). En él, tanto la voz encargada de recopilar, editar y reproducir las visiones y testimonios del Gaviero como la de este vivieron significativas epifanías que redefinieron sus respectivas funciones poéticas. En el caso de la primera ello ocurrió en “Cádiz”: en este poema irrumpió una voz claramente autobiográfica que, luego de reconocerse en las claves culturales de la tierra de sus antepasados peninsulares (recuérdese que Mutis era descendiente del hermano del sabio gaditano José Celestino Mutis, quien llegó al territorio de la Nueva Granada en la segunda mitad del siglo XVIII al frente de la Real Expedición Botánica) pudo afirmar sin la necesidad de acudir a un intermediario: “Y llego a este lugar y sé que desde siempre / ha sido el centro intocado del que manan / mis sueños, la absorta savia / de mis más secretos territorios, / […] / Y en el patio donde jugaron mis abuelos, / […] me ha sido revelada de nuevo y para siempre / la oculta cifra de mi nombre, / el secreto de mi sangre, la voz de los míos”. En el caso de Maqroll la epifanía tuvo lugar en “El cañón de Aracuriare”; en este mirífico cañón ubicado en la base de la cordillera y bañado por un torrentoso río, la voz poética adelanta un minucioso examen de su existencia que lo lleva a comprobar que ha dejado de ser el ojo avizor propio de un gaviero, para asumirse a partir de ese momento tan solo como uno más de la manada, tal cual lo pregonó años atrás en la titulada “Oración de Maqroll”. A este nuevo perfil se sumará, durante el tránsito de los feudos poéticos a los narrativos, el dilema de convertirse en un “marinero en tierra” (parafraseando a Rafael Alberti), tal cual ocurre en la mayoría de las novelas y los relatos que constituyen Las empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero.
Esa condición de constituir una voz atípica y siempre con la zozobra de sentirse fuera de lugar y ajena al tiempo que le correspondió vivir, dará pie a la consolidación del tercer pilar del universo literario mutisiano: el paradigma de la desesperanza. En la siempre citada conferencia “La desesperanza”, que impartió en 1965 en la Casa del Lago de la Universidad Autónoma de México, Mutis estableció el perfil del héroe moderno desesperanzado a partir de la lectura de un variado conjunto de autores del siglo XX como Conrad, Drieu la Rochelle, Malraux, Pessoa y García Márquez. En dicho perfil destacan la lucidez del desesperanzado para percibir el inevitable fracaso de toda empresa humana; la imposibilidad de comunicarle a sus semejantes dicha visión del mundo; la soledad que deriva de lo anterior; la estrecha relación que establece con la muerte (de manera afín al imaginario de “la muerte propia” que concibió Rilke); y una breve y limitada sensación de esperanza que no va más allá de lo que puede brindar un “breve entusiasmo por el goce inmediato de ciertas probables y efímeras dichas”. Casi tres décadas después, en una extensa entrevista con Eduardo García Aguilar, el ya por entonces plenamente consolidado poeta y narrador agregaría al respecto:
[La desesperanza es] una actitud resignada, una aceptación plena del destino, sin pedirle esa supuesta felicidad que el adolescente piensa que está a la vuelta de la esquina. […] [El desesperanzado es] el hombre que asume la responsabilidad de una tarea conociendo su inutilidad final, su pequeña vanidad, su ninguna importancia en el panorama del destino de los hombres, pero la cumple bien y a cabalidad como hombre y se manifiesta y se hace asimismo como hombre.
Un perfil al que Maqroll el Gaviero se fue ajustando en cada nuevo poema o relato y que le permitió soportar su extrañamiento vital y proclamar de manera altiva en una estación de policía de Vancouver, en compañía de su entrañable compañero de correrías Alejandro Obregón: “Yo soy un chuan extraviado en el siglo XX” (Amirbar).
Asociada a esta identificación del Gaviero con los campesinos reaccionarios de Bretaña y Maine en el norte del territorio francés –que en el momento de la Revolución francesa tomaron partido por el antiguo régimen– fue aquella que su autor reveló en una entrevista a finales del siglo XX con Carlos Fresneda: “Más de una vez me he definido como un medieval perdido en este siglo”. De esta existía un significativo antecedente: “Soy gibelino, monárquico y legitimista”, tal cual le señaló en los años 80 a su colega y uno de los grandes estudiosos de su obra, Juan Gustavo Cobo Borda. Pero más allá de su confeso carácter reaccionario, tanto del autor como de su criatura ficcional, estas declaraciones daban cuenta del cuarto pilar de la obra mutisiana: las significativas fugas espacio-temporales –visibles en ella y acompañadas por provocadoras diatribas en las entrevistas y artículos de prensa del escritor– mediante las cuales, antes que pretender detalladas y rigurosas recreaciones de determinados pasajes históricos, constituyeron una valiosa toma de distancia frente al “aquí y ahora” y de esa manera denunciar sus contradicciones de manera más aguda y visceral. Ese fue el caso de sus relatos “La muerte del estratega” (1961) y “El último rostro” (1978), en el que las intrigas del Imperio bizantino en el tránsito entre los siglos VIII y IX o las vividas por Bolívar y su entorno más cercano durante los últimos meses de vida del Libertador en San Pedro Alejandrino, respectivamente, funcionan como un espejo oblicuo para cuestionar las dinámicas socio-culturales de la segunda mitad del siglo XX. Igual valoración puede darse a la colección de poemas Crónica regia y alabanza del reino (1985) que dedicó a la siempre polémica figura de Felipe II.
Por último, a los anteriores pilares de desarrollo del universo literario concebido por Mutis durante más de medio siglo, debe sumarse el de la particular apropiación que realizó de un referente geográfico como el asociado a la finca de su familia materna –la hacienda de Coello– para transformarlo en un paisaje cultural denominado la “tierra caliente”. Este paisaje, aunque susceptible de ser equiparado a un amplio espectro de la geografía colombiana, adquirirá en la obra mutisiana una doble condición; en ciertos momentos será el refugio en el que Maqroll y compañía encontrarán un mínimo sosiego en el siempre entreverado cúmulo de sus avatares existenciales, pero en otras ocasiones cobrará el sentido del paraíso perdido cuando sus ocasionales visitantes se vean obligados a tomar rumbos lejanos a él. La “tierra caliente” mutisiana oscilará entre ser un punto de partida o de llegada de sus impertérritos viajeros, pero también será la evidencia para el escritor del principal logro de su prolongada apuesta literaria, como se lo confesó en su día a Fernando Quiroz:
[…] de Coello, de sus alrededores, sale mi pequeño universo. Esa tierra es la fuente de todo lo que he escrito. No me interesa qué valor tengan mis narraciones o cuánto vayan a durar en la memoria de la gente… lo que de verdad me importa es que hice vivir a Coello más de lo que realmente vivió.
Esta metamorfosis de un “paisaje afectivo” en un “paisaje cultural” también es susceptible de apreciarse, como bien lo ha indicado su hijo y editor Santiago Mutis Durán, en el caso del Diario de Lecumberri (1961). Un relato que supera su inicial condición de testimonio autobiográfico de lo que significó para su autor su encierro durante quince meses en la otrora cárcel mexicana conocida como “El Palacio Negro” para convertirse en el sustrato de significativas y traumáticas experiencias que permearon el trasegar de Maqroll el Gaviero y sus pares a lo largo de los poemas y relatos en que tejieron una entrañable red de afectos y solidaridades.
Regresar a este imbricado tejido literario o adentrarse en él por primera vez es la oportunidad que tenemos de nuevo al celebrarse el centenario del nacimiento y una década del fallecimiento de su creador. A nuestra disposición están las recientes reediciones de su obra: Summa de Maqroll el Gaviero. Poesía reunida (1947-2003) (Lumen), Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero I y II (Alfaguara) y Relatos de mar y tierra (Alfaguara). Una invitación a la lectura signada por la inquietante advertencia que una voz poética mutisiana le hiciera en su día a su posible interlocutor: “A la vuelta de la esquina / te seguirá esperando vanamente / ése que no fuiste, ése que murió / de tanto ser tú mismo lo que eres. / Ni la más leve sospecha, / ni la más leve sombra / te indica lo que pudiera haber sido / ese encuentro. Y, sin embargo, / allí estaba la clave / de tu breve dicha sobre la tierra” (“Canción del este”).
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