Probó de todo. Un vaso de leche tibia antes de dormir. Té de valeriana. Pastillas de melatonina. Ansiolíticos. Y nada. Aplazaba la hora de irse a dormir para caer rendido en la cama y lo lograba. Pero a las tres de la mañana se despertaba inquieto, sudando frío, incapaz de conciliar el sueño.
—Lo que tienes que hacer, Mateo, es ir al médico. Deja de tomar esas tonterías y ponte en manos de un especialista.
Sibila tenía razón. Se pasaba los días cansado, bostezando por los rincones, de mal genio. Cerrando los ojos por diez, quince minutos, entre una y otra clase en la facultad.
—Te prometo que si sigo así a fin de mes voy a hacer una cita.
—Ya no sé si creerte, Mateo. Con el cuento de que le tienes alergia a los médicos, no haces nada al respecto. Todo te irrita. Se te olvidan las cosas. La semana pasada no llevaste a María a su clase de gimnasia. Y amaneces en el sofá, al lado del perro.
Tenía que hacer algo. No era posible que a sus cuarenta años tuviera el insomnio de un viejo. Que sufriera pesadillas todas las noches y se levantara gritando. Con sed. Con escalofríos y el corazón a todo galope.
—¿A qué se dedica?
No quiso decirle a su mujer que por fin había hecho una cita.
—Soy periodista, contestó a secas. Dicto clases en la universidad.
—¿Y en qué se especializa?
—No puedo dormir, respondió ignorando la pregunta. Bastante hacía conversando de idioteces con otros padres cada vez que llevaba a su hija al parque como para perder el tiempo con este médico de greñas revueltas.
—He visto su expediente. Necesito que me cuente lo que hace, qué investiga, cómo pasa sus horas de ocio, para saber si eso le afecta el sueño.
Por eso no había querido ir antes. Sabía que en los veinte minutos de la consulta hurgarían en su vida para mandarlo a un loquero. Y eso sí que no. Ni de chiste se sentaría en un sofá para contarle su vida a un desconocido. Aunque llevara años en este país de terapias y ejercicios para nutrir la mente y el espíritu, seguía pensando, como su madre y toda su familia, que sólo los locos van al psiquiatra.
—Investigo disturbios civiles, manifestaciones, protestas en América Latina.
—¿Y tiene que viajar al lugar de los hechos?
—A veces. En vacaciones, en verano. Para entrevistar a otros periodistas o a los líderes de algún movimiento.
Habló con calma. No con la desesperación de un drogadicto que necesita con urgencia un suministro de medicinas.
Se quejó del exceso de trabajo. De sus largas horas frente a la computadora y del suplicio de corregir los ensayos de fin de curso. Vergonzosos, mal escritos, llenos de faltas ortográficas. Con pretensiones de cambiar el mundo de aquellos que no saben gobernarse.
—Le voy a recetar unas pastillas para que pueda dormir durante los próximos quince días, lo calmó el médico. El tiempo suficiente para que haga una cita en nuestra unidad de trastornos del sueño. Si fuera algo reciente, no me preocuparía tanto, pero lo suyo es algo crónico.
—¿No me podría recetar esas pastillas por un par de meses? Estoy escribiendo un artículo y tengo trabajo acumulado. Dos defensas de tesis. Exámenes. Un viaje.
—Su salud es lo primero, le contestó agarrando el manubrio de la puerta. Trate de no usar la computadora una hora antes de dormir. Evite la televisión por las noches. No mire el teléfono.
Qué fácil decirle todo eso. Así, de pasada. A los diecinueve minutos de haber entrado a la consulta. ¿A qué otra hora debía contestar sus mensajes, revisar algunas noticias, o sentarse a ver algo con su mujer? ¿A qué hora con una hija de cinco años que se despertaba de madrugada y no paraba de bailar hasta las tantas? Vestida de princesa, taconeando de arriba para abajo con zapatos y traje de flamenca. Pidiéndole que la sacara a montar en su bicicleta. O que se sentara a armar un castillo con ella.
Tuvo que contarle a Sibila de su visita a la clínica del sueño cuando le dijeron que pasaría una noche ahí, conectado a unos sensores, para analizar sus etapas de sueño, estudiar sus ronquidos, ver si tenía el síndrome de piernas inquietas, o si padecía de respiración interrumpida al quedarse dormido. Apnea.
Se puso el polo de manga larga, descolorido y deshilvanado por el cuello, con los pantalones estampados de bicicletas. Colocó su almohada en la cabecera y se sentó a esperar las indicaciones del personal médico.
—¿Es necesario que me ponga este sensor en la mandíbula? ¿Con este esparadrapo?
—Relájese, señor. Sólo así podemos tener un registro de todos sus movimientos. Para saber si aprieta el maxilar o rechina los dientes.
La enfermera siguió en lo suyo. Conectando los sensores de la nuca, la frente, el dedo índice y las piernas a una máquina. Tarareando una canción.
Había leído lo básico del sueño monitorizado, pero sería una tortura dormir con esos cables y parches por todo el cuerpo. O con esa cámara en la pared que grabaría cuántas veces se giraba a la derecha o la izquierda, si se despertaba cada tres segundos, sin darse cuenta.
Se acordó en ese instante que no había contestado el mensaje de una estudiante sobre el proyecto final. Que olvidó darle un beso a su hija antes de salir de casa. Que el pollo estaba descongelándose en el lavadero desde las cuatro de la tarde, y se iba a malograr si Sibila no lo guardaba en el refrigerador. Mierda. Había olvidado pagar el registro del carro y le cobrarían una multa. Otra vez. Por tener tantas cosas en la cabeza.
Se arrullaba así, repasando los pagos pendientes. La lista de los deberes. Antes de quedarse dormido, quiso manipular los sensores para que mandaran ondas equivocadas a la computadora, y pensó en el viaje a la frontera que haría a fin de mes para investigar el papel de las mujeres en diversas protestas.
—¿Usted recuerda sus sueños? Observe la grabación. Mire cuántas veces se despierta.
Era cierto lo que señalaba el Dr. Cowell con los ojos en la pantalla. Dormía intranquilo. Se tapaba la frente, peleaba con los puños en el aire, esquivaba golpes. Y lloraba. Desde las cuatro hasta las cinco y media estuvo despierto, pensando en otros menesteres, tomando agua. Hasta que se durmió otra vez y abrió los ojos a las siete de la mañana.
No recordaba nada con precisión. Sólo imágenes sueltas. Recurrentes. Una variación de aquello que investigaba por las mañanas. Mujeres con pancartas. Con cruces de color rosa. Con las fotos de sus hijas. Desaparecidas. O muertas. Él era el hermano, el padre, el policía. Encontraba restos humanos en un armario. El cuerpo de una niña en la tina. El cadáver de una mujer embarazada. Hematomas. Mutilados los pies. Atadas las manos.
—¿Eso sueñas? Dios mío, Mateo. ¿Y por qué no me lo has dicho? Cómo no vas a dormir mal de esa manera.
—Es mi trabajo, Sibila. Hay gente que deja sus preocupaciones en la oficina y yo sigo pensando en ellas.
—¿Y cuál es el remedio?
Intentó un poco de todo. Terapias conductuales. Sesiones con un especialista que lo obligó a quedarse dormido pensando en una playa solitaria. Corriendo con María al lado de las olas. O caminando con ella y Sibila por un sendero de árboles inmensos, junto a un riachuelo.
Decía que dormía mejor, pero no era cierto. Ni por todo el dinero que se gastaba en los tratamientos. Eso sí. Sonreía más frente a su mujer y sus estudiantes. Se llevaba a caminar al perro todas las tardes. Hacía el esfuerzo de tirarse al suelo con su hija y le leía cuentos, muriéndose de sueño. Le contaba historias de cuando era pequeñita y juraban quererse con locura.
—¿De aquí hasta Perú, papi?
—De aquí hasta la luna.
Como último recurso acudió a un terapista interesado en descifrar sus sueños.
—No te vas a arrepentir, hermano. Le aseguró su compañero colombiano. El único con el que tenía amistad. Ese chino es un genio. A mí me ayudó a romper mis patrones de conducta, a entender por qué salía con las mismas mujeres. El chino te hipnotiza, te pone al derecho y al revés. Hazme caso, hermano. Vas a ver.
Le molestó que insistiera en conversar de su niñez. Le parecía absurdo perder una hora todas las semanas hablando del abandono del padre, de la relación conflictiva con su madre. ¿Qué tenía que ver eso con los cadáveres que se colaban en sus sueños? ¿Con los cuerpos mutilados y las niñas que desenterraba con las uñas, noche tras noche, sin poder resucitarlas?
—Todo está relacionado, Mateo. Tú has elegido esta profesión. ¿No te parece curioso que dediques horas interminables a documentar la violencia de género, las protestas de estas mujeres en el Perú, en México, y que no puedas hablar con tu madre más de cinco minutos por teléfono?
El chino estaba mal. Aunque Ortega hubiera tratado de convencerlo. Estaba equivocado. No era cierto.
Sabía que sus padres se habían separado cuando él era un niño. ¿Y qué? Si no se acordaba ni cómo llegaron a Brownsville, ¿qué importaba lo que había ocurrido al otro lado del río? ¿De qué ausencias le hablaba el médico chino? Nadie extraña lo que no tiene. Cuando aterrizaron en casa de los tíos, él tendría cinco, seis años a lo mucho, más o menos los mismos que su hija en el parque Humboldt. Su madre trabajaba todo el día y él se quedaba al cuidado de los parientes y amigos. Con la consigna de portarse bien, comer sus verduras y ser buen hijo.
Llevaba un rato pensando en las teorías junguianas del Dr. Chen cuando oyó los primeros gritos a varios metros del columpio donde estaba con su hija.
Un niño de escasos cuatro años había caído de lo más alto del tobogán y no reaccionaba. Llamen a una ambulancia, rogaba la madre. Mi hijo no responde. Ayúdenme, por favor. Auxilio.
Cuando se acercó de la mano de María, los alaridos de terror eran sólo un murmullo de súplicas, un llanto quedito y oraciones desbocadas.
Quiso ser enfermero, salvavidas, paramédico. Revivir al niño. Llevárselo lejos. Pero no pudo hacerlo.
—¿Va a estar bien, papi?
Sintió de repente el corte veloz. Un tajo profundo en la tela de los sueños.
Entre el barullo de la gente, vio a su madre en el suelo. El rostro amoratado. Las costillas rotas. Un brazo dislocado. Oyó sus gritos despavoridos. También sus plegarias.
—¿Va a estar bien?
El cuerpecito comenzó a moverse. Primero los párpados, luego los dedos. Salvando a todos del susto mortal.
Quisiera no saberlo, coser con hilo y aguja esa telita que sigue rasgándose frente a él. Pero ya es muy tarde y se ve. Debajo de la cama, con las manitas en los oídos, juntando las rodillas al pecho. Apretando los ojos para dormirse otra vez.
—¿Qué tiene? ¿Qué le pasa, doctor?
Está en un cuarto de paredes blancas. Es él. Tiene sensores en el cuerpo. Su madre le besa la cara. Y él parpadea. Temiendo que su padre aparezca por la puerta y no le dé tiempo a correr. Que la agarre por el cuello. O a él.
El chino es un genio. Le duele saberlo. No hay nada qué hacer.
—Está así por el trauma que ha vivido, le explica un hombre mayor, de bata blanca, con un aparato colgado al cuello. Lo bueno, señora, es que es muy pequeño. Los niños son supervivientes natos. Guerreros. Busque a su familia. Lléveselo lejos. El día de mañana no recordará nada de esto.