La última vez que visité a Giannina, me mostró ocho picaportes que parecían joyas, apoyados en su isla de cocina, todos de diferentes colores y tamaños, ordenados prolijamente en dos filas de menor a mayor altura, como en la reunión escolar de cada mañana. Acabo de comprarlos, me dijo entusiasmada, ¿cuántos más crees que debería comprar? Miré con atención los picaportes y sostuve uno color azul zafiro profundo que atrapaba la luz del río Hudson en mis manos. Mientras lo devolvía a su fila obediente, le respondí que sería lindo que comprara cuatro, y ella asintió lentamente, para hacerme saber que estaba de acuerdo, como si el número que yo había mencionado tuviese algo de pomposo, como si tanto ella como los picaportes presentes hubiesen estado esperando ese anuncio. Cuatro picaportes más.
En mis comienzos como lectora, me resultaba inconcebible poder hablar con la persona que había escrito un libro que yo amaba. Crecí vagando por bases militares en India y conseguía la mayor parte de mis lecturas en las bibliotecas de los diversos cuarteles, donde me escurría entre estanterías polvorientas para rescatar libros de tapa dura forrados en tela, con sellos dorados, que a veces habían sido prestados (o expedidos, como solía decir yo) por última vez a un militar británico llamado Smith o Evans. Propensa a narraciones fantasiosas de mi propia vida como Artista (o lo que ahora se conoce como “síndrome del personaje principal”), tocaba y leía aquellos libros con cautelosa devoción, como si, al leerlos, entrara en contacto con sus autores, queriendo causar una primera impresión tan buena y atenta como las manos blanquecinas y musculosas que visualizaba habían sostenido sus lomos antes que las mías, rozando con delicadeza las oraciones que imaginaba se habían vuelto más viejas, sabias, solitarias en los años transcurridos entre lectores.
Encontré El imperio de los sueños, de Giannina Braschi, en un espacio a la vez igual de polvoriento que una biblioteca militar silenciosa de un pueblito de India y extremadamente distinto y opuesto en su abundancia: la mágicamente atestada Grey Matter Books, la librería que estaba debajo de la torre de agua a la que, por error, siempre me refiero como “faro” con los amigos que me alcanzan en auto. Me había cruzado con el título mientras leía textos académicos sobre ciudades, imperios y colonización, así que reconocí el libro de inmediato. Aunque sabía que iba a llevármelo a casa, hice mi prueba de la primera oración someramente y hojeé la introducción hasta el principio: “Detrás de la palabra está el silencio. Detrás de lo que suena está la puerta”. La lectura de El imperio me pedía ser una acróbata torpe, que intenta estar a la altura de los saltos audaces y divertidísimos entre una línea y la siguiente, el texto atestado de personajes que pasan a caricaturizarse a sí mismos, páginas que son direcciones de edificios, contradicciones que creen mucho en sí mismas pero que, en realidad, no parecen estar en la más mínima tensión entre sí. Puedo afirmar con bastante seguridad que no soy una escritora ni una lectora juguetona, pero me sedujo el imperio-casa de muñecas de Giannina, bullicioso y escurridizo. En lugar del deleite conocido de estar a solas con el silencio de un libro, una soledad con la que he contado durante años, adentrarme en las páginas de la poesía de Giannina me lanzaba a un escenario frenético y me dejaba paralizada, mientras payasos, reyes, brujas, conejos, un pastor con boina pasaban zumbando y girando. En El imperio de los sueños, encontré los nombres que había considerado sagrados cuando era una lectora joven y ávida —el rey Lear, Rimbaud, La divina comedia— excepto que aquí eran libertinos y estaban atrapados en el vórtice de la Nueva York revoltosa que el libro grafica y puebla. O, como escribe Giannina, Yo lo quiero todo. Todo. Todo.
Como suele pasar en Nueva York, estaba llegando tarde a mi primer encuentro con Giannina. Estaba nerviosa: me había dado cuenta de que vivía en el edificio que se alza sobre David Zwirner, una de mis galerías favoritas de Chelsea, y quería llegar lo más arreglada y presentable posible. Antes de subirme al autobús que me dejaría a la vuelta del río, paré en el mercado de Union Square para comprar unas peonías y unas fresas brillantes. La puerta no tenía timbre, solo un llamador chiquito que usé tímidamente para anunciar mi llegada con retraso. Unos segundos después, Giannina abrió la puerta sonriendo y me guió hasta su sala de estar llena de objetos con los que, me dijo, se aman mutuamente.
Cuando planeábamos nuestro encuentro, Giannina me había dicho ven a mi casa, en una invitación con la que me sentí identificada, como si conocerla quedara incompleto sin conocer su casa y los objetos que colecciona con tanta alegría. Me presentó esos objetos: la lámpara que se convierte en silla, las obras de arte en las paredes, la cajita musical a la que le dio cuerda para que sonara una melodía, los bustos de Apolo y Dionisio que se encaraman sobre la mesa en la que escribe, los libros que se desbordan de los estantes y del escritorio, alrededor de los anotadores amarillos con renglones en los que escribió a mano El imperio de los sueños, manojos de ellos, cuadernos repletos de pensamientos sobre sus lecturas. También cerca de Giannina yo era una acróbata torpe, igual que al leer El imperio, con la diferencia de que lo que queda en primer plano cuando se está cerca de ella es la torpeza con la que ansiamos jugar en la infancia. Hablamos sobre madres, sobre las criaturas que nos protegieron mientras crecíamos, sobre nuestros primeros paseos por Nueva York, sobre amantes, sobre cortes de pelo de 18 dólares (el mío) y sobre escritura. Cuando el sol comenzó a esconderse entre los muelles de Chelsea frente a la ventana, se intensificó el color de las fresas apoyadas sobre el mármol de la isla de cocina, y nos tentamos, así que nos sentamos en silencio y las comimos con plena atención.
Aunque los persigo con un fervor obsesivo e infinito, siempre creo que es el libro el que me encuentra a mí. Dediqué la mayoría de las tardes de mi preadolescencia a ser una entusiasta voluntaria no oficial de la biblioteca de cualquier base en la que mi padre estuviera apostado, sola con El amante de lady Chatterley, la madre de Máximo Gorki y William Somerset Maugham (que, como mi madre me recordó durante años, era médico además de escritor). Obviamente, a duras penas entendía lo que leía; lo único que sabía era que sentía una vocación devota por las palabras y que los libros que contenían esos nombres eran muy buenos en esa vocación. Cuando miro (o recuerdo) con timidez mis primeros escritos, se hace evidente que escribía para posicionarme en las coordenadas de los mundos que leía, valiéndome de las herramientas más infantiles. Casi todas mis “novelas” tenían como protagonistas a chicas blancas llamadas Sierra, que vivían en la calle Elm; lo que sabía describir estaba muy alejado de mis experiencias.
Cuando por fin me fui del apartamento de Giannina, había anochecido. Estaba cerca del parque High Line y decidí terminar el babka de Breads Bakery que tenía mordisqueado a medias en el bolso mientras daba un paseo. Mi primer paseo por Nueva York, del que le había hablado a Giannina apenas una hora antes, había incluido el parque elevado. Había caminado hasta el museo Whitney desde el Met, primeras paradas necesarias y predecibles en un debut de exploración de la ciudad, y había decidido que me permitiría gastar 15 dólares en mi Día en Manhattan. Había gastado la mayor parte de ese presupuesto en los carritos de un dólar de la vereda de The Strand y Alabaster Books (mi primera librería favorita de la ciudad), una porción de pizza de camino entre Union Square y Chelsea y con los últimos dolarcitos me había dado el gusto de comprar un sándwich helado de un carrito. En esa época, los apartamentos que rodeaban el parque no estaban terminados ni eran tantos, lo cual me permitía mirar detenidamente sus superficies lisas de vidrio sin disimular mi asombro. Aunque me separaban de mi niñez muchos años y kilómetros, (des)afortunadamente no había superado mi síndrome del personaje principal y recuerdo haber experimentado una conciencia electrificante de ser una joven escritora en Nueva York, con una mochila llena de libros de tapa dura, sobras del sándwich helado más delicioso que había comido en mi vida derritiéndose sobre mi suéter marca Old Navy, cuidadosamente elegido, mirando el sol ponerse sobre el Hudson. Lo que más me atraía de Nueva York era la singularidad con la que sentía que se recortaban mis propios pensamientos y anhelos sobre el paisaje, lo que Giannina llama la gran soledad, el optimismo de que la ciudad nos ponga de relieve.
Cuando me voy del apartamento de Giannina, casi siete años después de ese primer paseo, pienso en la Nueva York de ella y en los juguetes en los que convierte aquello que yo trataba con tanta reverencia cuando era niña: construye El imperio de los sueños como si un texto pudiera ser una fiesta, o desaparecer en un calabozo, aparecer en una valla publicitaria, chapotear bajo un pie o ser un picaporte que espera. Escribe tú […], que eres grande y pequeño, que zumbas como las abejas zurciendo y remendando la miel de mis colmenas, y que te detienes en mi corazón y lo poblaste de todo. Qué lleno de alas, dice, cuando le muestro un video corto del humo de incienso que se despliega al lado de mi trébol morado junto a una ventana. Así es como se come una fresa, me dice, mordiendo su cabito verde.
En mis comienzos como lectora, me resultaba inconcebible poder hablar con la persona que había escrito un libro que yo amaba; si alguna vez lo hubiera imaginado, habría pensado que conocer a un escritor me permitiría resolver un texto, hacerle responder preguntas sobre cómo se amaba o enfrentaba a sí mismo, por qué había elegido esas palabras. Que hubiera podido, en definitiva, alcanzar eso que pensaba que una debe alcanzar para seguir una vocación: la maestría. En lugar de eso, al conocer a Giannina, tengo todo lo contrario: un texto más indeterminado que autorizado, una devoción a mi propio botín literario sin resguardar sus objetos. Por qué no a una lámpara que se convierte en silla. Por qué no a un picaporte libre de la tarea de abrir algo. Por qué no a un devorar lento y absoluto de fresas que se intensifican. Y ahora me toca mecerme de lado a lado.
Traducción de Gabriela Rabotnikof
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