El fracaso como el fantasma de las conquistas. Aunque en este caso lo que han conquistado los personajes, lo que ponen en entredicho es una vida de bajo voltaje, y su fracaso significaría atestiguar, desde un lugar privilegiado, el derrumbe.
Francisco Bitar, 2018
Hay al menos tres momentos distinguibles en la producción narrativa del escritor santafecino Francisco Bitar. Los tres a su modo dan cuenta de una búsqueda que recomienza una y otra vez desde la figura del fracaso. Tambor de arranque (EMR, 2012), la novela que lo presentó en sociedad como “un narrador clásico, diestro y equilibrado”, los relatos de Luces de navidad (UNL, 2014) y su picaresca Historia oral de la cerveza (EMR, 2014) sellan a fuego la horma realista del primero; los relatos de Acá había un río (Nudista, 2015) y Teoría y práctica (Tusquets, 2018) son prueba de una inflexión en el proyecto poético, que incorpora un ejercicio de desdoblamiento metaficcional y produce una cierta desnaturalización del régimen narrativo previo; pero el que se abre con La preparación de la aventura amorosa (Tusquets, 2020) y La leyenda del muñeco de nieves (Marciana, 2022) marca realmente un salto cualitativo —disruptivo y un tanto anacrónico, hay que reconocerlo— hacia una literatura que se asume singularmente atraída por la idea y constituida desde una alegorización reflexiva del proceso que da lugar a las formas poéticas.
Como enseña la retórica latina, la alegoría no es un género sino un dispositivo de significación que vehiculiza un sentido propio en un sentido figurado al interior de cualquier género. La literatura puede producir una significación alegórica sólo mediante una sobrenominación que, por supuesto, rompe con cualquier ilusión de referencia unívoca entre el significado y el significante. La elaboración alegórica del nuevo momento de la producción bitariana apela, por el contrario, a una reverberación simbólica abierta sobre una alusión posible. No se presenta en una mediación forzada por la intención; se funde en una insinuación plantada en la propia estructura del relato.
El título de La preparación de la aventura amorosa, con su declarada alusión barthesiana, promueve el deslazamiento significante. La carga excesiva en la constitución de esa alusión teórica atenta contra cualquier referencialidad lineal. El relato se torna alegórico con la saturación del significado primero; sostenido en la literalidad, habla sin embargo de otra cosa. Y de la primera cosa que habla es, paradójicamente, de la cosa que es: literatura. O mejor todavía: lo que el propio Bitar ha definido como el exoesqueleto. La preparación de la aventura amorosa es entonces La preparación de la aventura literaria: una literatura hecha con el tópico de su posibilidad de ser, de los recursos disponibles, de los caminos posibles, de la incertidumbre y la promesa que tanto el amor como la literatura insinúan en “rasgos que prevalecerán”.
Primera entrega de la serie “De ahora en adelante”, escrita en 2019 (pero publicada recién en 2021), La preparación de la aventura amorosa se cierra con la idea de que para ver hay que cerrar los ojos. La literatura, como el amor, “se vuelve un misterio” ante los ojos del que escribe. Y por esa misma razón, se le vuelve irresistiblemente convocante. Esa atracción pone todo lo demás en un segundo plano y por eso mismo excede los propios límites: para Bitar, como para Cerro, cambiar de objeto de deseos implica “cambiar de vida”. Lo que está en juego entonces no es tan sólo un libro o una serie, sino toda una literatura. Marcel Proust y Macedonio Fernández hicieron de la preparación la aventura literaria misma. Y en Un accidente controlado (17grises, 2021), Bitar deja deslizar la idea de que el ensayo de lectura, la notación del diario y el esquema narrativo (Acá había un río es sin duda prueba patente de ello) son espacios en los que la literatura se hace literatura antes de ser lo que institucionalizada y protocolarmente se reconoce como tal —en los géneros y en las formas consumadas y legitimadas como Literatura. Siguiendo esta lógica, el devenir natural para este proyecto “literario” cada vez más atraído por la idea, por la nota, por el borrador, por el mapa incluso más que por el territorio, más entusiasmada por lo que preanuncia a la literatura o por lo que se pronuncia en torno a ella que por la literatura misma, debería continuar en un camino regresivo hacia su propia desaparición —pasando quizá antes por la forma del cuaderno de notas mínimas en torno a lo que “se podría escribir” o “se podría haber escrito”. Con esa misma idea juega una de sus últimas plaquetas, Resúmenes de poemas, publicada a fin de 2021.
Que la preparación de aventura literaria se resuelva, como la relación de Cerro con Betania, en tres tiempos que en efecto son tres pautas de producción (expansión, repliegue y suplemento), resulta especialmente significativo a la hora de pensar la deriva del proyecto poético bitariano. Como el propio narrador afirma, “el ciclo parece coincidente en los extremos, es decir, en el primero y en el tercer tiempo, donde se conjugaron la fortaleza y las intenciones de avanzar”, pero no lo es. Lo que ha alimentado el movimiento y el movimiento mismo hacen a la verdad de la literatura. Porque si el comienzo es “un mal necesario que, como ocurre con cualquier otro en su especie, se troca en un bien futuro”, no hay margen para dudar de que “la aventura, o la aventura dentro de la aventura, está a la vista; todavía más, está de pronto en marcha”. Y marcha en efecto hacia la alegoría como fragmento-ruina que permite iluminar esa experiencia excesiva e incierta que es la literatura.
La leyenda del muñeco de nieve (2022), segunda entrega de la serie “De ahora en adelante”, ocupa en este punto un lugar decisivo. Treinta años después, Bitar retoma una configuración alegórica empleada por César Aira a comienzos de los años noventa para dar cuenta de uno de los fetiches más notorios de Alfredo Prior y luego incrustada al final de La costurera y el viento (1994). Como en los cuadros de Prior, que insisten en presentar escenas donde en su inmovilidad fija los propios personajes crean la pintura (“representan algo, como la hormiga de la fórmula representa la laboriosidad”), en La costurera y el viento el pasaje dedicado a la leyenda del muñeco de nieve viene a ilustrar el carácter efímero y vulnerable de la obra de arte tanto por la excepcionalidad de condiciones que deben darse para su emergencia como por las que se instituyen como exigencia para su sobrevida. Ese ambiguo elogio de la fragilidad coincide sintomáticamente con el que en esos años se prodigaba por el “pensamiento débil”. Y, con tanta ironía como cinismo, plantea luego que la salvación del muñeco sólo puede realizarse a costas de ser puesto a resguardo de las inclemencias en un espacio donde su presencia perderá sin duda su capacidad de sobresaltar. Como en la fábula de El hombre que vendió su sombra de Peter Schlemihl (citada por el narrador aireano), el muñeco que no se derrite cambia vida por duración (insistencia por consistencia): la obra de vanguardia “protegida” en el museo.
Pero lo que en la novela de Aira es uno de esos típicos paréntesis alegóricos que a su modo ratifican tanto su inteligencia como su cinismo, y con los cuales salda —para excitar a sus fans académicos— el momento autorreflexivo de la ficción, en la de Bitar ocupa el centro neurálgico: la aventura misma. Lo que en Aira es un “negocio bastante razonable” en Bitar es un problema sin solución; un problema que, por eso mismo, no puede no conducir al fracaso. Mientras Aira querría que “todos los elementos dispersos de la fábula se reunieran al fin en un instante soberano”, Bitar los distingue y los dispone secuencialmente para poder luego integrarlos: la preparación y la leyenda son dos partes de la leyenda misma. Bitar salta por encima de Aira; va hasta Hans Christian Andersen y Nathaniel Hawthorne, pero aclara que incluso “el Muñeco llega a ellos ya hecho, como si hubiera existido desde siempre”. Lo que importa es la aventura que, como la música de Stravinski, siempre ya viene sonando en la serie: “de ahora en adelante” la preparación es ya parte de la obra. Y en cierto sentido lo son también sus consecuencias: no el fracaso mismo (la única certeza en el arte es la certeza del fracaso), sino la propia manera de fracasar.
Que la leyenda del Muñeco de nieve resuene en la leyenda de la obra de arte devuelve la lectura del libro a un modelo de pensamiento alegórico donde el proyecto literario mismo pone en conexión uno de sus momentos con otros pero siempre señalando a un horizonte de totalidad en la propia vida: “Quizá ninguna otra experiencia gane consistencia hoy (al menos en una vida como la mía, que suele tender a la desmaterialización) si no recupero al mismo tiempo ese viejo encuentro, que proyecta el origen no hacia adelante sino hacia la totalidad de mi vida” (p. 14).
A diferencia del de Aira, el narrador de Bitar se resiste a la desmaterialización, lucha contra la idea de que el Muñeco de nieve quede “borroso, entrampado en ese estado intermedio: entre la existencia y el desvanecimiento” (p. 58). Trabaja en el relato y en su preparación. Encuentra la manera de que la leyenda no se inscriba como en el cuerpo de la fábula; sino que llegue a la fábula por la puerta de la ficción. Así consigue estabilizar la construcción alegórica quitándola al destino de la lección edificante.
El devenir define la ética con relación al deseo: la alegoría bitariana se extiende de la preparación al relato de una nueva vida para el cualsea llamado aquí Wakefield (vida en la cual podría leerse la deriva que describe ascenso, caída y retorno del autor). Pero además se deja intervenir por un relato en que el narrador toma la palabra, no para contar su vida, sino para desdoblar (¡otra vez!) la imagen del cualsea Wakefield en la figura de un padre fracasado. Aún más que Hawthorne, Beckett es su Virgilio. La alegoría se muestra siempre tan reincidente y tan violenta como deceptiva: como la vida del Muñeco de nieve, el camino de la obra sólo puede conducir al fracaso. Por eso Wakefield encuentra la manera de hacer del fracaso de una vida una vida y de la preparación para la vida la vida misma. Va de la vitalidad reactiva del síntoma a la densa monotonía del fantasma y vuelve sobre sus pasos sin hallar nunca lo que busca o cree buscar. Como si intuyera acaso que lo que busca es volver a caer una y otra vez en ese ciclo, tropezando siempre de nuevo con la piedra que ve y no consigue sortear, y en cierta medida gozando en cada tropiezo. Pero no por ello se resigna, como el narrador de Aira, en un clamor de olvido correctivo, a que “en lo perdido se reúne todo”. Al principio, Wakefield (¿Bitar?) cree haber tomado una decisión que lo ha llevado al fracaso; pero, mientras se aferra a ella, descubre que no querría y luego también que podría no haberla tomado, que en sus manos también había estado la potencia de no actuar. Su viaje al sueño del pasado se le revela entonces tan extraño como irreparable; envuelto en él, no puede evitar saberse narrado, arrastrado por su propio pasado por una fuerza que lo excede y que lo estará esperando, tras el segundo desencuentro con el amor perdido, al otro lado del espejo, para invitarlo a fracasar de nuevo, a fracasar otra vez, a fracasar mejor.