Brecha de paralaje
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche
Borges
Mantener
el equilibrio sobre un tronco
a lo largo de un río
era un rito habitual entre los leñadores
que acarreaban madera
en otro tiempo.
Así que me subí a un tronco flotante
mientras vos me mirabas
sentado a la orilla del río Vantaa
y entre los dos
se abrió una brecha de agua:
yo danzaba en un árbol navegante
y aunque no te movías, te subiste conmigo.
Fue una excursión de paralaje:
el movimento aparente de un objeto
causado por el cambio
en la posición de quien lo mira
ocasiona la unión entre las partes.
Aferrada a la humedad de la madera
volví a ser esa niña silenciosa
que jugaba a la mancha con los ciervos.
¿Vos también escuchaste
el crepitar de la memoria sobre el tronco?
Pasó el tiempo
y nos perdimos de escena
pero yo te sentí, amor,
inmóvil y a mi lado, flotando por el río.
Esa tarde supiste que soy como Finlandia.
Sólo puedo existir
si me imaginas.
En un vestuario de Naantali
Después del sauna
voy allí
donde generaciones de mujeres
van sacándose
las botas o las bragas.
Hay un desfile
de piernas de gacela
de cuellos arrugados, celulitis
tatuajes de ideogramas
o delfines.
El clima es agradable
y tenemos la suerte
de no estar
en un campo de exterminio.
Mis zapatos me esperan bajo llave
en un armario propio
y no
en una pila anónima.
Reconozco
a la chica del pubis pelirrojo
a la anciana del rostro compungido
los glúteos de una joven
la inglesa con su tanga y cavado brasileño
enseñando hasta el clítoris
la rubia finlandesa que agita sus pezones
si se peina el flequillo.
Me miro al espejo de pared.
Se ven mis accidentes, decisiones,
los signos del amor.
Mi lunar al ombligo. La cesárea mal hecha.
El esternón dañado por el golpe
de un cinturón de cuero, cuando niña.
¿Es la errancia
de un dios inaccesible
que va sembrando huellas
en los cuerpos?
La piel cuenta la historia mejor que las palabras.
Pero no permanece.
La herencia
En el trabajo,
una cuchilla eléctrica
le cortó un dedo a mi padre.
Dicen que levantó su pulgar ensangrentado
y lo arrojó a la basura,
sin hablar.
En casa nos dijo que fue una herida limpia.
Indolora. Ni siquiera sangró.
Vivió en serenidad, sin dos falanges,
pero a veces las cosas
rodaban por sus manos
o quería agarrar una botella
y arañaba la luz.
Cuando le preguntaban
por qué no usaba más el brazo izquierdo
respondía
que era esa su forma de tocar:
intuir la curvatura de un objeto
con su dedo anterior.
Quizás, a mí también, una cuchilla
me privó de un pulgar.
Y eso explique
el apego a las caídas,
la obstinada
constancia de palpar
el vacío
de lo que fue real.