La Marieta era hija de los peones de nuestra hacienda en Machachi. Bien bajita, siempre llevaba el pelo hecho una trenza cosida. Tenía la piel parecida a la del café con leche que mi papá nos hizo tomar desde pequeños y era la sexta de sus hermanos. Sus papás habían trabajado para mis abuelos, y sus abuelos para mis bisabuelos. Toda la vida vivieron en esa casita hecha de un cemento que sobró cuando se alzaron paredes en el corral de las vacas. La casa quedaba hacia la parte de atrás de la hacienda, justo al costado de los corrales. No la conocí por dentro a pesar de que la Marieta me invitó un montón de veces. Mis papás me lo tenían prohibido y a los suyos tampoco parecía gustarles la idea.
Lo cierto es que nos hicimos inseparables. Desde que ella tenía cinco y yo tres, pasábamos juntas todos los fines de semana y feriados en la hacienda. Jugábamos a la cocinita con las ollas de barro, a las carreras, a las escondidas, pero sólo en los jardines delanteros para no perdernos; a encontrar piedras chicas de color blanco, que era muy difícil porque en la hacienda eran grises; a correr a los perros, y mientras íbamos creciendo también montábamos los caballos y ordeñábamos las vacas.
A mi mamá no le gustaba que me juntara tanto con ella, por eso hubo una época en que me obligaba a invitar a alguna amiguita de la escuela, pero terminábamos jugando las tres o la invitada era dejada de lado. Recuerdo una vez que me traje una Cabbage Patch escondida en el auto para prestarle a la Marieta y poder jugar con buenas muñecas y no con esas de trapo o las viejas de la colección de mi abuela. Cuando mi mamá la vio a la Marieta con la Cabbage se la quitó enseguida y fue a hablar con su mamá. No sé qué le habrá dicho pero ese fin de semana no se acercó para nada a nuestra casa de estilo colonial. Estaba llena de arcos y entradas con vidrios y maderas viejas. Ese fin de semana la extrañé mucho y llorando le dije a mi mamá que yo le había prestado esa muñeca, que a mí me gustaba jugar con la Marieta. Mi mamá trató de distraerme, me dijo que fuéramos a pasear por los pastos aledaños, que podíamos quizá ir al primer refugio del Cotopaxi, pero yo no quise salir. Cuando le grité que era una mala y que nunca iba a poder evitar que la Marieta fuera mi mejor amiga, ella decidió que volviéramos a Quito antes de lo planeado. Dejamos de ir por dos fines de semana, pero luego mi papá la convenció de que no era tan grave, que qué tan terrible podía ser que fuera amiga de la Marieta. Desde ahí, mi mamá no me volvió a molestar sobre eso.
Yo llegaba los viernes por la tarde y la Marieta ya me estaba esperando, nos abría el portón para que entrara nuestra camioneta. Era fuerte porque las puertas estaban hechas de un metal pesado. Yo bajaba del auto rapidísimo y le agarraba la mano, que estaba caliente, para ir a jugar. Cuando nos cansábamos de jugar por los jardines, por la granja, por donde las vacas, nos tirábamos en el pasto. A veces le sacaba una tacita de café con leche sin que mis papás se dieran cuenta.
Algunos fines de semana la hacienda se llenaba de invitados. Muchos venían con sus hijos, algunos de mi edad. Mientras mis papás y sus amigos se la pasaban tomando y bailando, los niños hacíamos lo que nos daba la gana, no nos prestaban mucha atención. En esos momentos parecía no importarles si me iba a la casa de la Marieta o con quién jugaba. El papá de la Marieta también se emborrachaba. Se bebía de la botella un trago blanco que, según ella, olía asqueroso. Esos días nos pasábamos horas en los corrales porque la música de la hacienda no llegaba hasta ahí. Las vacas dormían como perros, la Marieta lo dijo: parecen perros cuando duermen. Se acuestan encima de sus cuatro patitas y se babean. Recuerdo clarito una noche en que una vaca en vez de acostarse así, lo hizo boca arriba. Su panza enorme caía hacia los costados. La boca torcida, las orejas hacia atrás. Nosotras nos reíamos mientras tomábamos café con leche sentadas en el heno. Después de un buen rato nos quedamos dormidas. La mamá de la Marieta vino bien tarde, medio temblando, no sé si de frío o de susto. Cargó a la Marieta en la espalda y a mí me dijo que por favor entrara calladita a mi casa, que por favor no dijera nada. Y así hice. Mi papá dormido en el sillón que mi bisabuela se había traído desde Francia, tenía la camisa empapada y manchada de vino. Las gotas también habían caído en el sillón. Mi mamá estaba encerrada en el cuarto y los amigos de mis papás, supongo, que en sus habitaciones.
Cuando cumplí los catorce todo cambió. Ya no me esperaba en la puerta ni nos la abría. Yo la buscaba, siempre la buscaba, pero cuando la veía estaba trabajando. Ordeñaba las vacas, les ponía inyecciones, se hacía cargo de los terneros, también encasillaba a los caballos y además cargaba costales. Yo le decía a mi mamá que no deberían hacerle cargar cosas tan pesadas a una chica de dieciséis, pero ella me contestaba que era decisión de sus padres.
Ya sin la Marieta, me dediqué a montar mi yegua cuando iba a la hacienda. La verdad es que lo hacía muy bien. Me iba cerca del Cotopaxi. En esos paseos entendí lo que significaba que mi familia fuera dueña de todas esas tierras, incluida la montaña. Pero ni los dueños de una montaña pueden evitar que sus descendientes sean testigos de cómo la vida se desencadena. A la vida no le importa quién es dueño de qué o de quién. Tampoco le importa el tiempo, ni nada. La vida es.
Una noche me quedé mirando el Cotopaxi hasta tarde. A la vuelta tuve ganas de ver a la Marieta, llevé a la yegua hasta los corrales, cerca de su casa. Escuché gemidos fuertes, no eran los de una vaca aunque parecían ser de algún animal. Eran gritos, alaridos. Dejé a la yegua afuera y cuando entré a los corrales, vi unas vacas echadas. Ninguna panza arriba. Algunas estaban despiertas, quizá los gritos no las dejaban dormir. Atrás de ellas, estaba la Marieta. Los gritos eran suyos. Estaba en cuclillas sin calzón, tenía el pelo mojado. Era la primera vez que se lo vi suelto. Su mamá la sostenía por la espalda.
Me acerqué y pude verla de frente. Estaba como ida, sudando y moviéndose de una forma extraña. Yo me quedé paralizada, su madre se percató de mi presencia y seguro me quiso decir que me fuera, pero en ese momento lo único que hizo fue decirle que puje, que “¡es hora del puje, mijita!”, le gritaba. La Marieta llorando dijo que no sabía pujar. “Haga como si hace caca, mijita”, le dijo su madre y en ese momento salió la cabeza del bebé. Yo lo vi, la cabeza se movió de un lado a otro y cuando la madre le volvió a decir que pujara, los hombros salieron y el bebé se deslizó con una baba y cayó sobre una sábana. La Marieta lo agarró ensangrentado y lo puso en su pecho. Su madre también lo tocaba y le decía “mi guagua, mi guagua bello”. Entonces la Marieta me miró, y entendí su pedido de que me fuese, de que no volviera.
Me dediqué sólo a cabalgar cuando iba a la hacienda. A ella y su bebé no sé a dónde los mandaron. Tampoco sé quién la embarazó ni si mis padres supieron del parto. Nosotros seguíamos yendo a la hacienda como si nada. De hecho, mis papás ahora pasan allá más que en su casa de Quito.
Yo me vine a estudiar a Alemania y acá me casé. Mi marido no conoce la hacienda. Nunca más pensé en el parto de la Marieta hasta el mío.
Éste tan planeado, tan decente: higiénico.