8
Apenas había llegado yo mismo a Venecia cuando inesperadamente llamó Sabato desde Roma. Fue la primera demostración de que Venecia es un salón universal, un santuario de todos los peregrinajes y peregrinos. En este caso un refugio. Me adelantó que había amenazas contra su vida y que realizaba entrevistas en Roma con el periodismo. Buscaba un efecto disuasorio de carácter publicitario. Había hecho declaraciones radiales contra el terrorismo.
Rega lo fue a buscar a la estación del ferrocarril, llegaba de Roma. Nos saludó con gravedad de ceño fruncido, como fugitivo de un atentado. Aprovechó para una cita literaria, aquello que Thomas Mann escribió acerca de que llegar a Venecia en tren es como ingresar a un palacio por la puerta trasera.
—¡Pero qué le voy a hacer! Los sicarios de López Rega me amenazaron de muerte… Empezó el tiempo de la muerte en Argentina.
—¿Cómo?
—Con llamados a casa en medio de la noche. Lo siento, no quiero comprometerlos, pero este viaje no es de placer —y sonrió con un rictus de amargura.
—Leí su entrevista de Roma, en el diario Repubblica.
—Sí. Me pareció que lo mejor era venirme a Italia y denunciar lo que me pasa. Lo único que los puede parar es la prensa o el reclamo internacional. Son Las Tres A. La gente de Roma estaba indignada, incluso me ofrecieron que me quede hasta que pase el peligro.
Lo acompaño al cuarto de huéspedes. Está todavía despoblado de muebles, sólo dos camas de una plaza separadas por una de esas mesas de luz con una puertita para guardar la taza de noche. Restos decimonónicos del palazzo. El baño de huéspedes tiene una bañadera coetánea de la mesa de luz, con garras de león y extraordinariamente profunda, tanto como para que alguien se ahogue en caso de dormirse. Le digo a Ernesto.
—Casualmente me llamó su amiga Nilda y me dijo que había viajado a Italia para hacer una nota para el diario Clarín y que con seguridad pasaría por Venecia. Le dije que no dejase de llamarme al llegar.
Sabato me miró y sonrió ante mi prudente reserva. Nilda era su joven amiga. Solíamos encontrarnos acompañado por ella en el café Dandy de Libertador. Nilda era irónica, sexy, graciosa y estaba angustiada al punto de comerse las uñas, escribir y deprimirse deseando la muerte. Tenía una buena novela, La secta.
—Ella reservó en el hotel La Fenice —me dijo Sabato por lo bajo como para tranquilizarme.
En 1966, habíamos creado con el musicólogo Ernesto Epstein, Tomás Maldonado y él la revista Crisis, merced al dinero fundante de Federico Vogelius. Tomás Maldonado había llegado de Italia, era pareja de Inge Feltrinelli y senador comunista. La gauche divine europea. Había sido director de la revolucionaria Bauhaus, que fuera el centro experimental de la plástica europea.
Aunque Maldonado tenía más fama que obra, la Bauhaus, como envejecida vanguardia, lo prestigiaba.
Crisis tuvo la primera intención de ser la gran revista cultural, pluralista. El objetivo de Crisis era superar el provincialismo con una estética volcada a lo profundo y permanente, siguiendo el auge literario extraordinario de Argentina y América Latina. Yo, con la realidad de mi traslado al exterior, en diciembre me desvinculé de la revista. Sentí que la política argentina inauguraba un ciclo negro. Meses después, Vogelius dedicó Crisis a la política de la izquierda revolucionaria sin calcular las consecuencias. Pero se transformó en una revista de época y de referencia ineludible. Sabato también se alejó.
En ese entonces empecé a comprender que mi carrera diplomática me ayudaba a zafarme de estancamientos existenciales, personales o históricos. Estancamientos en el amor, sexo, dinero, crisis. Ya me sentía por entonces como el marinero con experiencia: destinado a zarpar. Siempre arrancarse y zarpar. Hay destino, que es misterio, y hay voluntad, tal vez ingenua, de mejorar el destino, aunque sepamos que está inexorablemente escrito. Creer en el destino nos alivia de aceptar las gracias y desgracias como sorpresas.
Tomábamos con Sabato un aperitivo en el balcón del Consulado ante el espectáculo radiante del mediodía. Ernesto contaba los episodios de la política argentina y en especial lo personal, con tintes invariablemente dramáticos. Traté de distraerlo hacia la espléndida realidad mostrándole el movimiento del mercado de la Pescheria. Le señalé la góndola del traghetto con la que los venecianos cruzan a la gente en algunos sectores del Gran Canal, algunos pocos sentados, y seis o siete de pie, con equilibrio de marinos avezados.
—Uno deja una moneda de cien liras y cruza —dije—. La Pescheria es el mercado más antiguo: mil años en el mismo lugar.
—Caronte —dijo sombríamente Ernesto.
Pero nada le llamaba mayormente la atención. Tampoco cuando apareció Iván, que había regresado del colegio, seguido por la gata.
—Saludá al escritor más famoso de Argentina —le dije a mi hijo. Ernesto rara vez prestaba atención, siempre andaba entre sus ideologías, juicios, protestas. La realidad no se veía en sus palabras, sólo se escuchaba un eterno intento de transformarla o recordarla, o vituperarla con ironía y entusiasmo.
Desde el balcón del Consulado, la vista que se extendía desde la Pescheria hacia los palacios soleados de la ribera opuesta y ese cielo azul de porcelana configuraban una gigantesca sonrisa. Comprendí que era un esfuerzo inútil de Venecia para quebrar la tozuda argentinidad de Ernesto Sabato, que me seguía comentando la crisis de la revista Crisis como si me estuviese acompañando de la puerta de su casa hasta la estación de Santos Lugares. Extendí la mano hacia la bandada de palomas que planeaban sobre el Canal y la fiesta de las gaviotas, limpiando los cajones de mariscos desechados a esa hora de cierre del mercado. Sabato proseguía ensimismado en su queja.
—Vogelius se quedó de una pieza cuando le dije que no cuente más conmigo para Crisis. Me quería convencer. Yo ya fui comunista en los años treinta, ¡cuando costaba la vida o el martirio! Lo que viene en Argentina es una lamentable chiquilinada. ¡Por Dios! Un peronismo guevarizado.
¡A quién se le ocurre! Como usted debe saber, ya se hizo cargo de la revista Eduardo Galeano.
—Me contó Jorge Vázquez, el montonero-diplomático, valga este extremo oxímoron, que Perón cuando se encontró con ellos les había dicho: “Muchachos, ustedes van a empezar con el comunismo cuando el comunismo se está yendo de la Historia sin que nadie lo empuje…”.
—Sabato se rió con ganas y alabó a su odiado Perón.
—¡Qué gran hijo de puta! —dijo elogiosamente.
22
En aquel día circular de seis años de duración, llegaron Borges y María Kodama a Venecia. Viajaban frecuentemente y por todo el mundo. Borges estaba en los años más intensos de su fama mundial. Le habían negado el premio Nobel por haber aceptado de Chile la mayor condecoración nacional, pero de manos de Pinochet. Sabemos que la hipocresía europea grita por izquierda pero pone los huevos por derecha, como el tero. No le dieron el Nobel, que a fin de cuentas es un galardón anual, con una frecuencia más rápida que la del talento literario creador. En cambio, el destino lo reparó con la diligencia indeclinable de María Kodama. Uno debe pensar qué convendría más, porque Kodama acompañó al despistado Borges con discreción y mantiene viva su presencia en el mundo moviéndose con astucia y eficacia, llevando su nombre urbi et orbi. En esos días pensé que lo había remozado bastante al mismo Borges, en algunas lagunas literarias en relación con la literatura posterior a la Segunda Guerra. Alivió, como pudo, sus tenaces y sinceras opiniones sobre política. Creo, pienso, que por Kodama dejó de alabar a dictadores sudamericanos y se enteró de torturados y desaparecidos.
Llegó muy borgianamente. Se alojaron de entrada en un hotel con nombre digno del sudeste asiático o de Mandalay, ubicado muy a trasmano y a cien dólares de motoscafo del centro histórico y el Consulado.
El editor italiano de la Biblioteca Borges, Franco Maria Ricci, ayudó a María a buscar un alojamiento en el centro histórico. Borges no quería un hospedaje cinco estrellas más que el que usaba en París, que reunía condiciones de paz, sosiego y el prestigio de haber sido morada de su admirado Oscar Wilde.
Encontraron uno a pocos pasos del Palacio Ducal y se trasladaron al día siguiente. Borges creyó alcanzar a ver las letras y el logo del hotel. “¿Qué dice?”, preguntó. “Albergo Londra”, respondió María. Les dijo a Ricci y a María que parecía casualidad, pero que no era casual. “Es el mismo hotel donde nos alojamos con mis padres hace sesenta años”.
¿Tendré esta mañana quince años? ¿El tiempo es circular y estamos donde estuvimos y estaremos otra vez? ¿Mis padres me estarán esperando abajo en el vestíbulo para la primera caminata por Venecia, como aquella vez?
Cuando yo tenía diecisiete o dieciocho años había conocido a Borges en algunos festejos de la Sociedad de Escritores, en la vieja casa donada por Victoria Ocampo de la calle México. Entonces Borges sí era “un hombre más bien enlutado que viajaba en tranway”. Pero cuando lo vi llegar al Consulado sentado en la parte trasera del taxi-lancha, y al bajar al embarcadero de la mano de Kodama, observé su elegante traje de gabardina y una corbata de seda con correspondencias de color que Borges no habría imaginado cuando caminaba por Florida, después de tomar su vaso de leche en La Cosechera de la Avenida de Mayo. Entonces lo crucé más de una vez al salir yo del Nacional Buenos Aires, cuando él no era ciego ni tan admirado mundialmente. Hacia 1950, el famoso Angel Battistessa, profesor de castellano y literatura, invitó a los de nuestra clase a la Alianza Francesa, donde Borges daba una de esas conferencias que lo ayudaban para vivir, porque estaba en la lista negra del peronismo. La Alianza era un teatrito, con estrado y butacas acogedoras. Yo estaba muy al costado de la segunda fila y pude ver, entre las bambalinas laterales, la cabeza de Borges inclinada hacia una mano que sostenía un peine de carey. Era un chico al que su madre obliga a someterse al peine. Y conjeturé mucho después, como él diría, que era su madre, Leonor Acevedo. Su dulce pero ineludible ángel tutelar.
Borges sólo veía algunas formas con intensa luz diurna. Entraba al palacio Mangilli-Valmarana con paso nada titubeante, más bien como si su ceguera tuviese algo de increíble o de despreciable dificultad menor. Estaba en el apogeo de su fama en Inglaterra, donde lo traducía Norman di Giovanni, y en Francia, Roger Caillois. Había hablado en los grandes foros mundiales, desde las Naciones Unidas a la Unesco, Honoris Causa en Yale. No obstante tenía una timidez taoísta, natural, nacida de un cierto escepticismo o prevención visceral ante la convención mundana. Ninguna situación, por exótica que fuere, lo sacaba de su distancia, de su yo estético.