Nota del editor: Dubravka Ugrešić, ganadora del Premio Neustadt 2016, falleció el 17 de marzo de 2023. Es un honor para nosotros compartir este dossier de las páginas de World Literature Today en su memoria. Este texto fue publicado originalmente en WLT Vol. 91, Nro. 1, enero 2017.
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Tras ver el estreno mundial de la adaptación teatral de su cuento “¿Quién soy?”, al que asistieron cientos de personas, Ugrešić mantuvo cautiva a la audiencia con el siguiente discurso.
Los dos primeros libros que escribí fueron para niños. Publiqué el primero a los veintiún años. Abandoné la literatura infantil cuando descubrí que carecía del talento excepcional que poseen sólo los más excepcionales escritores de literatura para niños. Todavía creo que la carrera del autor de literatura infantil –de alguien con el don de Lewis Carroll– es la carrera más dichosa que un escritor podría desear, pues se trata, a la vez, de una elección “natural”: escribir para niños significa prolongar la infancia. Digo esto porque los trabajos de los adultos son útiles, mientras que los niños realizan labores sin aplicación práctica. La literatura en sí misma es una tarea poco práctica. No tiene precio, no puede ser compensada –de la misma manera que un dibujo infantil tampoco tiene precio– y tampoco puede ser manipulada, aunque muchas personas se esfuercen sobremanera en hacer justamente eso, en “manipular” la literatura. Después de todo, ni siquiera los escritores dudan en manipularla.
En algún punto de la historia se decidió que esta tarea inútil que es la literatura debía ostentar un mayor prestigio social. La literatura moderna adquirió este estatus cuando se volvió tema de estudio en las universidades, y esto sólo ocurrió hace unos pocos siglos. Cualquier prestigio social es vulnerable al cambio. Dicho de otra forma, se necesita una enorme cantidad de tiempo para construir una pirámide, incluso para su mantención, pero para destruirla sólo se precisa de un momento. En este sentido, la literatura, en cuanto sistema de conocimiento que ha sido ideado y construido por personas muy dedicadas a lo largo de los siglos, es una creación frágil. Quienes se dedican a la literatura deberían tenerlo presente. Quizás sería adecuado recordar la novela de culto de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, o alguna de las muchas películas postapocalípticas de ciencia ficción. En estas obras, ya no quedan libros. O al menos yo no he visto ninguno. Además, cuando llegue el momento en que todos puedan empezar a escribir libros –y ese momento, gracias a la tecnología, ya ha llegado– ya no habrá literatura. Esto es porque la literatura es un sistema que requiere arbitraje. Los árbitros solían ser personas “con buen gusto literario”: teóricos, críticos, profesores de literatura, traductores, editores, y, no nos olvidemos, los mediócritas de turno: los censores, los vendedores, los “Salieris”, los ideólogos de diversa estirpe (religiosos y políticos). Hoy el mercado se ha declarado a sí mismo el árbitro, como también han hecho los lectores. El mercado se ha aliado con “los lectores predominantes”. Esto no ha dado mayor libertad a los escritores –es más, al igual que los políticos y empresarios, hoy los autores deben complacer al consumidor, al lobby; deben vloggear, postear, tuitear, acumular “me gusta” y expandir con diligencia su colectivo digital de admiradores, que le darán su apoyo y comprarán sus libros–.
Nací en un mundo donde la primera maravilla tecnológica fue la radio. Recuerdo cuando me despertaba por la noche y giraba el dial grande para mover la línea roja a lo largo de las estaciones inscritas en línea en la parte delantera de la radio, mientras escuchaba idiomas que no entendía. Nuestra radio era una Nikola Tesla y tenía una pequeña luz verde que brillaba en la oscuridad. Nací pocos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial en un país pequeño, donde la necesidad de producir bienes con utilidad práctica superaba la de producir juguetes. Por esa razón, recibí mi primera muñeca “de verdad” cuando ya era demasiado grande para jugar con muñecas. En mi primera infancia no me cautivaban los juguetes, sino los libros, la radio y las películas de Hollywood para adultos: los textos, los sonidos y las imágenes que me permitían imaginar que escapaba de mi existencia provincial para adentrarme en un mundo inmenso, emocionante. Me imaginaba el mundo con la ayuda de los libros y el rol de la interactividad –por usar jerga contemporánea– fue enorme. Hoy el campo de la imaginación se encuentra más delimitado; la industria cultural ha satisfecho todas las necesidades con las que sólo podríamos haber soñado en el pasado. Aquí tenemos nuestros productos “premasticados” (Ana Karenina para principiantes), o las versiones simplificadas, readaptadas y comercializadas de obras originales (Ana Karenina y los zombies), o incluso experimentos como los libros holográficos. Hoy, los nuevos medios de comunicación han ocupado hasta el último centímetro del espacio de la imaginación: y se han quedado con el alma, el tiempo y el dinero de sus “consumidores”, sin dejar nada atrás.
Durante mi infancia e incluso durante mi época de estudiante, no se hablaba de las editoriales como una industria, ni había un mercado literario, y aún no se trazaba una frontera definitiva entre la literatura infantil y para adultos. No había psicólogos supervisando los procesos de consumo; leíamos apasionadamente lo que cayera en nuestras manos. Gracias a los medios de comunicación y al mercado, hoy nuestros gustos han sido estandarizados. La poderosa industria nutre cada capilar del consumo en el mundo. En los lugares más pobres de Kolkata, donde la gente habita espacios del tamaño de una caja de fósforos, puede que sean pobres, pero en aquellos hogares improvisados, brillan diminutas pantallas (de televisión o no) día y noche.
En aquellos tiempos lejanos en que había editoriales yugoeslavas, solía cobrarse una tasa bastante impopular conocida como el impuesto a la literatura pulp. Quienes decidieran satisfacer los gustos “prosaicos” de los lectores debían pagar un impuesto para publicar literatura pulp. Si el impuesto a lo popular fuera percibido a nivel mundial, se acumularía una gran cantidad de dinero, que podría usarse para publicar libros de gran calidad y baratos, para acceder a una educación gratis y de calidad, para profesores, artistas y otras personas creativas. Podemos imaginarnos todo esto, claro, pero lo único que se resiste a la imaginación es decidir quién puede evaluar qué literatura es popular y cuál no. No olvidemos que las palabras como literatura pulp y kitsch han caído en desuso. Hace unos treinta años, lo kitsch aún era objeto de debate y estudio entre los teóricos del arte y la literatura. Al menos hasta que el mercado global le dio un codazo a lo kitsch, expulsándolo de su vocabulario. Todo lo que separe “la paja del trigo” es indeseable en un mercado globalizado, que trabaja por venderlo todo y vender tanto como sea posible.
Hay ciertos conceptos clave en el vocabulario del brillante sociólogo Zygmunt Bauman que son relevantes no sólo para la sociedad contemporánea, sino también para la industria cultural, y también para la literatura contemporánea. Uno de ellos es el de “desecho”. Vivimos en una civilización de hiperactividad industrial que genera, entre otras cosas, desechos. Con la llegada de comandos populares como el “copiar y pegar”, surge la necesidad del comando “guardar”1. La era digital en que vivimos está moldeando a la manera de pensar y el carácter físico del humano digital. Nuestros dedos se han adelgazado, alargándose, volviéndose más adeptos, pero además mantenemos ocupados a los oftalmólogos, ajustando constantemente los lentes de nuestras gafas. Nuestro lenguaje también está cambiando. Ahora, no sólo los niños, sino también los adultos, dependen de las abreviaciones y los emoticones. Incluso nuestros emoticones han cambiado, como también lo han hecho nuestros sensores de recepción, nuestros códigos, nuestras formas de comunicarnos, y, sobre todo, nuestro sentido del tiempo. Nos sentimos inmersos en un presente de acceso absoluto, en un ahora despótico. En este sentido, a pesar de tener acceso a buscadores que nos conectan, en segundos, con tiempos pasados, algunos de los especímenes más viejos de la raza humana, como yo, lidiamos con una sensación de discontinuidad cultural. En paralelo con el poderoso y liberador sentido de control que nos entregan dispositivos como el teléfono inteligente, hemos desarrollado un miedo líquido, en palabras de Baumann, una neurosis de la inseguridad (quizás por esto sentimos la necesidad de subir millones de selfis al ciberespacio, para confirmar que hemos vivido).
El cuento “¿Quién soy?” nace gracias a un sentimiento no sólo de seguridad sino también de plenitud literaria que sentía hace treinta y tres años, durante una época en la que me encontraba tan contenta como un ratón descansando sobre una rueda de queso. Mi rueda de queso era la biblioteca, mi trabajo universitario, la certeza de que la literatura era autónoma y que era lo único a lo que valía la pena dedicarme. El cuento que han puesto en escena los estudiantes de la Escuela de Teatro Helmerich de la Universidad de Oklahoma, bajo la dirección de Judith Pender, surgió a partir de un sentimiento de profunda plenitud literaria, de continuidad. Me intrigaba la idea de una lectura desfamiliarizada en el marco de una profunda familiaridad con la literatura mundial.
La literatura de internet, el fan fiction que exploré en el ensayo “Cultura karaoke”, hoy se guía mediante principios similares pero el canon es diferente. No se trata de las obras clásicas del canon literario, sino que pertenecen a un nuevo canon contemporáneo del que participan millones de lectores y espectadores: Harry Potter, la saga de Crepúsculo, Los juegos del hambre, entre otras obras similares.
“DEBEMOS CENTRAR TODA NUESTRA ENERGÍA EN APOYAR A QUIENES ESTÉN DISPUESTOS A INVERTIR EN LA LITERATURA, NO EN LA LITERATURA COMO UN MEDIO PARA MANTENER LA ALFABETIZACIÓN, SINO EN CUANTO ACTIVIDAD CREATIVA VITAL Y ESENCIAL”
Es debido a todo esto, y tal vez debido a la sensación injustificada de que el sistema de la literatura tal como lo conocemos está en decadencia, a medida que la civilización digital conquista los dominios de Gutenberg, que debemos centrar nuestras energías en apoyar a quienes estén dispuestos a invertir en literatura; no en la literatura como un esfuerzo de alfabetización, sino como una actividad vital y esencial, en cuanto se trata de personas que preservarán el capital intelectual, artístico y espiritual de nuestras sociedades. Ni siquiera podría haber soñado que algún día un teatro estudiantil en Norman, Oklahoma, presentaría la primera puesta en escena de mi historia, escrita hace treinta y tres años. Por lo tanto, la continuidad literaria sí existe, y el hecho de que describa una trayectoria geográfica inesperada solo aumenta la emoción.
El paisaje literario que me ha recibido en Norman me ha conmovido profundamente al punto de que, por un breve instante, olvidé las constelaciones políticas dominantes. Olvidé los procesos en marcha en todos los rincones de Europa, olvidé a las personas que obstinadamente nos están llevando de regreso a algún siglo lejano, las personas que prohíben o queman libros, los censores morales e intelectuales, los crueles reescribidores de la historia, los inquisidores de la época actual; olvidé por un momento los paisajes en los que la infame esvástica ha estado apareciendo cada vez con más frecuencia, como en las escenas iniciales de la película clásica Cabaret de Bob Fosse, y los ríos de refugiados cuya cantidad, dicen, es aún mayor que la de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, existe una continuidad en la crítica literaria. El conocimiento de lo que es buena literatura no se ha perdido para siempre. Este es un momento para recordar a Vladimir Nabokov y sus palabras, que pertenecen al ámbito de la crítica literaria, tan necesaria hoy:
Hay tres puntos de vista desde los que puede pensarse a un escritor: podemos pensarlo como un narrador, como un maestro, o como un hechicero. La mayoría de los escritores son una combinación de los tres: el narrador, el maestro y el hechicero, pero es el hechicero el que predomina en él, lo que lo convierte en un gran escritor. Acudimos al narrador en busca de entretenimiento, en busca de exaltación mental del tipo más simple, de participación emocional, del placer de viajar a una región remota en el tiempo o el espacio. Una mente ligeramente diferente, aunque no necesariamente más elevada, busca en el escritor a un maestro. A un propagandista, moralista, profeta: esta es la secuencia ascendente. Puede que acudamos al maestro no sólo en busca de una educación moral, sino también de conocimiento directo, de hechos simples… Finalmente, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran hechicero, y es aquí donde llegamos a la parte realmente emocionante, cuando intentamos comprender la magia individual de su genio y estudiamos el estilo, las imágenes, el patrón de sus novelas o poemas.
Nos encontramos aquí, en el Festival Neustadt, una ocasión para celebrar al hechicero, quien sea que él o ella pueda ser. Nos hemos reunido para celebrar a todos aquellos que han sido, que son y que serán nuestro pasado, presente y futuro: a quienes serán hechiceros…
Norman, Oklahoma
28 de octubre de 2016
Traducido del croata al inglés por Ellen Elias-Bursać
Traducido del inglés al español por Antonia Alvarado Puchulu
1 Nota de la traductora: En inglés, la palabra “save” se traduce como “guardar” en computación, pero también significa “salvar”.
Antonia Alvarado Puchulu es una traductora y estudiante de doctorado chilena. Actualmente se encuentra cursando sus estudios en la Universidad de Michigan. Obtuvo su licenciatura en literatura en la Universidad de Los Andes (Chile) en 2017 y completó su Master of Arts en la Universidad de Oklahoma en 2023. Sus áreas de investigación se centran en la literatura de género del Cono Sur y los estudios de la discapacidad.