Nota del editor: Este texto fue finalista del primer concurso de ensayos literarios de LALT. Felicitamos a su autor, Mariano Vespa, y nos complace compartir su trabajo con nuestros lectores en el idioma original y en traducción al inglés, realizada por George Henson.
Apenas unas semanas después de la temprana muerte de Carlos Eduardo Antonio Feiling (1961-1997), el filósofo Eduardo Grüner, en un dossier homenaje publicado en la revista La Gandhi, señala que él:
Era perfectamente consciente de que es un error pensar que porque la novela de género remite a un canon supone alguna creencia en la eternidad. Justamente, es al contrario: la idea de género, si se persigue hasta el fin, conduce a la más radical e irreductible (a veces, incluso coyuntural) historicidad, atenta a las condiciones materiales de su emergencia.
Después de haberse dedicado más de una década a la excelencia académica, con estancias en New York y Nottingham, Feiling, que firmaba sus trabajos con la estirpe de un poeta anglosajón, C.E. y respondía al confianzudo “Charlie” o “Carlitos”, se propuso un gesto anacrónico: concebir novelas de géneros populares, algo que materializó con la policial El agua electrizada (1992), la aventura histórica Un poeta nacional (1993), el thriller El mal menor (1996) y el fantasy inconcluso La tierra esmeralda.
El agua electrizada navega en la confluencia de distintas líneas, autobiográficas y contextuales: la peripecia o el misterio inicial, por medio del cual se motoriza la trama; los constantes quiebres en el lenguaje, donde traslada no solo su linaje inglés sino su experiencia como profesor y traductor de poetas latinos; un contexto post dictadura militar y la resonancia de la guerra de Malvinas para su generación, y el fantasma de la enfermedad de leucemia, que lo acechó durante doce años. Apenas se publicó, el crítico Alfredo Grieco y Bavio la reseñó como una novela de la “pérdida privada” y, a su vez, “una novela política que se niega un descanso en la posición ideológica correcta”.
Minuto para el crimen
Tony Hope, un joven profesor de latín, ácido y etílico, recibe un llamado de su madre que lo atormenta: Juan Carlos –“El Indio”–, ex-compañero del Liceo, muerto a causa de un dudoso suicidio. Un papel hallado en el pantalón de su amigo cataliza el desconcierto: “El caso de las mujeres muertas en la bañera”. Feiling recurrió a una investigación del periodista y detective Enrique Sdrech de 1989, en el que dos primas jovencísimas habían aparecido muertas en una bañera, en estado de descomposición. El personaje de El Indio está construido a partir de la biografía de José Luis Ruiz, antiguo colega en la formación naval de Feiling en sus estudios secundarios, héroe de Malvinas, que había muerto en una carátula incierta: “La pistola había sido disparada con la mano izquierda, cosa extraña en un diestro”, puede leerse (p.24). En esa trama inicial, Feiling refiere su propia historia clínica y se la atribuye a la víctima, para sembrar más dudas en el protagonista y potenciar la disyuntiva: “La variedad de leucemia por la que la habían tratado –¿linfoblástica aguda?–tenía un alto porcentaje de recuperación; llevaba más de dos años sin medicar, y del todo sano. Suicidio o accidente, las preguntas eran por qué y cómo”. O vale decir, conjuga dos biografemas –su enfermedad y la de Ruiz– en un mismo recodo. Así lo manifiesta también en el poema “País de mala muerte”, dedicado a JLR: “Territorio del cáncer fueron luego los huesos, /la sangre, las pelotas, cuánto alcanza/ un médico a punzar buscando gruesos/ pecados de la carne con qué medir la lanza”.
Objetos misteriosos
Sus antecesores en el linaje paterno, muchos de ellos homónimos, tenían carrera y reputación militar. Incluso su padre Geoffrey, inglés, había participado en algunas misiones en India. Después de haber cursado sus estudios primarios en escuelas de enseñanza horizontal, a las que accedía no tanto por privilegio social sino por ser el hijo de la profesora de inglés, Charlie se anotó en el Liceo Naval Guillermo Brown, que en los albores de los años setenta tenía prestigio en la instrucción superior. Al principio le sentó bien la efigie militar: el pelo engominado, el saco gris plomo, la camisa pastel, las charreteras, todo relucía cada viernes de 1974, cuando tomaba un tren desde Constitución hasta Río Santiago, una isla cercana a la ciudad de La Plata, para estar hasta el viernes de pupilo. Los fines de semana libres pasaba a buscar a su amigo por la calle Basavilbaso, el reconocido músico Andrés Calamaro, y visitaban algunos stands de objetos antiguos en la feria de San Telmo. Tenían predilección por los blasones bélicos, tocaban los sobretodos militares, se probaban máscaras antigás. Apenas tenían unos pocos billetes para comprar algún que otro pertrecho o una edición vieja de poesía bilingüe. Cuando visité la última biblioteca de Feiling, intacta en 2019, con el propósito de filmarla, entre ejemplares de Joyce, Beckett, Flannery O´Connor, poetas latinos y Peanuts, encontré una granada que imaginé que venía de esa época.
Feiling cursó el secundario entre los años 1974 y 1978, es decir, entre el gobierno de Estela Martínez de Perón y su derrocamiento, y los primeros dos años de la dictadura militar, acaso los más sangrientos en relación a las torturas, muertes y desapariciones. Por tradición, cuando un grupo finalizaba su cursada, editaba la revista Proa al Mar. La dirección del dossier de la promoción XXVII, aunque figuraba “acéfala”, estuvo a cargo de Feiling. El contenido revisitaba los pasos redoblados de la estadía de la isla, sus códigos, el vínculo entre compañeros desde una mirada ácida y reflexiva. Algo debe haber molestado ese número, esa “falta”, dado que los ejemplares que circulaban fueron capturados por las autoridades militares y censuradas con marcas de tinta negra.
Doble de riesgo
La actitud de Feiling durante su estadía en Río Santiago cambió drásticamente. Así lo atestigua El agua electrizada en una de sus escenas primigenias: Tony ve en el velorio a sus excompañeros y se disgusta por completo. Más adelante lo describe: “Se le ocurrió –con espanto y sorpresa– que la dificultad de mantener aquellas diferencias abría paso a sus propias culpas, el asco que sentía por haber estado en el Liceo Naval”. Una distancia que se potenció con la llegada de la Junta Militar al poder, una afrenta personal en tanto imaginaba que en la mismísima isla había torturas y desapariciones. “Hay cadáveres”, le dijo Charlie a su madre, según su última pareja, Gabriela Esquivada, parafraseando al poema de Néstor Perlongher. De hecho, tal como lo reflejan dos escritores egresados del Liceo, Juan Duizeide y Daniel Ortiz en la revista Lucha Armada (2011): no son pocos los insurrectos caídos durante ese período, dado que “que las fuerzas represivas se ensañaron especialmente con los egresados del Liceo Naval, a quienes los servicios de inteligencia del arma siempre mantuvieron en foco”.
En la biblioteca de Feiling encontré un formulario de solicitud de licencia por temas médicos en 1978. Por otro lado, hallé una foto de una visita del miembro de la Junta Emilio Eduardo Massera antes de su retiro, ese mismo año, y en la fila de los cadetes no lo visualicé a Charlie. Estrictamente, la coincidencia de fechas no es firme, pero no deja de ser una confluencia que refleja que Feiling no quería cruzar miradas con el “Comandante Cero”, una forma de escapar de esa burbuja. O quizás pudo haberse escondido en lo que en la jerga se denominaba la “bita”, un lugar escondido atrás del vestuario de deportes y con vista a la escuela naval y al astillero Río Santiago, en donde se iba a descansar y fumar a espaldas de la superioridad. De hecho, en las biografías de los cadetes egresados que aparecían en Proa al mar, escritas los mismos jóvenes, a Feiling ya lo presentaban como alguien desbordado por los cigarrillos sin filtro –con los dedos manchados de nicotina a los diecisiete años–, pero a la vez como alguien afable y como un lector exquisito capaz de establecer discusiones filosóficas con suma consistencia. “Charlie –escribe su colega Iván Pittaluga–, siempre estuviste dispuesto (cuando no estabas en curda), a ayudar y a hacernos gamba, de modo que esperemos que puedas sobrevivir. Por las dudas, te anticipamos que te enterraremos en una caja enorme de Camel”.
En El agua electrizada, Tony encabalga resacas habituales, la tesitura de un académico en retirada, una diplomacia desenfrenada en sus cortejos o levantes –sobre todo con la hermana del Indio– y la obstinada necesidad de resolver el caso. El ritmo de la novela se potencia como una aventura influenciada por Stevenson, una peripecia ligada a P.D. James y a la vez como una suerte de historia de espías. La sutileza se manifiesta en dos planos. Por un lado, en los inserts con los que Feiling corta, fragmenta o desmenuza el corte temporal de la narración, fraseos en inglés de poemas de Eliot, o en latín, de sus poetas dilectos, como Horacio o Catulo, incluso el uso del lunfardo tanguero:
Mors aequo pulsat. Pallida mors. Pede pauperum tabernas regumque turres, encima. Non, Toquate, genuns, non te facundia. Non te restituet pietas. Este mundo, republica del viento que tiene por monarca un accidente: para aquellos que requerían mayores pruebas de la miseria, siempre quedaba la demostración final. Death, justifiabily proud. Escarbó con la bombilla para despegar la yerba que se adhería, terca, a las paredes del recipiente. Luego paso al ritmo brasileño del jarrito contra el taco. Actividad característica del ser humano, producir basura.
Por otra parte, la novela explora la resonancia de las esquirlas de la dictadura cívico militar que para ese entonces, en pleno gobierno de Ricardo Alfonsín, adquirían relevancia: vale recordar, en forma sucinta y simplificada, que se trata de un contexto de crisis institucional donde el presidente promulgó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, es decir, la paralización de los procesos judiciales a los responsables por la desaparición forzada de personas, y la desestimación de la presunción de culpabilidad hacia aquellos subordinados que actuaban bajo las órdenes de sus superiores. Previamente, en la Semana Santa de 1987, un grupo de militares –“los carapintadas”– se habían sublevado para buscar una “solución política” a los juicios por lesa humanidad iniciados en 1985. “La violencia de la vida política argentina obliga a los individuos a ubicarse en lugares completamente extraños y más allá de toda pertinencia. Basta con repasar la historia de los grandes intelectuales de la Argentina para ver el alcance de esa violencia”, le decía Feiling a Guillermo Saavedra en una entrevista en 1992, una forma de condensar toda la atmósfera que rodeaba a su novela debut.
Más de un viaje
Sobre el final, Tony intenta resolver los enigmas circundantes con apremio: un viaje próximo a Inglaterra lo estimula: volver a sus orígenes o retomar una cuenta pendiente, ir a trabajar allí como catedrático. En su ensayo personal Black out, María Moreno esboza una silueta certera sobre Feiling, fundamentalmente a partir de las borracheras compartidas y a su relación con Inglaterra. En 1982, en plena guerra de Malvinas, Feiling es convocado para “estar en el frente” como traductor. “No repararon en su sangre”, escribe Moreno, al soslayar que justo en ese momento un análisis “preocupacional” le detectó leucemia. “Charlie se hizo argentino por representar una metáfora de la literatura nacional, a la Patria como un organismo enfermo. ¿Pero qué Patria?”, reflexiona. Su sangre inglesa, que tanto lo identificó y lo formó, con sus padres y sus lecturas iniciáticas, también, en algún punto lo condenó. “Es trágico, pero a la vez metafórico”, me dijo Andrés Calamaro, que lo describió como un aristócrata plebeyo, atrevido, libertino, con una impronta similar a Francis Bacon. Fue el mozo del bar La Paz, un enclave fundamental en la historia cultural vernácula, cerrado durante la pandemia por covid, quien lo anotició de la enfermedad de su amigo. Una metáfora más que potente. Es que, en los pubs ingleses, o en los bares porteños, Feiling transitó sus últimos años como un desafío sin ataduras, sin importarle su mal de la sangre, y los entornos coyunturales, para consolidarse en pocos años como uno de los escritores más refinados en la tradición argentina.