Nota del editor: Nos complace publicar, en edición bilingüe, el ensayo ganador de nuestro primer concurso de ensayos literarios: “El dinero y la escritura” de la escritora mexicana Olivia Teroba. Sobre el ensayo, el jurado del premio dijo lo siguiente:
“‘El dinero y la escritura’ es un ensayo autobiográfico, escrito en tercera persona, que describe minuciosamente un mapa anímico y profesional. Se trata del registro del día a día de Olivia Teroba, su autora, y nos hace pensar, a su vez, en la realidad de muchas escritoras que intentan consolidar un oficio y una estabilidad económica desde el ámbito de la literatura (vale decir, desde lo académico, creativo y editorial). De este ensayo destacamos su claridad discursiva, su carácter incisivo y sus citas oportunas, su particular manera de afrontar las dificultades con los recursos de la creación literaria.
Siguiendo las reflexiones iniciadas por Simon Leys en La felicidad de los pececillos (2019), el ensayo de Olivia Teroba, ‘El dinero y la escritura’, se arriesga con uno de los temas menos explorados de la literatura: la relación entre el dinero y el oficio de escribir. La autora se desdobla en una tercera persona que, al mismo tiempo, puede ser cualquier otra escritora. Sin romanticismo y con una prosa controlada, casi descriptiva, Olivia Teroba registra con la precisión de un sismógrafo los vaivenes emocionales que implican el riesgoso oficio de escribir. ‘El dinero y la escritura’ también es una fría confesión; un recordatorio urgente, una larga meditación acerca del oficio literario, los extractos de un diario literario escrito en secreto. En suma, un ensayo tan híbrido como original”.
—
Una escritora gana un concurso de cuento. Un amigo le pregunta qué sintió al enterarse y ella responde: “nada”. Se arrepiente casi de inmediato. No es la respuesta más lógica ante una buena noticia. Sin embargo, es verdad. La euforia fue eclipsada por la angustia cotidiana de sostenerse: comprar comida, pagar el gas, la luz, el internet, ir al médico; y, además, mantener su escritura, es decir, hacer de ésta una práctica cotidiana, ocupar cada espacio posible de su tiempo creando mediante la palabra. Este propósito la ha conducido a buscar retribuciones monetarias en todo tipo de oportunidades que se presenten, con la condición de que estén relacionadas con escribir: concursos literarios, becas, contribuciones a revistas, publicación de libros con pago de regalías. También ha dado cursos, talleres, asesorías; ha realizado correcciones de estilo, traducciones, ghostwriting. Pero nunca alcanza el dinero, ni tampoco hay garantía de su presencia en un futuro próximo. Las becas tienen periodos limitados, el monto de los premios, por exorbitante que parezca, nunca dura más de un año; las regalías no compensan el esfuerzo que implica escribir. La enseñanza, si bien es disfrutable, requiere una cantidad de tiempo de preparación que no es proporcional al pago recibido. Los trabajos editoriales suelen ser retribuidos con la mitad de lo que indica el tabulador que es supuestamente el oficial.
La industria editorial, es decir, las actividades que rodean la producción y venta de libros, y el campo cultural, es decir, las actividades que organizan instituciones gubernamentales y privadas que promueven y difunden la literatura del pasado y las prácticas del presente; incluso la industria del entretenimiento, cuyas ideas originales surgen muchas veces de novelas, libros de cuento o ensayo, tienen como última preocupación a quien escribe. Casi podría decirse que el campo cultural se mantiene de la precarización del trabajo de la escritura.
La escritora persiste con estas actividades porque presuntamente le otorgan la libertad de acomodar su tiempo a su antojo y así escribir sus cosas, aquello que necesita escribir: historias que la interpelan, ideas que la intrigan, emociones que se desbordan. Con ese propósito en mente, sigue metida en este ciclo del futuro incierto: trabajo extenuante con un plazo de entrega menor del necesario, pago retrasado (uno, dos, tres meses), adquisición de deudas, llegada del pago, pago de las deudas, nuevo trabajo extenuante, adquisición de deudas otra vez.
Recientemente, sacó una tarjeta de crédito. Por mucho tiempo rehuyó de ellas debido al historial familiar: creció escuchando palabras relacionadas con la cuenta bancaria, metidas en conversaciones funestas: buró de crédito, pago mínimo, negociación; una pequeña burbuja que tras varios años explotó y dejó a la familia viviendo permanentemente en deuda.
¿Será que ahí se formó el hábito de endeudarse? Ella tiene siempre una lista larga de pendientes, de cosas que le debe a alguien, ese alguien puede ser una revista, una editorial, una institución, un mediador de lectura. Escribe, también, desde la deuda, porque las becas son exactamente eso: un pago que se recibe de antemano, con la promesa de realizar un número determinado de cuartillas.
Los trabajos editoriales que realiza son la otra cara de la deuda: ella trabaja, entrega, y recibe el pago en uno, dos, tres meses. Ahí ella es la acreedora, pero sin intereses. Entonces, por eso, le ha funcionado la tarjeta de crédito. Ya que sus ganancias las obtiene siempre a destiempo, le conviene poder gastar por anticipado el dinero que le han prometido que le harán llegar.
Las promesas de futuro son otro aspecto importante en la ecuación de la escritura: los concursos, así sea por dinero, becas, residencias. La escritora trabaja extenuantemente, está siempre atenta para no dejar pasar ni una oportunidad. Hace poco vio una obra de teatro, Sorteo Local, de Valeria Lemus y Diego Cristian Saldaña en el Foro Shakespeare. Ellos hablaban de las maneras en que se solventa el teatro en México: becas, apoyos, festivales, dispuestos a concurso. “Concursamos por apoyos a nuestro trabajo creativo como si compráramos un cachito de lotería, esperamos que nos ilumine la suerte”, dijeron.
Evidentemente, y eso se nota en su escritura, la escritora está exhausta. Con estos apoyos, becas, premios, trabajos editoriales mal remunerados, talleres esporádicos, etcétera, ha publicado dos libros de cuento, uno de ensayos, está escribiendo una novela. A veces, incluso, tiene tiempo para leer. Pero el cuerpo cobra factura, nunca mejor dicho. Hace unos meses le diagnosticaron burn out. Con el medicamento psiquiátrico, pudo deshacerse de la presión y la ansiedad, al menos como sensaciones corporales. Pero mientras lo tomaba, también dejó de escribir. Porque, lo descubrió con pesar y vergüenza, aprendió a sostener su escritura de la angustia, de la espera, de la deuda.
Entonces se pregunta cómo seguir escribiendo.
Cómo continuar con su labor creativa y evitar que ésta implique el sacrificio de su tiempo libre, de su salud física y mental.
Cómo escribir sin que pensarse escritora devenga en sufrimiento.
Cómo escribir sin pensarse una mártir de la escritura, a la manera en que se perfilan las figuras de aquellos escritores y escritoras que dieron prioridad a las ideas y su representación hasta sus últimas consecuencias, sin apoyo alguno de instituciones, mecenas, sin interés de la sociedad por sustentar su obra, al menos no mientras estaban vivos: César Vallejo, Elena Garro, Roberto Bolaño, etcétera. Y que murieron en la miseria. Y, después de muertos, empezaron a ser exitosos.
La escritora sabe de escritores e investigadores contemporáneos que han muerto de enfermedades tratables por no tener seguro médico. O de algunos que, con todo y el seguro, sobreexplotaron sus cuerpos para escribir, hasta que no pudieron más. Ha escuchado hablar de infartos, derrames y atrofias musculares de quienes se dedican a la escritura y a varios otros trabajos más con tal de mantener su habitar del mundo a través de la palabra.
Ha escuchado hablar de suicidios.
La escritora detesta la romantización de esa precariedad. Y detesta aún más el aprovechamiento económico de las publicaciones de aquellas personas, cuya obra al fin genera plusvalía, pero no viven para disfrutarla.
La posteridad es una trampa del mercado cultural, piensa la escritora. Que se sostiene, en gran medida, de ideas y productos que provienen de la escritura, pero se despreocupa de los escritores.
La posteridad es, también, una trampa de las instituciones culturales que se legitiman con el trabajo intelectual de escritores, vivos y muertos, pero no toman en cuenta cómo se produce dicha escritura. Explotan a su beneficio las labores creativas de otros, bajo el sobreentendido de que se escribe por amor al arte.
Pero la escritura es un trabajo, no filantropía. O eso quiere pensar la escritora.
Escribir desgasta el cuerpo, lleva tiempo: para dudar, para buscar respuestas, no encontrarlas y volver al inicio.
Escribir requiere silencio, ese tipo de silencio que nos permite pensar.
Requiere un lápiz y una pluma y, mejor aún, un procesador de textos.
Requiere estirar los músculos de vez en cuando.
Requiere un cuarto propio, que puede ser material, sí, pero también puede ser la metáfora del lugar donde nos instalamos para escribir sin que nos molesten, sea la cocina, el sillón, el comedor mientras los demás ven la tele en la sala, o una banca en el parque. Puede ser la metáfora del espacio mental que dedicamos a pensar en qué y cómo escribir.
Como metáfora, funciona el cuarto propio. Como espacio material es problemático. Porque, se percata la escritora, la fantasía del cuarto propio se sostiene en una casa propia. Y ella no tiene ninguna de las dos cosas.
Pero esta escritora se contiene constantemente, vuelve sobre sus pasos, intenta mantener la calma. Respira tres veces, como le enseñaron en terapia. No quiere mentir, intenta siempre ser sincera, aunque eso termine invariablemente mostrando sus contradicciones. Porque, por más que se queje, por más que esté molesta, ella, en efecto, tiene un espacio físico para trabajar y escribir.
Es un viejo departamento, un tanto incómodo, en un barrio de clase baja, donde hace un calor insoportable en primavera. El espacio nunca es suficiente, porque lo comparte con otras dos personas. Pero tiene un lugar, quizá no propio, pero al menos no le es ajeno. El departamento pertenece a su familia trabajadora de clase media.
Cosa curiosa: al principio, cuando ella era una adolescente a punto de entrar a la universidad, el jefe de la familia se negó a apoyar su vocación. Aunque en ese entonces la escritora se lo tomó personal, lo que generó un sinnúmero de discusiones y desencuentros, ahora lo entiende, o cree que lo entiende mejor. Una familia de clase media no tiene los recursos para sostener a una persona que no dedicará su tiempo a ganar dinero, sino a estudiar, leer y escribir. Tampoco harían el sacrificio de gastar lo que no tienen para solventar dichas actividades. Y es que, para ser sinceros, su familia de clase media no está precisamente acomodada. Sino incómoda. Descansa poco. Desprecia el ocio. Y la lectura y la escritura, a su modo de ver, son puro y genuino ocio.
Pese a su reticencia, la familia mantiene una sólida red de apoyo mutuo. Nunca dejarían desprotegida a una de los suyos, por más que insista en dedicarse a una actividad, a todas luces, sin promesas de futuro. Así que, después de ires y venires, de tiempos de independencia marcada por la soledad y la precariedad más absoluta y vergonzosa para ella, después de robar comida de supermercados y ahorrar en lo más mínimo, desesperadamente, sin pedir ayuda, por fin, gracias a circunstancias que no vienen al caso, la escritora y su familia llegaron a un acuerdo: le concedieron un espacio para vivir. Le prestaron, mejor dicho, un espacio. Con “v” de vuelta, como suele decirse en la localidad donde ella creció. Así que vive en un lugar que no es propio, pero al menos no es ajeno.
Así que su escritura se sostiene, en parte, gracias a este hogar. Sus palabras dependen de los cimientos que se pagaron con turnos dobles de su abuela y cargos de funcionario público de su abuelo. Ella utiliza el patrimonio familiar para sostenerse. Y no les devuelve nada a cambio, solo palabras.
Pero, se pregunta, ¿es necesaria una estabilidad material para la escritura? Necesaria no, porque la escritura surge donde y cuando puede surgir, como puede. Pero es deseable. ¿Tenemos derecho a desear, planear a futuro? ¿Es mucho pedir tener una casa propia?
La escritora piensa en lo irónico que es hablar de dinero cuando lo único que tiene en este momento son deudas. Hay dos pagos que le van a llegar, pero no sabe cuándo. Escribe al respecto y le gana el pudor. Borra pudorosamente. Su escritura es borrar y reescribir. Teme que suene a lamento, a queja que no llevará a ningún lado. Porque la escritura, según ha aprendido, tiene que ir de un sitio a otro. Del punto A al punto B. Cómo conducir sus quejas de un sitio a otro, una buena pregunta. Llevarlas a un lugar que pueda ser una exigencia con el puño cerrado.
La escritora conversa con un colega sobre la escritura desordenada y caótica que reconoce en sí misma. Un defecto de estilo, la falta de mesura y contención de sus palabras. No entiende por qué tiene la necesidad de contarlo todo en un espacio muy breve. Se pasa de cuartillas, no puede mantener la unidad en los textos. ¿Por qué se desborda así?
El escritor le responde: “Quizá tiene que ver con tu origen. La sensación de no saber cuándo tendrás de nuevo la palabra. Por eso te desesperas y quieres decir todo al mismo tiempo”.
Si tuviera los recursos, piensa la escritora, escribiría, leería más y mejor. Podría escribir una obra amplia, decorosa, perfecta. Si tuviera el capital cultural, simbólico, quizá sería todo más fácil. Si tuviera dicha tranquilidad en su vida, no escribiría sobre la desesperación de quien forma parte del cognitariado y se empeña en la insensatez de crear. Su obra tendría más sentido, sustento, sería leída por más personas. A veces, en los días desesperados, eso piensa.
Sabe que hay algo de verdad y algo de exageración. Como en toda serie de pensamientos que ocurren en el desempleo. Pero es que ella siempre está desempleada, y a la vez cargada de trabajo. Escribir es habitar una caja de Schrödinger donde hay trabajo y no, hay dinero pero aún no llega; hay publicaciones, congresos, encuentros, lectores, pero es imposible vivir de escribir.
La escritora intenta hacer un manifiesto, pero es muy siglo XX, piensa, la literatura no debería ser un panfleto (Adorno), los manifiestos son categóricos, piensa, pero se sienta a la mesa y escribe (Gelman).
En dicho escrito, invita a reconquistar el derecho al ocio, y con éste el derecho al esparcimiento y los espacios públicos amplios, verdes, caminables, cercanos, de los cuales se pueda apropiar la gente para realizar actividades creativas. Denuncia que México es el país con más horas de trabajo y menos vacaciones en toda Latinoamérica. Exige más horas libres, sin descuidar lo que conlleva: mejor administración del trabajo, mejores sueldos.
Propone que el tiempo obtenido pueda ser utilizado para leer o no leer, escribir, crear, o no hacerlo. También puede usarse para mirar el cielo. Es el secreto del ocio, apunta. No debe pensarse con finalidad alguna, como todas y cada una de nuestras actividades en la sociedad utilitaria centrada en la producción de beneficio privado que conocemos.
El manifiesto se suscribe a que el 2 de mayo sea el Día internacional del ocio, como propuso el argentino Cutral. Y es que si hay un Día del trabajo, tiene que haber un Día del ocio.
Hace énfasis en el campo literario, que la escritora conoce mejor que otros. Apunta que no se puede formar un país de lectores sin tiempo ni espacio para leer. Si pensamos la escritura como un trabajo, el descanso debe formar parte esencial de la misma.
Concluye explicando que esta exigencia se plantea apenas como un primer paso hacia la dignificación del trabajo de los agentes culturales en general y de los escritores en particular.
“Exigimos que nos devuelvan a escritores y lectores el tiempo y espacio para crear nuevos significados y formas de pensamiento. No nos conformaremos con el razonamiento dicotómico y lineal impuesto por aquellos que quieren mantenernos cansados, insatisfechos, embotados. El descanso es el primer paso para una muy necesaria insurrección de las ideas”, termina.