El último libro de Sergio Chejfec, aparecido hace pocos meses, se llama No hablen de mí y lleva de subtítulo Una vida y su museo. Con la muerte del escritor argentino —debida a un cáncer de páncreas fulminante— esas palabras cobran otro significado y otra resonancia. Lo que en el libro es generosidad de lector —está dedicado a la obra de un colega, Darío Canton— revierte ahora, con otra luz, sobre el propio autor. Anclado en Nueva York desde 2005 junto a su mujer, la ensayista y profesora Graciela Montaldo, después de una larga estadía en Caracas —desde el año 90 y por quince años—, el “polaco” Chejfec deja una obra que configura una vida (y al revés), de la que se hablará largo tiempo.
Un museo, en todo caso, al aire libre, como le agradaba estar a él, aficionado como era —después de ejercer de taxista en Buenos Aires en su juventud— a los recorridos geográficos, la excursión a pie, la deriva urbana de rumbo taciturno. Acaso buscaba que cada paseo lo convirtiera en extranjero; enrarecer el mundo, volverlo más precioso y, afán secreto, más amable. La distancia era su manera de estar entre otros y ante lo real, hasta para las cosas que realmente más quería: en su texto de despedida para un amigo, el gran crítico musical Federico Monjeau, éste permanece innombrado. Chejfec creía que en ciertas ocasiones el afecto podía prescindir de gestos ampulosos o manifestaciones evidentes. Su obra es un gran antónimo de la demagogia.
Hablando de líneas que prefería no cruzar, Sergio Chejfec trazó un territorio propio —que defendió, asimismo, siendo cortésmente indiferente al inglés que lo rodeaba en Nueva York—, territorio que no existía en la literatura argentina (y tampoco en otras). Desmarcándose poco a poco de su maestro Juan José Saer, en sus libros más originales — Baroni: un viaje y Mis dos mundos, Modo linterna, Últimas noticias de la escritura, Apuntes para un panfleto, Teoría del ascensor, El visitante— rastreó para cada uno un trayecto y una forma distinta, irrepetible.
Eso es todo lo que sucede en Mis dos mundos: un hombre deambula por un parque en una ciudad del sur de Brasil. Es decir, no pasa nada, pero continuamente: “Es verdad que han cambiado muchas cosas relacionadas con el caminar, algunas de las cuales enseguida referiré, pero la misma costumbre que he conservado, aun en épocas de desdichas o de altibajos en general, apoya esta idea que me hago de eterno caminador; y es también lo que en definitiva me ha salvado, es cierto que no sé muy bien de qué, acaso del peligro de no ser yo mismo, cosa que me tienta cada vez más”.
Las caminatas —y la ironía de un solipsista demorado— vienen de lejos en la obra de Chejfec, cuyo alter ego, el poeta Samich, propone simpáticas distinciones entre Caminante y Caminador en la novela Moral. Desde ese libro hasta La experiencia dramática, vagar y divagar son el hilo de oro de una literatura ascética. Esto, entre otras cosas, coloca a sus libros en planos simultáneos. De hecho, Mis dos mundos tiene su relato gemelo, reunido en Modo linterna y titulado “Donaldson Park”. Así como existen ciudades hermanas en puntos distantes del planeta, Chejfec fue creando una familia de narraciones en la que sus integrantes dispersos son similares pero no iguales, y unos parecen versiones de otros. No por nada uno de los verbos más frecuentes en Teoría del ascensor es “reponer”.
La forma de andar de Chejfec la replica el lector: avanza pero no quiere avanzar, no desea que se termine el libro. La prosa de Mis dos mundos tiene a bien asistirlo: semejante a un dibujo animado, el autor acelera en un mismo lugar. Su puntillismo —“un alarde de minucia”, desliza— y sus digresiones parecen mofarse de las exigencias elementales y de la impaciencia volátil del lector contemporáneo.
Sus novelas invitan a una experiencia pacífica, de suave perplejidad. Puntuada por el virtuosismo de las transiciones, la singularidad de los tiempos verbales, las inferencias lógicas y metódicas de su fraseo. Lo que se lee es un instructivo para reconstruir mentalmente lo registrado por un testigo afable. La mente como un parque temático: pensar con la percepción. Ese procedimiento no puede ocasionar un resultado frío, aséptico; lo prueba su Lenta biografía.
Los pasajeros en tránsito de Chejfec juegan con las escalas y empequeñecidos pasean su asombro igual que por maquetas de arquitectura. Algo de esto les presta a los relatos un aire de teatro de cámara, de teatro leído, recortado, precisado, como en La experiencia dramática. Como si la lectura misma entrara en una especie de maquinaria a lo Raymond Roussel. El clima —la realidad— es oscilante, pero no la superficie de la página.
No obstante, se nota que a Chejfec lo tentaba la idea de la copia imperfecta (de lo visible) y redactaba como quien se estuviera ejercitando en raras técnicas de perspectiva. Un estilo de documental retocado que le sentaba bien al autor de Baroni: un viaje, un elegante documento poético. Todos sus libros lo son, incluso de sus modales y atenciones de lector y espectador.
El inesperado —¿e inadvertido? — Sobre Gianuzzi es el libro de un lector tan vacilante como certero, que vuelve a una obra años después de su primer encuentro con ella, evalúa las resonancias iniciales y las recientes, y detalla el vaivén de toda reputación. (Chejfec era astutamente sensible a la risible utilería de la figuración pública: “Hacerse el escritor es difícil y fácil al mismo tiempo —como todo lo que no depende completamente de uno mismo—, igual que hacerse escritor”).
El autor de El aire narraba como si acabara de descubrir el mundo —arriesga una entrega total hacia la ingenuidad— y no saliera de la sorpresa de que en él se haya inventado la escritura. De allí, quizá, que sus novelas son a la vez ensayos sobre la escritura, sobre la experiencia literaria propiamente dicha: “Uno sabe, se supone, cómo llega a una lengua. Pero no sabe cómo se quedará en ella”.
Es visible en sus narraciones una obviedad —a lo mejor es esta la razón de su insistencia— a menudo olvidada: la escritura es el centro de la escritura. Única certeza en medio de la incertidumbre total. No sorprende, por lo tanto, su fascinación con su contracara (la ilegibilidad) y sus tácticas para aparecer con gracia, por ejemplo, en los trabajos de la artista Mirtha Dermisache.
Su ensayo Últimas noticias de la escritura vino a cristalizar el asunto, estudiando ejemplos de la relación de un autor y un receptor con lo escrito, los diversos modos de crearlo y apreciarlo. Frente a un entretenido repertorio de formatos y soportes, el ejercicio también se celebra entrelíneas, justamente en un libro sobre la tensión entre materialidad e inmaterialidad, límite donde se aloja otro de sus intereses: la infinita paleta de la oralidad. Una de las admisiones de Chejfec proyectaba otro interrogante: alguien que admite no tener una relación natural con la escritura, ¿sentirá que no tiene derecho a la escritura manual?
Tal vez no siguió escribiendo a mano —otros lo precisan para alcanzar el mismo objetivo— con el fin de conservar una cierta cualidad etérea que estimaba en la literatura. Lo paradójico es que el estilo del autor aparenta ser el de quien sólo puede escribir a mano. La de Chejfec es una prosa de letra cursiva, de bucles y volutas, de lentitudes magnánimas y subordinadas consentidas, y la modalidad caligráfica quedó impregnada en su genética literaria, igual a un acto reflejo, después de haberse escolarizado copiando relatos de Kafka en un cuaderno rayado.
Hay muchas formas de lo moroso, y la de Chejfec pertenece a una familia antigua que arranca con Sterne y termina con Saer y Sebald, para volver a empezar. Encuadrando a Sebald en El visitante, en verdad estaba pintando un espejo: “Un ralentí pautado que parece concebido para hacer del relato el desarrollo descriptivo de su propia elaboración”. Pero su prosa a todas luces responde a un carácter y un temperamento —de manera que no puede ser epigonal y tampoco imitada—, y los calca y los hace extensivos.
Últimas noticias, como El visitante y Teoría del ascensor, plantea buenas ideas sediciosas, capaces de provocar susto en anacrónicos felices: “Esa condición flotante de la escritura sobre la pantalla me hace pensar en ella como poseedora de una entidad más distintiva y ajustada que la física”. Esas instigaciones de aspecto inofensivo —lances de un tímido— se emparientan por lo bajo con la hilaridad a lo Buster Keaton con que los narradores de Chejfec suelen presentarse. La ausencia de falso candor se nota desde Moral, pero con más claridad desde Sobre Giannuzzi y Modo linterna, y en su caso quizá sea el precio de la persecución de aquel horizonte no común: el estreno de un formato para cada obra, cada tramo del mismo viaje.
Paradójicamente, este alumno ejemplar de la escuela de la mirada, extremadamente alerta ante lo contemporáneo, por momentos dio la impresión de estar cortejando relatos del siglo diecinueve. (Lo que demuestra, en todo caso, la actualidad que todavía emana el desfase de aquellas primeras personas de Eichendorff y Stifter y, más acá, Robert Walser, o la invencibilidad del paseo como forma y procedimiento).
Familiares lejanos, emigrados del pasado, los narradores de Chejfec suenan calma, objetivamente desvariados. (O susurran: para serlo, todo narrador debe estar ligeramente desquiciado). Pero despliegan una agudeza psicológica notable y emprenden un deliberado distanciamiento del patetismo, que termina a menudo en escenas de comicidad en sordina.
A lo mejor era parte de su modestia, que a veces lo engañaba a la hora de elegir títulos más opacos que lo que la obra irradia, como en otra de sus publicaciones más recientes, Apuntes para un panfleto, muy superior a su promesa cohibida. Es a una de sus líneas —“a cada momento el presente se satura de redundancia”— que su muerte viene a desmentir.
Es en ese mismo libro —ahora casi un testamento indirecto, involuntario, cuya primera palabra cifra su clara apuesta por la inestabilidad de lo transcripto y del mismísimo oficio— que halló la manera de dibujar un círculo de un solo trazo: “La vida cierta de un poeta y lo que decide hacer con ella no es muy decisivo, ya que de todos modos su creación encontrará una vía para modelar la vida”.
Dejando una literatura de una continuidad y consistencia poco comunes, es como si estos años Sergio Chejfec todo lo hubiera entregado a la imprenta —incluso tomándose revancha por anticipado de la clausura que representa un final inoportuno— con una misma advertencia: sujeto a variaciones.