“Hoy traduzco un libro que amo desde mucho antes de amar a quien lo escribió, y respondería lo mismo. Pero también diría que el amor está lleno de información que no puede procesarse de golpe”
Para traducir Otra vida, el primer libro del poeta argentino Daniel Lipara, leí finalmente la Odisea. Era importante. Está en el ADN del libro, que metaboliza una epopeya antigua en algo íntimo y sensible: Daniel viaja de adolescente con su madre, su tía y su hermana menor desde Buenos Aires hasta un ashram en Puttaparthi, India. La madre está muy enferma; la tía es creyente de Sai Baba, el difunto gurú, y espera que ese lugar sagrado la cure. Usando epítetos homéricos y cameos antiheroicos, Otra vida es una odisea a escala real, porque todas las vidas están hechas de otras: siglos y siglos de vidas y de muertes, amores y conflictos, pérdidas y maravillas, todas omnipresentes e invisibles.
Leí la Odisea para lidiar a mi manera con las ausencias presentes de Otra vida y afilar mi propia curiosidad por ellas. Fue un ejercicio privado. Pasé meses leyendo la traducción de Emily Wilson en mi Kindle antes de irme a la cama, buscando que el latido de sus yambos se quedara mi oído. A veces, me dormía al compás. Tardé mucho en terminarlo, mucho más que en terminar un primer borrador del libro de Daniel.
Conversando por mail con el traductor Jae Kim sobre el papel que juega el amor en la traducción (del traductor, del lector), me comentó de “Obsesión”, un ensayo de Amanda DeMarco, traductora al inglés de La exposición de Nathalie Léger:
El libro surgió porque Léger quiso armar una exposición de fotos de la condesa de Castiglione para un museo… De modo que Léger es sólo una de las últimas en la larga fila de personas cautivadas por el magnetismo de la Castiglione. Pero Castiglione no era mi obsesión, ni siquiera mi tema… Reflejos de reflejos, la vida de una mujer dentro de otra, y otra, y otra más.
Me resuena. Homero no era mi obsesión cuando traduje Otra vida, ni siquiera mi tema. No necesité pensar cada cosa que Daniel había pensado sobre la Odisea; no necesité lidiar con el poema como él. La leí para dedicar mi atención a la suya. Porque al final, como dijo otra poeta, la devoción empieza en la atención.
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Para traducir el segundo libro de Daniel, Como la noche adentro de los ojos, estoy leyendo finalmente la Ilíada. Es importante. Está en el ADN de Como la noche…, que intercala fragmentos de prosa autobiográfica y poemas en verso hechos con base en símiles homéricos. Abarca la muerte temprana de la madre; cuando se fue de su casa en la adolescencia y se mudó con su mejor amiga; la distancia con el padre, su enfermedad y muerte; el vínculo y la colaboración con una poeta que lo apoyó a él y a su escritura en los últimos años de su vida; el comienzo de una larga relación amorosa. El libro indaga en esos momentos enigmáticos en los que te sientes impulsada a cambiar tu vida. O cuando te atraviesa un subidón y un estremecimiento ante la fuerza de tu instinto resuelto, vívido, cuando no queda otra que cambiarla.
Entre estos pasajes en prosa se intercalan poemas hechos con base en diferentes traducciones al inglés y al español de los símiles de la Ilíada. Breves o elaborados, los símiles desgarran el velo de la épica para revelar otra escena que se esconde detrás, o en su interior. En general, de la naturaleza: leones y jabalíes, estrellas y tormentas y abejas. Los ojos de Agamenón brillan como fuego. Tetis aparece como niebla. Se rasga un corazón, como cuando una ola se levanta hasta el cielo y cae sobre un barco que vacila mientras el viento aúlla contra las velas. Aquiles apoya sus manos sobre el pecho de Patroclo y le canta llorando, como cuando una leona vuelve al bosque demasiado tarde: un cazador se fugó con sus cachorros, ¿dónde están? El mundo natural es silencioso y ensordecedor; se revuelve y se aquieta una y otra vez mientras se sigue transformando, sanándose a sí mismo. Y se entrevera –como siempre– con la brutalidad y la pasión de las personas. Con la escala más humilde de nuestras pérdidas y amores.
“TRADUZCO UN LIBRO EXPLÍCITAMENTE AUTOBIOGRÁFICO QUE HABLA DE PADRES Y DE AMANTES, DE DONES Y DE HERIDAS DEL PASADO MIENTRAS LA PERSONA REAL ME VA CONTANDO MÁS SOBRE ESO JUSTO ACÁ, DEL OTRO LADO DE LA MESA”
Estoy leyendo la Ilíada para lidiar a mi manera con las ausencias presentes en Como la noche…, y afinar mi asombro al invocarlas. Es un ejercicio privado. Pero en otro sentido, charlar con el autor al que traduzco nunca fue tan directo ni inmediato. Hoy pasé un rato leyendo el ejemplar de Daniel de la Ilíada en la versión de Caroline Alexander. O sea que las notas que veo en los márgenes del libro son suyas: suaves, con la letra finita, paréntesis sutiles y flechas y círculos, todo en lápiz. Esta es la evidencia íntima de su pensamiento. Y me conmueve.
Cuando traduzco Como la noche…, Homero no es mi obsesión, ni siquiera mi tema. No necesito pensar cada cosa que Daniel haya pensado sobre la Ilíada; no necesito amarla como él. La estoy leyendo para dedicar mi atención a su devoción (la devoción empieza en la atención). La estoy leyendo porque…
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La cosa es esta. Traduje un libro que me cambió la vida. Se llama Otra vida, convenientemente, y es un poema de Daniel Lipara en quince partes. Me cambió la vida porque así conocí a Daniel, que se volvió un querido amigo. Pasamos años colaborando a distancia, y hace poco nos enamoramos. Estoy leyendo su ejemplar de la Ilíada en traducción de Caroline Alexander porque estamos viviendo juntes.
Mientras escribo esto me pregunto por qué me da vergüenza escribir esto. ¿Qué me preocupa? ¿Que me tomen menos en serio como su traductora, o a él como autor? ¿Que no quiero romantizar su trabajo, ni el mío, ni nuestra relación personal ni creativa, ni la conversación entre escritores y traductores, ni a la poesía y punto? ¿Que no quiero reducir esto a, digamos, un romance? Sí, pero también porque traducir el trabajo de una persona que amo se siente distinto, y estoy aprendiendo a reconocerlo. Y para reconocerlo ante cualquiera –que para mí no es lo mismo por ahora– primero tengo que aceptarlo yo misma.
A veces me digo que no tendría por qué sentirse como algo nuevo. Estoy acostumbrada a traducir a personas queridas. De vez en cuando me preguntan al respecto: ¿cómo afecta la afinidad personal con el autor al proceso de traducción? Al traducir (respondo, en general), mi relación principal es con el texto, no con el autor. Al mismo tiempo (aclaro), la amistad agudiza conmovedoramente la idea de que toda traducción –incluso aunque no conozcas al autor o no llegues a hacerle ninguna consulta o se haya muerto hace cientos de años– es a su manera una colaboración, una conversación. Y (concluyo) me encanta mantener esa conversación en la vida real y en tiempo real. No es indispensable, pero suele ser más divertido.
Hoy traduzco un libro que amo desde mucho antes de amar a quien lo escribió, y respondería lo mismo. Pero también diría que el amor está lleno de información que no puede procesarse de golpe. Traduzco un libro explícitamente autobiográfico que habla de padres y de amantes, de dones y de heridas del pasado mientras la persona real me va contando más sobre eso justo acá, del otro lado de la mesa. Exploro la cadencia de su prosa en mi inglés mientras lo oigo variar y repetir las inflexiones de su español en lecturas de poesía presenciales. Compartimos una vida diaria que crece y se transforma, y el libro hace lo mismo cada vez que lo pienso y lo releo, a una velocidad que a veces me desconcierta.
Siento una porosidad que, cómo decirlo, no hace que traducir sea más fácil, no me agiliza el paso. Es al revés: pide que baje la velocidad.
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Estuve leyendo un libro sobre símiles homéricos en el colectivo, en Buenos Aires. Su sentido y sustancia –explica el investigador– son colaborativos: elementos esenciales de una tradición oral, las “familias” de símiles habrían sido conocidas por el público, permitiendo que cada poeta intérprete los repita, improvise y reelabore. Sobre la página, también. Abren una dimensión paralela en el poema; mueven hacia adelante, hacia afuera, hacia adentro la atención del lector (o el oyente). Escenas de guerra, de matanza, de muerte, de duelo, de peleas interminables entre personas y dioses… Los símiles líricos y en general digresivos las refractan con imágenes de pájaros, árboles, incendios, ciervos, trigo o dolores de parto. Pausan la acción, la ponen en perspectiva, la transfiguran por completo.
Daniel empezó a transcribir y a retraducir los símiles de la Ilíada –me cuenta– cuando no sabía qué ni cómo escribir. Tenía un primer libro publicado, ¿y ahora qué? Su mentora y amiga Mirta Rosenberg estaba enferma, y empezó a agonizar. Habían traducido Memorial de Alice Oswald, que definió su libro como una “excavación” de la Ilíada. Los símiles entraron en el palimpsesto. Imagino a Daniel en la oscuridad, copiándolos.
No dejo de pensar que mi vida, mientras traduzco –despacito– Como la noche adentro de los ojos, y la que tenía la primera vez que lo leí, no son la misma. ¿Cómo ver lo que cambia mientras cambia? Más adelante, tal vez, sea más fácil recordar quién y qué nos acompañaba mientras cambiábamos y no tanto qué andábamos haciendo exactamente. La Ilíada estaba con Daniel, al igual que Memorial y Mirta. Ahora Como la noche… está conmigo, y Daniel, que hornea coliflor en la cocina. Comparar elementos diferentes implica una transformación: el simple hecho de decir que esto es como aquello le permite volverse más sí mismo. O ser más que sí mismo. Quién sabe cuánto. Y eso estoy aprendiendo. Esa incertidumbre. Esa devoción.