Nací en Managua, la capital de Nicaragua, el que desde ese día en adelante llamaría y llamaré mi país. Nací durante uno de los cruentos años de la guerra de contrarrevolución que desangraba las fronteras, dejaba sin jóvenes las casas y sin productos en las estanterías. Ese año el presidente del país era el comandante Daniel Ortega Saavedra. Hoy en día, tantos años después, el mismo hombre se aferra al poder.
Siendo un niño de posguerra, una vez terminado el conflicto, nos tocó enfrentar secuelas que aún perviven en mi generación. Entre ellas la polarización ideológica de la que nada entendíamos, mientras que con loncheras y nuestro pulcro uniforme escolar nos adentrábamos en las aulas de las primarias. Quien había luchado en tal o cual bando seguía siendo motivo de estigma para alejarse de otros niños por orden de nuestros padres, porque la familia de ese niño pertenecía a una u otra facción durante el conflicto armado. Así, de niños, nos tocó aprender que la paz se firma, pero no se consigue.
Por aquellos años y envuelto en ese clima ocurrió la magia: aprendí a leer. El germen de lo que marcaría mi futuro y mi vocación de vida: la literatura. Según cuentan, porque poco o nada recuerdo, fui un niño contemplativo, vivía en una quinta semi aislada en la que carecía de vecinos y mucho menos de niños de mi edad, sumado todo esto a ser el miembro menor de mi familia por muchos años, lo cual me empujó a pasar mucho tiempo conmigo mismo y encontrar en la lectura el refugio de aventuras que todo niño debería tener. No sé si esto me convirtió en escritor, pero es algo que le agradezco a la vida.
No recuerdo una Nicaragua sin conflictos, no recuerdo una Nicaragua en paz. Durante los años noventa la guerra se desvaneció de las fronteras y las montañas, pero se metió en las venas de los nicaragüenses. Protestas, muertes, saqueos inconmensurables de las arcas estatales, corrupción rampante a plena luz del día, miseria más que pobreza, líneas de contraste obscenas entre personas que morían entre la basura en los vertederos y las mansiones de playa de políticos. Aprender de memoria, desde niños, la triste oración que dicta “Nicaragua es el segundo país más pobre del hemisferio después de Haití”, como que si ese segundo lugar y no el primero nos regalara una especie de triunfo sobre algo.
Podría decirse que somos un país al que las tragedias ya le eran indiferentes. Pero luego llegó el mes de abril de 2018 y la vida de los casi 7 millones de nicaragüenses cambió de manera drástica de la noche a la mañana. El descontento generalizado luego de tantos años bajo el mando opresivo del comandante Ortega estalló en las calles con antorchas esperanzadoras, al punto de que muchos pensaban que la dictadura orteguista estaba viendo de manera clara su naufragio. Ortega, al igual que su colega dictador y antiguo enemigo, Anastasio Somoza, venía desde hacía años controlando todos los poderes del Estado, violando la constitución de todas las formas posibles, dominando y tragándose los medios de comunicación, aplastando movimientos campesinos, estudiantiles, feministas… haciendo caer en desgracia a quien pudiera tener la simpatía necesaria para amenazar su puesto, creando una especie de monarquía tropical en la que su familia funge como líder absoluta del país del que se ha lucrado hasta crear una inmoral fortuna astronómica. Pero ese naufragio no llegó. Ortega llevó a cabo lo único que le faltaba para recibir su diploma de dictador: una masacre.
Todas las protestas civiles fueron aplastadas a sangre y fuego por la policía presidencial y grupos paramilitares con armamento de calibre pesado. Los jóvenes comenzaron a ser cazados y asesinados, y el país se vino al colapso en cuestión de días. Cada noche nos quedábamos dormidos al sonido distante o cercano de las metrallas y las detonaciones. En cuestión de días todo lo que conocíamos como nuestra vida y todo lo que nos constituía fue borrado, desaparecido. Lo que estaba roto ya nunca podría volver a rearmarse.
Durante esos días yo trabajaba como director del Centro Cultural Pablo Antonio Cuadra, nombrado así en honor a uno de los poetas más importantes de la vanguardia literaria de Nicaragua en los años treinta del siglo XX. Era el trabajo que más he disfrutado en la vida. Podía, junto a mi equipo y a través del centro, dar espacio a escritores, músicos, teatristas, cineastas y periodistas para exponer sus trabajos y tener diálogos frontales con los espectadores. Todo eso se derrumbó y se hizo insostenible en la medida en que la represión escalaba en un torbellino de muerte y sangre. Y así fue como las libertades fueron cercenadas y por lo tanto mi oficio como escritor, cuya materia prima es la imaginación y la libertad, se hacía insostenible. En ese marco me vi forzado, al igual que miles de compatriotas, a tomar la decisión de salir del país, sin fecha aparente de retorno. Meses después empezaron los encarcelamientos a personas con cualquier ápice de disidencia con la dictadura.
Aterricé en México el 17 de julio de 2018 y me vi en la tarea de reconstruir la vida, con todas las dificultades que eso implicaba y continúa implicando. La historia clásica de quien se ve en el exilio, penurias económicas, dificultades laborales, aprender a nadar en otra cultura y otras costumbres, ser visto como el otro, entender códigos nuevos, jergas desconocidas, memorizar las calles que no eran las mías, sortear errores de comunicación. Y ejercer la literatura.
Escribir fuera de Nicaragua se ha convertido en el concepto de ver la isla desde lejos e intentar entenderla como un todo. Me consuela la idea de tantos fantasmas que me preceden, tantos nombres de escritores que en similares o peores circunstancias se vieron forzados a abandonar sus países y construir sus obras desde otras latitudes o incluso otras lenguas. Junto a varios colegas de mi generación, nos hemos abocado a las autoridades pertinentes en busca de una nueva vida y nos hemos sumado a esa larga tradición de refugio que el país mexicano ha concedido a través de su historia.
Me será imposible por siempre regresar a mi Nicaragua porque esa Nicaragua ya no existe. Los paisajes se mantienen imbatibles con sus lagos y volcanes, pero lo que para mí constituía mi idea del país ha sido erradicada para siempre. Ya sólo vive en el recuerdo. Pero al menos puedo evocarla cada vez que quiero en mi mente o en mis letras. Puedo conjurar Nicaragua, pero nunca más volver a la que fue. Es algo parecido a lo que ocurrió con la generación que vivió el terremoto de Managua en 1972, en unos segundos todo lo que conocían como vida se vino al piso, y la ciudad sólo vivía ahora en la memoria. Algo similar ocurrió en 2018, los amigos se han ido, los lugares han desaparecido, gente querida ha muerto, las dinámicas de difusión cultural han sido erradicadas por el dedazo familiar de Ortega y Murillo.
Ahora escribo y publico desde afuera, trabajo en mis libros con una nostalgia que difícilmente se irá mientras viva, aun cuando la dictadura llegue a su fin y toque la labor de construir un país nuevo; pero ahí está el detalle, un país nuevo, el que tenía, no volverá. O al menos eso me digo mientras escribo. Ahora ejerzo mi trabajo literario en un lugar donde se me es permitido hacerlo en libertad, esa palabra que se ha convertido en sinónimo de subversión en mi país. He tenido la oportunidad de conocer nuevos colegas, nuevos espacios, nuevas lecturas. Enriquecer al escritor nicaragüense que soy con los elementos de otras latitudes, pero sin abandonar la identidad de donde vengo, sin abandonar al niño de posguerra que, al igual que los míos, no había conocido la paz por triste que suene. Todo lo que sume al mundo interior de un escritor también sumará a su literatura.
En charlas con amigos o en entrevistas me preguntan algo inevitable: ¿qué va a pasar con Nicaragua? ¿Cuál es su futuro? Es una pregunta que no puedo responder y estoy seguro que es la pregunta que se hacen casi 7 millones de nicaragüenses todos los días. Sólo nos toca resistir a cada uno en la medida de que seamos capaces de hacerlo. Seguir siendo parte de ese país fraccionado que ahora se ha regado por el mundo en la oleada migratoria más grande de su historia. Nunca he sido partidario de la palabra patria, pero existe algo que no sé explicar y que se lleva siempre dentro, y es algo de lo que uno no puede deshacerse. Reconstruir desde afuera en mi cabeza todo lo que fue y ya no volverá a ser me ha hecho entender como escritor que mi patria personal es la página en blanco, y esa no hay dictador que la pueda arrebatar.