Historia argentina es un libro de cuentos, una máquina de formateo, un nodo de encuentro, un artefacto de acción, un texto fundacional, un temblor, teoría literaria, un estudio cultural y una pieza de colección. Historia argentina es también un momento en la historia. Una historia que tuvo un inicio concreto: un instante de transformación en el cual la gran “Historia” en mayúscula singular se abrió en las posibilidades de la pluralidad minúscula de las “historias”. Esa transmutación, entendida como el paso del umbral de la realidad a la ficción, ocurrió a inicios de la década del noventa del siglo XX, cuando la literatura latinoamericana (y en específico la argentina) se encontraba en una encrucijada que generaba tensiones entre la construcción de la identidad nacional, la invención futura de lo literario y la desintegración de las fronteras genéricas. Fue en ese instante en que apareció Historia argentina (1991) de Rodrigo Fresán, libro de cuentos que se instaló en el devenir histórico literario como una máquina que reformateaba el sistema de representar la memoria y la escritura, y que abría las puertas para lo que sería el foco de la creación en el continente en el posterior periodo de entremilenios.
Pensar en retrospectiva la centralidad que tuvo Historia argentina para la literatura latinoamericana demuestra cómo fue un nodo de encuentro y apertura: encuentro de las largas preguntas e incógnitas que se fueron hilvanando durante el llamado postboom y apertura de posibilidades narrativas que eclosionaron y marcaron una tendencia de escritura hasta el día de hoy. También podríamos pensar este libro como un artefacto que, más que contar historias, acciona un ciclo de interacción entre historia y literatura donde confluyen las largas tradiciones ficcionales; en un diálogo productivo y múltiple, tanto historia como literatura se reformulan mutuamente y se adaptan a nuevas formas de pensar qué y cómo narrar.
También podríamos pensar que Historia argentina también tuvo su propia historia, una que empezó a germinar veinte años atrás. Ya en las décadas del setenta y el ochenta se había debatido el papel de la literatura dentro de los procesos políticos que ocurrían en el continente, teniendo como derivas posibles la respuesta a los absolutismos, un duelo por las acciones represivas de las dictaduras y una necesaria reinvención de las ficciones que contaban la historia desde lo post dictatorial. Sin embargo, al iniciarse los noventa, estas posibilidades se estancaron al no encontrar en sus poéticas espacios de diálogo entre una historia reciente de heridas abiertas y una política neoliberal de corte global. Para algunos grupos letrados del momento, estas dos esferas parecían irreconciliables, más cuando el regreso a la democracia había llevado a finales de los ochenta a la elección de dirigentes que estaban cerca de las políticas de privatización y la corrupción burocrática. Cuando el camino parecía sin salida, dada la aparente oposición de estas dos esferas que preveían el porvenir cultural, Fresán activó una posibilidad ficcional que, no solo permitía usar los elementos de las nuevas políticas económicas y culturales para hacer una crítica severa a ellas mismas, sino mostrar cómo una generación que había vivido la dictadura a través de narraciones ajenas podía contar su experiencia.
Pero, expliquemos mejor esta activación. Desde una visión del simulacro, las narrativas de finales de los ochenta parecían cáscaras huecas que remitían a un mismo punto de vaciamiento de la experiencia. El realismo mágico que había dominado la estética literaria desde los sesenta se había convertido en una fórmula exótica que era comprada por la academia norteamericana, la literatura testimonial había perdido su relación referencial con la verdad al multiplicarse como una estructura automatizada, el lenguaje audiovisual creaba sus propias mitologías internas que competían con los héroes patrios y la literatura se quitaba el velo de ser alta cultura para establecer lazos con la cultura popular. Para quienes nacieron en Argentina a mediados de los sesenta, los testimonios de la dictadura se mezclaban con invenciones de la infancia, historias familiares, programas de televisión y con episodios de ídolos pop. Al final, todo se mezclaba para convertirse en historias: en literatura. En lugar de partir las aguas para conservar cierta idea de pureza entre todos esos discursos que apuntaban a la ficción, Fresán apostó por la contaminación, por narrar desde esa mixtura de posibilidades para construir una nueva Historia que perdía su estatus de unicidad y daba paso a la variedad de las historias personales. En ese proceso, el discurso neoliberal se convirtió en productor de metáforas y parodias, lo testimonial tomó herramientas del fantástico y el realismo mágico se invirtió para convertirse en lo que Fresán llamó el “irrealismo lógico”. El resultado fue Historia argentina: un texto fundacional que no solo ensanchó el campo literario a una visión mucho más amplia de la realidad latinoamericana de finales del milenio, sino que anunció el posteriormente disruptivo movimiento “McOndo”.
También podemos decir que Historia argentina fue un temblor, un movimiento de capas tectónicas que desordenó el lugar de los conceptos fijos que sostenían la cultura y creó un nuevo paisaje. En ese nuevo panorama horizontal, historia y literatura se convirtieron en ruinas, en polvo que se mezcló y se combinó para convertirse en una nueva sustancia desde la cual renació la ficción. Fresán propuso que los hitos de la historia de Argentina ya no debían estar en pedestales monolíticos, sino que apostó por la maleabilidad de los íconos populares. No se interesó por darle de nuevo la vocería a los personajes legitimados por la Historia reconocida, sino que le dio la palabra a personajes secundarios que construyeron versiones alternas y fantásticas de eventos que marcaron la construcción de una nación. No es gratuito que el libro se inicie (desde su segunda edición) con unos padres de la patria quijotescos que contienen dentro de sí la historia cifrada de Argentina y que atraviesan en un parpadeo a los malones y a Maradona, al realismo mágico y a la pampa; para terminar hundidos en el mar, narrados por un grumete de segunda clase. Al igual que estos personajes construyen paradigmas periféricos de la historia argentina, vemos pasar por las páginas del libro a Eva Perón, a los soldados de la Guerra de las Malvinas, a los desaparecidos de la dictadura de Videla, a Borges, a Sandro de América, a la guerrilla de Montoneros y a torturadores; desde una mirada que no los recentra en esa narrativa de legitimación, sino que los ubica como el fondo (borroso pero imprescindible) de las historias individuales de ficción.
En Historia argentina los soldados de Malvinas sueñan con conciertos de Rolling Stones, los guerrilleros tienen crisis espectrales, las finales del mundial se juegan en la clandestinidad de la tortura, los libros tienen segundas partes que no tienen primera y los secuestradores llevan a sus secuestrados a partidos de fútbol. Hay personajes de libros inexistentes y escritores que reflexionan sobre libros que aún no han sido escritos; la escritura toma la sustancia de la oralidad y los cruces de camino entre páginas, personajes y eventos, es más común de lo que podemos imaginar. Y sobre todas estas historias, planea el fantasma de un narrador que, desde la digresión, conecta y une los puntos de una historia que no avanza de manera lineal, sino en saltos temporales y temáticos. Por eso Fresán decide contar, no desde la tercera persona de la historia (objetiva y omnisciente), sino que construye una primera persona sólida e íntima, interesada en reconstruir las sensaciones y las opiniones, más que en mantener un hilo narrativo claro y lineal. Esta estructura de unos relatos que están intervenidos por digresiones constantes, referencias metaficcionales, citas y entrecruzamientos de personajes, es una de las marcas de la escritura que se encuentra en toda la obra de Fresán pero que ya está aquí en toda su dimensión. La historia desmantelada, no responde a la narración de los hechos verificables, sino a rumores y a una auto legitimación de corte hipersticional; la veracidad es sustituida por una verosimilitud interna; los relatos se referencian mutuamente para construir un universo complejo, que al final se muestra como más verdadero que la misma Historia.
También leemos a Historia argentina como una teoría literaria, como una propuesta crítica que coincide con las grandes preguntas que en los noventa se realizaban desde academias y universidades. Es un libro que responde a una serie de formulaciones que desde la historiografía de los ochenta se marcaban como una opción de interpretación de la ciencia histórica y que se condensarían en la propuesta de la metahistoria de Hayden White: podemos entender a la literatura como otra forma de narración (en la mayoría de las ocasiones más real y acertada) de la Historia. Es por esta razón que encontramos en un mismo nivel jerárquico lo que se considera popular y alta cultura; realidad y ficción; mitos y hechos. Si con White comprendemos la Historia como un mecanismo narrativo que permite crear la ficción de la nación, podemos encontrar en Fresán un juego de espejos donde lo propio no solo se define desde un “lado de afuera” (omnipresente en todo el libro), sino que permite comprender la Historia nacional como un texto modificable, interpretable e incluso borrable. A un personaje le basta con teclear la palabra “Argentina” y presionar la tecla “delete” en el sistema que contiene la cultura para que toda una nación desaparezca y no deje rastros tras de sí; si Argentina es también el resultado de su literatura, es posible entonces hackear los núcleos narrativos que la han construido para que toda la Historia se invierta.
Finalmente, Historia argentina también se puede leer como un estudio de la influencia de la cultura de masas y el poder ideológico que han tenido en la construcción de un imaginario de nación objetos culturales como los cómics, la ciencia ficción, el rock o las películas. Fresán evidencia cómo el campo de lo popular (que había sido dejado de lado en pro de un elitismo anacrónico) es el espacio adecuado para la reformulación de una idea de país que devele lo nacional como una ficción más; las posibilidades simbólicas de los íconos del mercado se convierten en herramientas para la construcción de las nociones de identidad que estaban en constante cambio a finales del siglo XX. La aparición Mickey Mouse disfrazado de aprendiz de mago para comprender una visión-otra de la Guerra de las Malvinas, permite ver la potencia paradójica que tiene el lado de afuera para construir las nociones de “lo propio”.
Por todo esto, el narrador espectral del libro (un “yo” que flota insistente sobre todos los relatos) reflexiona constantemente sobre el montaje de la escritura y su papel como quien permite, desde la palabra, la existencia de sí mismo y de una noción del otro. Es una voz que hace gestos de sustracción y adición para deconstruir el relato a medida que se construye; es una presencia en la cual se conjugan de manera sincrónica autor, narrador y personaje como entes que se unen por coincidencia y fatalidad, y que en esa unión iluminan el relato y enriquecen la literatura como punto de partida y de llegada.
Historia argentina es todas esas lecturas y objetos, todas esas acciones y exploraciones, y muchas más. Su corazón está atado a la digresión, a la expansión, a la potencia de futuros. En su camino ha atravesado diferentes versiones y editoriales: desde su inicio planetario en la Biblioteca del Sur, pasando por sus múltiples presencias en Anagrama, en Tusquets o en Random House (porque también es una pieza de colección que satisface nuestro lado maniaco); con cada renacer, Historia argentina abre las posibilidades de lectura y de interpretación. Cada reaparición es la ratificación de la centralidad de una obra que, sin dudarlo, definió la literatura latinoamericana hasta el día de hoy. En la última página del libro, el narrador comenta “éste es, supongo, el fin de la historia, el final de mi historia argentina”, pero sabemos que ahí se marca el inicio de algo más: del instante cuando el encuentro entre literatura e historia estalla en posibilidades por venir.