A Adriana Morán Sarmiento
En ese entonces yo caminaba por Maracaibo, actividad que podía resultar atípica, o hasta ser un indicativo de clase.
Tan es así que en la espera de un semáforo, desde la esquina donde debía cruzar el peatón, raras veces había más de uno; la aglomeración de desconocidos era extraña, y enseguida generaba sospechas. Sobre todo en los que iban en auto, los que debían orillarse en la acera, o directamente bajar en la panadería.
Era preferible, para la tranquilidad de quien iba al volante, la calle desierta. Perfectamente iluminada, pero desierta. Y más o menos era así entre los mismos peatones, con la salvedad de que estos admitían la presencia del otro, únicamente si se conservaba la distancia prudente (más o menos media cuadra), y si el ritmo de los pasos coincidía; es decir, si ambos (suponiendo que fueran dos los peatones) iban a igual velocidad; a una que no fuera desbocada, porque eso llamaba la atención de los policías.
Recuerdo haber visto, en un día nublado y caluroso de abril, a un hombre interceptado por un patrullero. Yo venía caminando por la acera de enfrente, cuando las primeras gotas sobre mi paraguas coincidieron con la repentina aceleración de aquel tipo. El policía emitió una advertencia por el altoparlante; bajó el vidrio hasta la mitad e intercambió unas palabras con aquel pobre hombre que se llevaba las manos al pecho y luego las alzaba como apuntando a la tormenta que vendría, en ademán de estar diciendo: “No me culpe de nada, señor policía, yo solo busco guarecerme antes de que sea tarde”. Escenas como esta abundaban, en una ciudad con casi dos millones de habitantes; o más bien debería decir: con casi dos millones de sentados, adheridos a un interior de vidrio ahumado y de baja temperatura; a una noche artificial sobre ruedas, impulsada por gasolina barata.
… Y es que, además de producirles lástima, también era común que se ofendieran: “¿Cómo vas a caminar siendo casi regalada la gasolina?”, solían reclamarte desde sus asientos, con el cuerpo rehén del cinturón de seguridad. Y aquella frase recurrente –que podía decirse de distintas maneras–, era en realidad el parásito de una frase mayor, más compleja y ligada a la abundancia del recurso, o en mayor medida a la cultura derivada de la explotación petrolera: “Siendo algo tan barato, ¡¿cómo es que no lo consumes?!” Y este criterio aplicaba para casi todo, como si la gasolina no solo colmara los tanques de los autos, sino que además te vistiera, te alimentara y suministrara entretenimiento. Quiero decir: se tendía a confundir la abundancia del petróleo con la abundancia del dinero, como si no existiese el proceso intermedio hasta la monetización, como si al cajero automático se llegara cavando.
Frente a esto, caminar era un acto subversivo, profundamente contracultural. Sin embargo, no todos los que caminábamos éramos conscientes de esto. Muchos caíamos fácilmente en el pozo de la estigmatización; nuestras caras denotaban desventaja; nos dejábamos vencer por los sentados. Y pensar que éramos nosotros los que más compenetrados estábamos con la vida en la ciudad, con el sabor del aire y el peso del sol, con las ráfagas de viento tibio que soplaba al anochecer… En fin, con la humana velocidad de las piernas.
Qué absurdo era mantener esa distancia entre nosotros, ese espacio de media cuadra lo suficientemente holgado como para que entraran dos autos en fila. ¿Acaso caminábamos como si fuéramos en autos invisibles? ¿Tanto había calado ese objeto en nuestras mentes de a pie? La verdad no lo creo. Lo que sí creo es que tal vez no era desconfianza –o la sospecha de que nos hiciéramos algún daño entre nosotros– lo que nos separaba tanto al andar, sino cierto respeto basado en la incredulidad; nos costaba reconocernos como lo que éramos: una comunidad de peatones en ciernes, apartada del giro limitado que ofrece un volante.
Preferíamos que la piel se nos tostara con el sol, llegar empapados de sudor a destino, con los párpados caídos de cansancio… Preferíamos eso porque la experiencia era otra, la ciudad era otra; se sucedían episodios minúsculos en cada paso, detalles difíciles de apreciar desde la ortogonal ventanilla. Como, por ejemplo, el olor de los materiales en pleno hervor, cuando la temperatura alcanzaba cuarenta grados o más a la sombra; el olor –y acaso el crujido– de la corteza de los árboles y de las hojas, de los limones y de los mangos esparcidos, tan común sobre el olor a cemento en las aceras. El olor a fundición de todo lo metálico; a pelo quemado, a brazos quemados… Y el rumor inflamable de la gasolina, esa película adicional sobre todo lo existente.
Me gustaba caminar por Maracaibo, a pesar de correr el riesgo de incinerarme, a pesar de su agobiante sensorialidad. Y porque creaba un estilo de vida alternativo, socialmente incorrecto; la norma era el relato lineal que imponía el automóvil, emparentada a la noción de progreso, de que al hundir el acelerador te alejabas del pasado, el cual se asociaba a una vida sin estatus, una vida de sudor y de transporte público; en fin, una vida de a pie.
Curiosamente, si pertenecías a una clase media o moderadamente alta, y elegías caminar, te tildaban de “europeo”; y si te cazaban haciendo uso de los teléfonos públicos de la calle, todavía más; al mote europeo le agregaban un “romántico”; si llevabas monedas para hacer una llamada en la esquina, eras un “europeo romántico”, aunque dependiendo de quién viniera, también podías ser un “europeo marico”, y más si sabían que no solo te gustaba caminar y hablar por teléfono a pleno sol o a plena lluvia, sino que de paso leías e intentabas escribir poesía. Ignoro de dónde venía esa asociación con los europeos, que además olía a obvio cliché. Pero así era para los sentados: los europeos caminaban, los americanos manejaban. Por lo tanto, yo era un europeo, sin haber estado nunca en Europa.
Tener un auto en Maracaibo reafirmaba tu masculinidad, tu poder de macho y de “hombre de la casa”. Significaba establecer un pacto con el petróleo, con el modelo de vida heredado de los primeros explotadores norteamericanos; traía a colación algo mucho más fuerte, de un rudo pragmatismo sin concesiones, muy al estilo del american way of life, o sea, de un ideal que presuntamente garantizaba la prosperidad y el éxito, y, por ende, el ascenso en la escala social. En suma: lo que contribuía a “montarte”.
Digámoslo de una vez: el mote europeo acompañado del adjetivo que fuere, los sentados lo agotaban al primer avistaje. Si te volvían a pescar en la intemperie, o bien jugabas a “ser pobre” o de verdad lo eras. De la mirada curiosa del descubrimiento, pasaban a la de la indignación y la lástima. Les era inadmisible que uno pudiera compartir territorio con los que no manejaban, ya fuera simplemente por imposibilidad o elección. O que uno hiciera seis cuadras para llegar a la farmacia o la licorería; o unas veinte para llegar a un museo, sin la intermediación de un carburador.
Recuerdo ahora un paseo que me encantaba. Consistía en ir del Centro Comercial Costa Verde al Museo de Arte Contemporáneo. El primero quedaba a dos cuadras del apartamento familiar, donde transcurrió buena parte de mi adolescencia. De modo que allí comenzaba mi recorrido, no sin antes dar una vuelta por los pasillos y el patio arbolado de aquel edificio de hormigón (diseñado por arquitectos locales y uruguayos exiliados en la dictadura), y de accesos abiertos a la calle, sin rejas o puertas de vidrio que pudieran aminorar la caminata; uno podía entrar y salir de aquel Centro Comercial sin detenerse, y eso era raro; era raro porque contradecía las normas de los centros comerciales que luego se asentarían en Maracaibo, esas cajas inmensas y acondicionadas completamente desentendidas del contexto, diseñadas ex profeso para alentar el consumo fuera del paso de las horas, sin visión de los cambios en el cielo.
El llamado mall (que no era otra cosa que “centro comercial” en inglés), era una hipérbole del sagrado automóvil, considerablemente mejor porque además de pasártela sentado, protegido por guardias que reservaban el derecho de admisión, podías eventualmente ir al cine, comprar lo que se te antojara o comer algo y continuar adherido a la silla, envuelto por el mismo clima de invierno artificial.
Aquellas características a gran escala, resultaron tan seductoras que la mayor parte de la población –sentada y no sentada– acabó volcándose en masa a los malls, los cuales comenzaron a proliferar como hoy lo hacen las iglesias evangélicas; uno –o varios– en cada zona cardinal de la ciudad.
Por supuesto, el fenómeno acabó castigando al Costa Verde, en cuyo nombre convivían casualmente los elementos de los que Maracaibo adolecía: el contacto con el lago y con la sombra. Lo primero se había reducido a una cuestión contemplativa, puesto que los reiterados derrames de crudo acabaron contaminando las aguas; y lo segundo se refería a la escasez de follaje en las alturas, que tamizara el sol en las calles, ya de por sí recalentadas por los autos.
Rápidamente el Costa Verde fue perdiendo visitantes, porque las opciones de compra y entretenimiento se mudaban a los malls. Sin embargo, algunos seguíamos yendo. Yo lo visitaba por distintas razones: allí entré por primera vez a una sala de cine, creo que a ver la primera King Kong. Allí iba con algunos amigos a “Calle Vieja”, un inmenso local atiborrado de juegos de video en que pasábamos tardes enteras toqueteando botones, apostando la precaria mesada que nos daban nuestros padres en torneos de Super Sidekicks. Allí compré mis primeros libros en una librería llamada, quizás no casualmente, “Europa”, libros que luego leía allí mismo, echado en algún banco del patio bajo un largo cocotero, apretando las páginas con fuerza para que la brisa natural no las volara.
¿Era acaso el Costa Verde la playa insular de los caminantes? Aquel centro comercial iba quedando vacío, y era como si se borrara una parte de la infancia. Tal vez por eso me gustaba comenzar allí mi recorrido, porque en los pasillos cada vez más desolados, persistía un aire de resistencia, de lucha secreta y milenaria contra el “estar montado”, aunque el Costa Verde lo hubiera estado alguna vez.
Con aquella sensación impregnada en la memoria (en la memoria que reescrita se reescribe), salía a la Avenida Cecilio Acosta por donde arremetía el bullicioso Ruta 6, suerte de fiesta vallenata móvil en cuyo exterior de la roja carrocería, sonreían dos grandes cabezotas (sonrisa típica del montado): el presidente Hugo Chávez y el alcalde de turno; como si además de la música de Rafael Orozco aquel también fuera un bus-propaganda, un bus-te recordamos que el Estado soy yo, y eventualmente el de al lado, si se monta. Yo podía ahorrarme las veinte cuadras y subir al estridente Ruta 6, y en quince minutos estar a un paso del Museo. Sin embargo, prefería sortear los charcos de lubricante de motor que los cientos de autos estacionados a ambos lados de la avenida arrojaban (el de lubricante de motor era también un olor característico), en vez de convertirme en otro pasajero en la performance, porque el Ruta 6 era sin duda una performance, una que alguien alguna vez presentará en la documenta, en Kassel.
Prefería toparme de nuevo con ese cambio súbito de escala, a partir del cruce con Avenida Las Delicias, y a baja velocidad ir bordeando los ladrillos huecos de la Facultad de Ingeniería, Arquitectura y Diseño; la torre multicolor del Rectorado; el Hospital Universitario importado de Suecia, en que mi padre atendía en las mañanas; la construcción abandonada del Aula Magna, sobre incontables años de arena, falta de presupuesto y corrupción. Y finalmente la mole gris clara del Museo, construida en las inmediaciones del antiguo aeropuerto, en el corazón de la Ciudad Universitaria; un espacio de abundantes hectáreas al que la densidad urbana se negaba a penetrar, como si la pista aún se conservara para un futuro e inesperado aterrizaje.
Aquella larga franja en desuso (desde el año del primer alunizaje, como consecuencia de un avión que se precipitó tras el despegue), se mantenía extrañamente intacta, a poco más de una cuadra del Museo, como si aquello se tratase de una obra instalada en la intemperie, una pieza de Land Art que recordaba la pipa de Magritte.
Pero no. La realidad es que aquella pista se redujo a un lugar de piques y de clases de manejo, pues hasta ahí habían llegado los autos: los aprendices con sus instructores durante el día, los adoradores de la velocidad durante la noche.
Y es que, en Maracaibo, cualquier horizonte vacante podía convertirse en un vulgar estacionamiento, o en la continuación de una gris carretera. En la ciudad prevalecía el horror vacui. Incluso era extraño que el Museo no fuera un AutoMac; que en vez de recorrer sala a sala caminando, no se hiciera con la caja de cambios en neutro; o sacando levemente el croche, avanzando en línea recta por una única sala tubular… En fin. El Museo de Arte Contemporáneo había sido pensado para recorrerse erguido, y eso hacíamos los caminantes. Avanzaba sin detenerme por sus anchas rampas y pasillos descubiertos que bordeaban, por un lado, el gran patio central que lo emparentaba con el Costa Verde, poblado de esculturas y de espejos de agua, de intensa luz solar y de esbeltas palmeras; y, por el otro, los accesos a las salas que recuerdo casi todas cerradas, sin obras en exhibición.
Me acuerdo de los guardasalas de las dos o tres que permanecían abiertas, echados en el suelo en posición fetal, abatidos por el aburrimiento que les proporcionaba el no tener que vigilar a nadie. Por enésima vez, yo entraba a aquellas salas y me topaba con esos amantes de Pompeya que, al verme, enseguida se despabilaban, se trepaban a la silla esquinada, y enronquecidos me decían “Buenas tardes”. Y era tal la soledad, estábamos tan solos en aquellas salas inmensas, que cualquier intento de formalidad resultaba ridículo. Además de que en el fondo ya nos conocíamos, de tanto despabilamiento y de tanta intrusión. Porque, al fin y al cabo, eso mismo me sentía: un intruso, quien perturbaba la siesta de los guardasalas, quien cometía la falta cada vez.
¿Por qué entonces me empeñaba en visitar un lugar que prácticamente no cambiaba? ¿Qué sentido tenía formar parte de la risible cantidad de visitantes del entonces museo más grande de arte contemporáneo en Latinoamérica? Los miles de metros cuadrados evidenciaban la intención de “montar” el arte, pero la gente no acompañaba esa ambición. Era raro el haber destinado tanto espacio a tal propósito en una ciudad culturalmente tan apática como Maracaibo. El público masivo al que podía aspirar aquel Museo de generosas instalaciones, ocupaba su vida en estar montado en otras cosas, o en los intentos desesperados por estarlo. Y quizás era eso lo que me atraía: la empresa desproporcionada para un público casi inexistente, o un público futuro determinado por un cambio de paradigma social; o, dicho de otro modo: la fe, la creencia casi fitzcarraldiana de que en unos años habría miles haciendo fila bajo cuarenta grados a la sombra, y que en esos miles habría turistas que, por supuesto, pagarían su entrada, como hemos tenido que pagar la nuestra en museos de París o de Nueva York.
Sin duda, era esa una jugada de riesgo: construir un museo con las proporciones de un mall, en una ciudad donde lo abstracto aburría, ya fuera por “europeo” o demasiado exigente.
Ir del Centro Comercial Costa Verde al Museo de Arte Contemporáneo era unir dos lugares que podían desaparecer por su falta de vigencia, porque no estaban “montados” sobre la nueva o la vieja realidad, sobre la europea o la americana realidad, sino sobre lo indeterminado. Del mismo modo que caminar es administrar la incertidumbre paso a paso, aquellos dos lugares administraban la inestabilidad día a día. Uno sobrevivía por la fidelidad de los nostálgicos, por los que aún veían símbolos de una parte de la infancia y de la temprana adolescencia, entonces lejos de las máximas presiones para estar montado… Y el otro sobrevivía por la obstinación de los minoritarios, los que sabían que apostaban a la pérdida, los que buscaban con urgencia huir del montaje, aunque el fin consistiera en que el arte se montara. Es decir, que el arte alcanzara –o acaso superara– el nivel de importancia que tenía el petróleo en la sociedad. Que el arte –y no las prestaciones del oro negro– fuera lo que emancipara. Pero claro, montar el arte suponía el riesgo de banalizarlo, como en efecto se había banalizado el petróleo, y el estilo de vida que derivaba de este.
Incluir el arte en los intereses comerciales del petróleo, le otorgaría a este un deber que no le correspondería. Lo cierto es que lo que menos caracteriza a este es la abundancia de dinero que lo sostenga, que lo deje derrochar a sus anchas cuando le plazca.
El arte siempre está en crisis, porque ofrece una abundancia simbólica, porque parte de la vida a secas; y por eso los montados se alejaban. Porque estar montado o en vías de estarlo implicaba ir por “lo seguro”, rechazando la tensión constante de vivir con un pie en la vida y con otro en la muerte, prefiriendo el molde probado a la improvisación; una calle perfectamente iluminada para estar tranquilos, pero desierta de sueltos caminantes.