A estas alturas se puede afirmar sin titubeos que Fabio Morábito es autor de una sólida obra literaria escrita a pulso, tanto sin prisa como sin pausa. En cerca de 40 años ha publicado más de 20 libros en diversos géneros (poesía, cuento, ensayo, novela y otros de más imprecisa clasificación). Todos, escritos y publicados originalmente en español, lengua que no siendo la materna adoptó como propia desde la adolescencia cuando llegó con su familia a México, desde Milán, y comenzó a hacer suyo ese país y la lengua allí aprendida. Hablar de lo materno en su experiencia literaria tiene, sin embargo, raíces más hondas, pues no se trata sólo de la persistencia silenciosa de esa lengua primera, de ese “idioma de mi lengua” como calificara al italiano en algún poema. Un rol, también determinante en su hechura literaria, lo desempeñó la misma figura de la madre, esa apasionada lectora que el niño Fabio adoptó como modelo a imitar, y a quien le debe esa “educación desordenada y lúdica” que, según ha comentado, gestó también al lector y al escritor.
Vista en perspectiva su obra y teniendo la fortuna de conocerlo desde hace más de 20 años “de trato, vista y comunicación” —como se acostumbra a afirmar en toda buena carta de referencia—, me parece oportuno detenerme un momento a ponderar ciertos matices de esa aseveración sobre su educación literaria y sobre los posibles modos en que esta se ha manifestado en sus escritos. Sospecho que ambos adjetivos, “desordenada” y “lúdica”, dan cuenta de una condición irrenunciable en la obra de Morábito: la del niño rebelde que sin seguir ningún orden preestablecido descubre el mundo para ordenarlo, más que para reordenarlo, de acuerdo al modo en que lo descubre; modo que, a su vez, se rige por reglas de juego muy precisas fruto de la propia observación, las cuales han de dictar la dinámica de cada jugada, de cada decisión en ese particular ajedrez que a la larga ha de constituir su escritura, en abierto acto de desacato a toda imposición. Dicho de otro modo, detrás de la notoria y manifiesta inteligencia e ingenio que deslumbra en todo escrito de Morábito, habita calladamente la sabiduría de un niño rebelde, poseedor de una mirada obsesivamente curiosa y escrutadora, que le permite identificar propósitos y objetivos minuciosos, muy bien definidos, para cuya convalidación no se requiere más que la certeza de la propia convicción. De tal suerte, toda la obra realizada por el escritor adulto, cuya eterna jovialidad constituye un atributo muy marcado, no habrá de ser sino el resultado de la puesta en práctica, toma de consciencia y profundización de lo descubierto y aprendido con fascinación en esa infancia ganada por el asombro ante el mundo. La inducción más que la deducción es el método privilegiado para esa aventura indagatoria. De lo pequeño a la gran escala, de lo particular a lo general. Podemos imaginarlo en las madrugadas siguiendo esas enseñanzas que le ha dado la vida, mientras todos duermen, a la pesquisa de los ruidos del vecindario, con la oreja puesta en las paredes para determinar el cauce de las aguas interiores del edificio y de todas las posibles aguas de la existencia; viendo a la distancia los columpios de los parques para vislumbrar el inicio de los niños en los paréntesis y en la melancolía; o contemplando desnudas a las madres de sus compañeros de escuela subidas a los árboles para cazar amoríos y huir de los calorones, como expresión elocuente de la llegada del verano.
Toda su obra, en los distintos géneros que ha cultivado, se conforma en una red de vasos comunicantes, donde aparecen, reaparecen y se recrean unos cuantos temas que configuran el índice de sus obsesiones. Entre esos temas, la niñez o más bien los descubrimientos hechos en la infancia y sus repercusiones en el resto de la vida ocupan un lugar central.
Leerle un libro a otros en voz alta es el castigo impuesto, por una infracción menor, al protagonista de su novela El lector a domicilio. En el primer texto de su libro El idioma materno, titulado “Scrittore traditore”, el personaje que nos habla confiesa haber descubierto su vocación de escritor, además de la de traidor, en un episodio de la infancia en que no secundó a su amigo adorado, Massimo, cuya torpeza leyendo, “a pesar de su apariencia angelical”, lo hacía “un burro redomado”. Esta confesión encierra, a un mismo tiempo, un descubrimiento y una percepción de su destino literario:
Tomé una decisión repentina: leer peor que Massimo. Pienso que, de haberlo hecho, ahora sería un hombre mejor del que soy. Si hay episodios decisivos en la infancia, ése fue uno de ellos, porque después de equivocarme adrede en la primera línea me di cuenta de que no podría seguir estropeando una palabra más y me solté a leer con una fluidez que el maestro aprobó con un gesto de admiración. Esto es leer bien, dijo, y creo que fue entonces que vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos vocaciones estrechamente unidas.
Un aprendizaje y de nuevo un descubrimiento en esa dirección se encuentra en el texto “Robar”, del mismo libro. Allí se dice: “A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi casa”. Estimar las consecuencias de esa práctica habrá de ser una de las tareas del futuro escritor, quien se pregunta:
Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y a escribir unos cuantos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más. Todavía hoy, después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano para escribir, cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima agobiante de siempre. Como me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi disciplina.
De lo dicho y leído hasta ahora ya podría colegirse que, paradójicamente, el resultado de esa supuesta “educación desordenada y lúdica” no ha sido otro que el de la formación del escritor disciplinado y riguroso, para el que, si bien la creación tiene mucho de juego, éste será siempre uno regido por el dictado de las reglas descubiertas desde niño, que le han servido de guía para el ejercicio de su oficio literario. Y así también, pareciera claro que detrás del “ladrón” lo que impera en realidad, como consecuencia de ese largo aprendizaje, es el escritor de franca llaneza y honestidad, pues no hay nada más lejano a Fabio Morábito que la búsqueda de escenarios donde exhibir imposturas, poses literarias o falsas erudiciones librescas. Un testimonio de esto lo encontramos, a mi modo de ver de forma privilegiada, en otro texto de El idioma materno, especialmente emblemático de su concepción de la escritura y que de nuevo nos remite a esa etapa de descubrimientos infantiles que ha marcado su vida literaria. El texto en cuestión se titula “Samsonite” y lo citamos in extenso:
Entre los doce y los trece años me dio por dibujar interiores de casas rodantes. En hojas cuadriculadas trazaba líneas que representaban el comedor, la cocineta, el baño, el clóset y las alacenas. Había ido a una exposición de campismo y conocía las medidas de cada objeto. El chiste de una casa rodante es aprovechar el espacio lo mejor posible. En un habitáculo de cuatro metros por dos debe caber una familia de cuatro miembros que comen, cocinan, duermen y van al baño. Las casas rodantes están llenas de soluciones ingeniosas. Lo que de día es un gracioso comedor, de noche se transforma en una cama matrimonial. Mucho tiempo después publiqué mi primer libro de poemas. Estaba escrito todo él en versos cortos, casi siempre heptasílabos, que me parecía el habitáculo mínimo para decir algo en verso. Mis poemas buscaban la concentración, no el despliegue y, tratándose del primer libro de un joven poeta, la cosa llamó la atención. El libro fue recibido favorablemente en las reseñas que se ocuparon de él, uno de los términos más recurrentes era rigor. Cuando me invitaron a una charla con el público y me preguntaron sobre mis principales influencias, contesté que había escrito mis poemas del mismo modo como varios años atrás había dibujado el interior de centenares de casas rodantes: haciendo caber la mayor cantidad de materia en el menor espacio; por eso había recurrido a un verso corto, porque necesitaba un marco reducido que me obligara a hallar las soluciones más estrictas. Pero cuando la gente pregunta sobre las influencias literarias quiere oír de autores consagrados y noté cierta perplejidad en el público ante mis elucubraciones sobre las casas rodantes. Ahora podría decir que siempre he escrito poesía como quien comprime lo esencial de sus pertenencias en una valija de poco peso, porque se marcha a un lugar que no conoce y no quiere cargar con un bulto voluminoso, y me temo que tampoco esta vez me tomaría en serio si afirmara que mi mayor influencia literaria no es tal o cual poeta insigne, sino la línea de maletas Samsonite.
No en balde podríamos afirmar que “a confesión de partes relevo de pruebas”, pues como se hace evidente, Morábito no ha dejado de insistir en la importancia decisiva que en su destino literario tuvieron esas travesuras del niño inquieto, de imaginación e ingenio desbordados. Siempre encontró en lo mínimo la expresión y las formas adecuadas para explicar y representar las complejidades de un mundo de otro modo incomprensible, y que a la postre propiciaron aprendizajes y descubrimientos sin los cuales no existiría el lector ni el escritor del presente, ese que inevitablemente siempre llevará como carga la conciencia de su “crimen” y de su “castigo”. Sin el traidor y el ladrón, no habría vergüenza ni remordimientos, pero tampoco existirían los poemas, los cuentos, las novelas y los ensayos que nos han convertido en sus devotos lectores.