Me bajo de la micro en el paradero veinte. Vengo mareada porque estuve tomando con mis compañeras de la U. Es tan tarde, que los locales de la avenida ya tienen las cortinas cerradas y el aire está cubierto por esa neblina espesa que huele a humo añejo, a camanchaca sucia. No anda nadie y eso me asusta. Me dan más miedo los paisajes vacíos que los repletos de gente, no sé por qué. Mi única arma de defensa es arrugar la frente, caminar rápido y esperar que no pase nada malo de aquí a mi casa.
Camino la primera cuadra y escucho que alguien me sigue. Se me aprieta la guata. Puedo adivinar que es una banda de flaites con cuchillas de doble filo o el viejo del saco masturbándose con los pantalones abajo. Me doy vuelta y lo que encuentro es un quiltro. Chico, negro y moviendo la cola. Es ese típico perro que aparece en la ruta, esos perros que vienen y van, que a una le tocan por azar, como las monedas o los billetes, y que son imposibles de reconocer en un reencuentro. Perro dueño, escuché una vez que se llaman. Me agacho para hacerle cariño y él me muestra la panza. Entonces descubro que le cuelgan las tetas de recién parida. Es de madrugada y anda sola, pienso. Imagino que sale de noche a buscar algo que darle de comer a sus cachorros durante el día. La invito a que me siga y ella se suma. Ahora somos dos trasnochadoras haciendo soberanía por las calles de Gran Avenida.
Caminamos y escucho el tintín de sus patitas detrás de mí y veo cómo su sombra crece y alcanza la mía, en un juego de luces negras y anaranjadas que producen los postes sobre la vereda. Se parece a la Cholita, pienso, la única perra que cumplió su rol de mascota feliz. La Cholita fue una quiltra negra que mi abuela adoptó cuando yo era chica y vivíamos en La Florida. Se supone que era mía y de mi hermano, pero en realidad la perra le respondía a mi abuela. Se acostaba con ella en su cama y se paraba a mirar por la ventana a las diez de la noche, cuando mi abuela estaba por volver del trabajo.
Una tarde se perdió. No sabemos cómo aprendió a salir a la calle, pero ese día, quizá por la calentura del celo, se arrancó. Mi abuela se estaba tiñendo el pelo y salió con una bolsa plástica en la cabeza a preguntar por todo el pasaje si alguien había visto a la Cholita. Nadie, nada. Me acuerdo que lloré, pero no de pena. No había alcanzado a encariñarme tanto con la perra. Lloré porque sabía que había perdido algo mío y a los doce años ya tenía esa noción de propiedad.
Lo que más me dolió de perder a la Cholita es que todos los niños y niñas del pasaje tenían su peluche vivo en el patio delantero. Yo no tenía nada. Una noche decidí corregir ese vacío. Agarré mi cuerda de saltar y mi mochila de campamento y me fui a recorrer otras poblaciones, donde no conociera a nadie con quien sentirme culpable. Encontré perros bravos que en cuanto me acerqué a la reja me tiraron los dientes y encontré casas en las que no se veía nada para adentro porque lo tapaba todo una masa enorme de ligustrinas amarillas. Hasta que en una casa vi a un poodle blanco. Me acerqué y me tendió la cabeza para que le hiciera cariño. Abrí la reja de la casa con cuidado. Estaba sin llave. Las luces apagadas. Entré y le amarré la cuerda al cuello. El poodle se resistió un poco, pero era sumiso y no me costó echarlo a la mochila. Cerré la reja y me fui corriendo con el perro aullando en mi espalda.
Llegué a mi casa y lo amarré a un árbol de limón que estaba al fondo del patio. Fui a la cocina y eché un poco de carbonada en una olla vieja y se lo llevé. El poodle no comió, estaba echado y aullaba. Me arrodillé frente a él y le dije: ahora eres mío. Traté de abrazarlo y se escurrió. Se puso a correr hacia la reja. La cuerda le tiraba del cuello como un látigo y el perro chillaba fuerte y agudo. En ese momento apareció mi abuela. Me retó, dijo que yo estaba haciendo lo mismo que alguien me había hecho a mí al llevarse a la Cholita. Le encontré razón, pero no lo dije.
Mi abuela soltó al poodle y el perro se fue corriendo. Durante mucho tiempo la odié por eso.
Nunca más tuve un perro, salvo los perros dueño que te siguen en la calle. Como ahora, que me acompaña un clon de la Cholita a la que le cuelgan las tetas con leche.
Caminamos. Todos los viernes en la noche hago esta ruta, pero no había visto esta perra. Me cae bien. Empiezo a gruñirle y a saltar de un lado a otro, como una bestia, y ella me gruñe de vuelta y salta y mueve la cola porque quizá hace cuánto tiempo nadie en la calle le hace alguna gracia. Le acaricio la cabeza y de nuevo me muestra la panza. Y aunque es de noche, veo cómo le caminan las pulgas entre sus tetas rosadas.
Ya estamos a mitad de camino. Con la caminata, el mareo se me pasa y de a poco el vino en caja con Kem Piña empieza a perder su efecto. Pienso que voy a aguacharme a la perra y le voy a dar vienesas y pan remojado en leche cuando lleguemos a mi casa.
Entonces pasa algo horrible.
Vamos llegando al ciber del Gustavo y aparece un pastor alemán (o una mezcla de él) y se le tira encima a la madre perra. Al cuello, como si la perra fuera una antílope y el quiltro alemán un jaguar. Y yo grito, SUÉLTALA PERRO DE MIERDA, ALEMÁN DE MIERDA, NAZI DE MIERDA. El pastor se la trata de montar y también le muerde el lomo y la perra chilla y hace mucho que no siento tanto miedo y me pongo a llorar. Agarro una piedra grande de la vereda y se la tiro. El alemán se me lanza encima y me agarra el pantalón y siento sus dientes pero más siento cómo me miran los ojos de la perra herida. Levanto la pierna derecha y no sé cómo le pateo la cabeza y el perro retrocede y entonces corro, corro, corro. Corro como en todas las escenas clichés de las películas donde alguien corre por vivir.
Llego a la esquina de San Francisco con El Parrón. Respiro apenas y me duele una punzada en el costado. Es el bazo, pienso. Mi mamá creía que ese dolor era bueno, decía “si te duele es porque sientes y si sientes es porque estás viva”. Y viva y en una pieza es como quiero llegar a mi casa. Me doy vuelta y veo al perro sobre la perra. Miro hacia adelante y veo la plaza semi vacía y veo mi casa y pienso en la luz encendida de la pieza de mi abuela y el traca traca incansable de su máquina de coser. Pienso, ayudo a la quiltra o no. Aprieto la guata y vendo a la perra como toda la gente vende y transa a los perros callejeros. Porque son paisaje, igual que los vagos o las palomas, que nadie mira cuando duermen en la calle y nadie echa de menos cuando los autos las aplastan.
Entro a mi casa y escucho a mi abuela que grita mi nombre. No respondo. Me encierro en el baño y me saco el pantalón. Me baja la sangre desde el muslo hacia el pie. No es mucha, pero es sangre. Me limpio con confort y saco un gotero de yodo del botiquín y me echo encima de la herida. Es chica, pero profunda y pienso que si le cuento a mi abuela me van a vacunar y prefiero no decir nada, porque ya tuve suficiente con los colmillos del perro alemán.
Me meto a la ducha y luego me acuesto a dormir con el pelo mojado. Sueño con esos monos animados en los que aparecía un perro que era tan feo que usaba una casucha en la cabeza y en mi sueño el perro feo y gigante se quita su casa-máscara y su cabeza es la del perro alemán y abre la boca como un cocodrilo y me persigue a mí porque soy Judas y yo corro y estoy vestida con una túnica y con las sandalias que usan los apóstoles en Jesús de Nazaret.
Al otro día despierto temprano. No tengo caña, pero igual me duele adentro. Salgo de mi casa y mi abuela me pregunta adónde voy. Yo no le digo. Camino hasta la esquina donde abandoné a la madre perra y obviamente ya no está. En el suelo de cemento hay manchas de sangre y tierra. Las toco y me llevo los dedos a la boca y siento el sabor a fierro de la sangre viva. Me toco la herida y ese ardor también me confirma que lo de anoche fue real. Me levanto para volver a mi casa y entonces la veo. Las tetas colgando y cuatro perritos chicos igual de negros que ella se le refugian detrás. Camino y le aviso con los ojos que la voy a buscar. Y ella se queda muy tranquila en la vereda, sin ningún cordel que la amarre a esperarme ahí.
Del libro Quiltras (Los Libros de la Mujer Rota, 2022)
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