Son las dos de la tarde del lunes. Él se levanta de su silla, deja la computadora en estado de hibernación. Tiene un par de horas para comer. Toma un libro del cajón. Sus compañeros aprovechan el descanso para manejar a sus casas, así conviven con sus familias. Casi todos están casados; la mayoría tienen hijos. Él, a diferencia de ellos, vive solo. Contraerá matrimonio en unos meses, pero mientras tanto, prefiere aprovechar el descanso para relajarse. Ha tomado como rutina leer mientras camina hasta uno de los muchos restaurantes cercanos. El edificio de la compañía está ubicado en una avenida amplia y transitada. Hoy decide andar otra ruta. Toma una calle transversal. Llega a un eje vial con demasiado tráfico. El sol mantiene una temperatura arriba de los treinta grados; empieza a sentir como suda su espalda. A los pocos metros ve un restaurante: en realidad es un motel con un comedor al frente.
Duda un segundo. El lugar se ve solitario, además es un motel. La idea de comer ahí le parece, por alguna razón, perversa. Se acerca a la puerta, se detiene, sigue su camino, avanza un par de metros. A lo largo de la banqueta sólo se ven edificios de oficina sin movimiento. Además de los conductores en sus autos, avanzando lentamente, histéricos ante cada movimiento, no se ve a ninguna persona. Por un segundo le parece que cambió de ciudad: la desconoce, todo parece ajeno. Se queda allí, bajo el sol, estático. Se acomoda en la banca de una solitaria parada de autobuses. Abre el libro.
Está absorto en el cuento que lee. Cuando levanta la vista, una chica le sonríe. Voltea hacia atrás por reflejo. Sólo están ellos dos. Ella se acerca, él cierra el libro. Viste un pantalón de tela blanca muy delgada y un top deportivo ajustado. Por un momento supone que ella no existe, que está alucinando. Estas cosas no le pasan a la gente como él. La chica le pregunta por una línea de transporte público. Lo siento, no sabría decirle. Ella le cuestiona si sabe una forma de ir al centro de la ciudad. Él intenta verla directo a los ojos. Le parece muy bonita; ese pensamiento le obliga a bajar la mirada. Hace años que no tomo camión. Gracias, dice ella, ¿Qué hora tienes? Mira su reloj y da la cifra. Ella pasa a su lado. No puede menos que mirarla. A la luz intensa del sol, el pantalón parece casi transparente. Nota una tanga. Sus ojos se encadenan a los glúteos torneados.
La ve alejarse unos pasos. Cae en cuenta de que la mira con descaro. Siente una erección. Se turba, sus mejillas enrojecen. Emprende el camino de regreso. Se detiene de nuevo en el restaurante del motel. Decide entrar. Sigue sin clientes. Apenas abre la puerta de cristal, toma una mesa cerca de una ventana. Ve el menú. Mientras aparece alguien para atenderlo, abre el libro. Intenta seguir con el cuento. La misma chica que vio en la calle, entra. Se sienta frente a él. Le sonríe de nuevo y le pregunta qué le recomienda para comer. Contesta que es la primera vez que está allí. ¿Hola?, grita la mujer. Un joven con apariencia somnolienta asoma su rostro a través de una puerta tras la barra. Le grita de nuevo: ¿Qué nos recomienda? Por respuesta viene un silencio forzado, como si le costara pensar en las palabras, como si esa pregunta implicara todo un análisis de la estabilidad del universo. La hamburguesa, dice con lentitud, como si no creyera que alguien realmente le hablaba.
Eso y una coca, dice la chica. Él, sin salir de su estupor, ordena lo mismo. Ella toma el libro. Nunca había oído de este escritor, le dice, ¿es bueno? Es de mis favoritos, contesta él. Ella lo abre al azar. Pasan minutos en que ninguno dice una palabra. La mujer luce divertida. No me digas tu nombre, le pide, te llamaré Roberto Bolaño, como el autor. Él sonríe. ¿Cómo te llamas? dice ignorando el juego. Ella voltea los ojos hacia arriba. Déjame pensar en algo, ¿tienes alguna actriz o cantante que te guste? Natalie Portman, contesta. Mucho gusto, concluye la chica, apoyando el torso sobre la mesa, dándole un beso en la mejilla.
Ella ve el título, ¿es documental o es ficción? Él no sabe si es una pregunta inocente o irónica. Ante su duda, ella reitera: ¿Por qué se llama Putas asesinas? Son cuentos, dice Roberto. Natalie empieza a leer en voz alta uno de ellos, el que bautiza al volumen. Él la escucha pensando que nada es real, que debe haberse lanzado en el eje vial y el infierno es estar en el restaurante de un motel, con una chica hermosa leyendo en voz alta los cuentos de un chileno, precisamente aquél donde una mujer le habla a un Max silencioso.
Les llevan su comida. Ella empieza a hablar de cómo siempre había querido conocer a un escritor. Roberto la ve a los ojos. Ella le dice, con un pedazo de hamburguesa entre los dientes, que no piense que está loca. Usa tu imaginación, ¿no habías deseado alguna vez compartir mesa con Natalie? Él afirma con la cabeza, toma un trago de refresco, baja por un momento su mirada. Ella se tapa con la mano el escote. Él enrojece. Ella ríe. Qué descarado eres. Él va a pedir perdón, pero ella no lo deja continuar. La chica empieza a hablar de música. Él le responde que casi no sabe del tema. Ella no se detiene por eso y sigue hablando de grupos de los que él nunca ha oído.
Al terminar su platillo, él ve su reloj. ¿A qué horas debes regresar al trabajo? le pregunta Natalie. En un rato, contesta. Joven, grita de nuevo la mujer al joven encargado, ¿Hace algún descuento a los que se alojan aquí? No, responde el hombre confundido. Lástima, dice ella. Te espero en recepción, agrega después en un susurro a Roberto. Él paga la cuenta. Sale del restaurante. Algo le dice que se aleje. No sabe qué esperar. Desde donde se encuentra, puede verla en la recepción del motel. Ella lo saluda con la mano, le indica que se acerque. No puede menos que obedecerla.
Abren la puerta, pasan al cuarto. Una cama matrimonial, una tele vieja, cuadros con paisajes nevados. El aire acondicionado está encendido. El frío congela la camisa sudada de Roberto. Ella se acuesta en la cama, se estira. Él la mira confuso mientras se acerca lentamente. Siente que está debajo del agua, que en cualquier momento el infierno se revelará como tal, que Lucifer es una mujer en ropa deportiva ajustada. Natalie busca el control de la televisión; apenas lo encuentra, la enciende. La palabra secreta, dice una voz de tenor mientras se muestra un foro repleto. Todos repiten la frase. Él se queda mirando el programa, después la observa a ella que ve la pantalla con fascinación.
Escapar, dice Natalie imitando al coro del público. Roberto está sentado en la cama, junto a ella. El programa es una versión del juego del ahorcado, con la diferencia de que cada letra implica perder un porcentaje del dinero que sale de un sorteo al final. Pasan dos rondas: Palacio y Atardecer. Ella se levanta. Necesito una ducha, le dice mientras se mete al cuarto de baño. La puerta se queda ligeramente abierta. Él se acerca de inmediato. Desde donde está, alcanza a ver el espejo, en el que se refleja la espalda desnuda antes de ocultarse tras una cortina plástica. Duda un momento. Mira hacia todos lados. Palpa su erección. Finalmente se quita la ropa con lentitud. Piensa en su prometida, en el hecho de estar con otra mujer. El sentido de alerta le dice que puede ser peligroso. Inmediatamente después se corrige, busca excusas que lo apoyen a tomar la decisión de salir antes de cometer un error. Sin embargo, la excitación es mayor a cualquier pensamiento coherente.
Entra al baño con cautela. Escucha el agua, ve el vapor que va volviéndose denso. Natalie canta en voz baja. Él abre la cortina. La imagen del agua cayendo por el cuerpo de la mujer, lo paraliza. Ella se queda callada. Lo mira fijamente, dando la vuelta para estar frente a él en actitud desafiante. Ahora no sonríe, parece demasiado seria, como si se hubieran roto las reglas del juego. Roberto está desconcertado. Ella cierra la cortina. Él se disculpa; sale de inmediato. Se empieza a vestir. A punto de dejar el cuarto, la chica le ordena detenerse. Él voltea. Ella está envuelta en una toalla: los hombros cubiertos por una capa húmeda, el nacimiento de los pechos que hace unos segundos contempló. Lo mira a los ojos. ¿Eres casado? le dice finalmente. No, pero… Roberto se debate entre ser sincero o decir una mentira. Me voy a casar pronto, responde finalmente. En los labios de ella aparece una sonrisa, ¿me vas a invitar a la boda? Él tartamudea: es la pregunta que más le ha incomodado desde hace algunos meses. Tal vez, dice él. Ella deja caer la toalla al suelo. Me portaré bien, le dice mientras se recuesta en la cama. Le pide que se acueste a su lado para seguir viendo el programa.
Fiesta. Vagabundo. Mentira. Roberto mira alternativamente al televisor y a la mujer. La percibe húmeda, respirando con lentitud. Los ojos de ella están hipnotizados en las palabras que letra a letra se van descubriendo. Laberinto. Elevar. La hora del día, el zumbido del aire acondicionado, el programa y su anfitrión con voz de tenor. Quisiera estirar su mano, tocar a Natalie, besarla. ¿De dónde crees que saquen tantas palabras? pregunta ella, inclinando ligeramente su cabeza, mirándolo a los ojos. No sé, dice él: un diccionario, algún programa de computadora, un libro. Ella ríe, se acerca apenas unos centímetros. Televisión. ¡Noticia! dice la chica. Fútbol. Dentista. África. Llegan a una sección donde cualquier persona que hable puede adivinar la palabra. Repiten el número de teléfono antes de irse a comerciales. Deberíamos hablar, dice Natalie, podríamos ganarnos algo. Roberto la mira en silencio.
Ella se mueve quedando sobre él; lo besa en los labios. Él intenta abrazarla pero la repentina imagen de su prometida lo paraliza. Ella ignora su falta de movimiento. Pasa la lengua por su cuello, le abre la camisa, chupa con delicadeza un pezón. Conmemoración, dice una voz en la tele. Ella deja lo que está haciendo, se pone de pie, empieza a vestirse. ¡Conferencia! grita emocionada, con la tanga aún hecha bola en su mano. Él la mira confuso. La rabia y la frustración pelean en su cabeza por tomar el control.
Espera, le pide él cuando la ve amarrarse los tenis. Mucha suerte en tu boda, le dice ella, acercándose a darle un beso en la frente. Él siente los pechos de la chica rozando su rostro; quisiera detenerla, forzarla. Aunque sea dame tu teléfono, le dice en un susurro. Ella sonríe. Está bien, le contesta. Toma el libro de Roberto y saca una pluma de su bolsa. Con una condición, no me podrás hablar hasta que hayas leído la última página. Roberto la mira con escepticismo. Natalie le da un beso más y sale apurada del cuarto. Él se queda viendo el final del programa. Son las cuatro de la tarde.
Roberto camina de regreso. Llega tarde del receso para comer. Inventa un contratiempo. Alguien menciona su cabello despeinado. Soporta las bromas por lo que queda de la tarde. Esa noche le propone a su novia salir a pasear. Se dirige al mismo motel. Renta el mismo cuarto. Le pide que le llame Roberto Bolaño. ¿Como el escritor del libro que estás leyendo? le contesta ella. Si, a ti te llamaré Natalie Portman. La mujer lo mira con duda, casi divertida. No sabía que te gustara tanto. Es un juego, le dice él tratando de restarle importancia. Ella sigue el teatro. Hacen el amor con violencia, duermen abrazados. Al despertar ella le dice que lo ama, él responde lo mismo.
Durante un par de días solamente puede pensar en Natalie: en la imagen de su cuerpo, en la posibilidad del engaño a su prometida. No le llama, no quiere parecer ansioso. El jueves observa durante toda la mañana el número en la última hoja. Ha marcado un par de veces: nadie contesta. Ignora la advertencia de terminar el libro. No puede concentrarse. Dan las dos de la tarde. Está decidido. Anda hacia el motel, casi corriendo, con el libro en la mano, pensando en que la volverá a encontrar. El sol está en su punto más alto. Avanza sudando sobre el pavimento. En el restaurante del motel no hay un solo cliente. El joven que lo atiende debe estar tras la puerta del fondo. Sigue su camino. La parada de camión esta solitaria. Mira a todos lados. Espera durante casi media hora. Aquella sensación de ser ajeno a su entorno vuelve a él. Desconoce el sitio. Parece que sólo él existe, que flota en un mundo que es una ilusión hecha sobre vapor. En su memoria se repite la imagen de la chica que lo besó hace tres días: su voz sensual leyendo en voz alta un cuento en donde la protagonista le dice a Max que las mujeres son putas asesinas.
Cansado de someterse al azar de otro encuentro, toma su celular. Marca una vez más al teléfono escrito en la última hoja. Le responde una voz de tenor preguntando su nombre, escucha ruido de aplausos a lo lejos. Él cierra los ojos: puta madre, dice con enojo. No sabe que al otro lado de la bocina el público se queda silencioso, el locutor cambia de tema aún confuso mientras el productor piensa en cómo eludir los censores oficiales para que no les pongan una multa. Pasada la crisis, la llamada de una mujer entra al programa. La palabra es infierno. El anfitrión la felicita por adivinar al primer intento, por ganar una considerable cantidad de dinero. Le pregunta por su nombre: ella contesta y agrega en un tono risueño que le gusta que le digan Natalie.
Foto: Clay Banks, Unsplash.