Disclaimer: conozco a Alejandro Zambra antes de que fuera novelista. O mejor: conocí a Alejandro Zambra antes de que publicara su primera novela, Bonsái, cuando presentaba un poemario en una biblioteca pública (o puede que haya sido un bar) e intentaba, tal como el título de su última novela, convertirse en un Poeta chileno.
Eventualmente, culpa del estrecho mundillo literario chileno, Alejandro fue mi profesor, confidente, entrevistado, e incluso una vez, ya que no tenía dónde caerme muerto, me hospedó luego de una noche de fiesta y karaoke que incluyó a Zalo Reyes, Aterciopelados y David Bowie.
Eran años que, estoy seguro, inspiraron escenas de esta novela, Poeta chileno, la cual trata sobre Gonzalo, un poetastro, así como sobre Pru, una “una periodista gringa que se convierte en testigo accidental de ese esquivo e intenso mundo de héroes e impostores literarios”.
Y claro: el título de su novela no es sorpresa para nadie. Alejandro Zambra era (y es) lector de poesía chilena. Un continuador de una tradición y hasta de un cliché (“Chile, país de poetas”). También fue uno de los primerizos lectores de mi novela que trataba, entre otras cosas, sobre Nicanor Parra (y la cual, si bien rechazó presentar, luego trató amablemente: “Un autor que escribe pequeñas revelaciones nacidas de una atención religiosa a la literatura y la vida”).
Hicimos parte de esta entrevista para un diario en Chile. Fueron conversaciones a través de emails, una llamada telefónica y varios mensajes de WhatsApp. Poeta chileno se había publicado en Chile (y en todo Hispanoamérica) a comienzo de la pandemia. Ya entonces Megan McDowell estaba trabajando en su traducción, la cual se publica en febrero en Estados Unidos y un mes más tarde en el Reino Unido.
Era abril de 2020 y Alejandro Zambra estaba en Ciudad de México, donde vive hace un tiempo. Y quien escribe esto estaba en alguna parte de Florida, en un pueblito donde en la única librería existente había dos autores chilenos: Pablo Neruda y el mismo Zambra.
Antonio Díaz Oliva: Ya te lo decía en uno de los emails en cuanto al estilo (frases largas) y al alcance del libro, pero siento que con esta novela estás jugando a ser otro escritor, ¿no?
Alejandro Zambra: Siempre juego a ser otro escritor, sino para qué. Igual, no tengo sensaciones tan fijas sobre el estilo. Frase a frase, digo. No me consideraba ni me considero un escritor de frases cortas, si miro desde Bonsái en adelante encuentro pocas frases cortas. Pero quién soy yo para opinar sobre esto, solo el autor… Lo digo en serio; por supuesto, hay cosas de mi trabajo que se me escapan, esa mirada desde fuera me resulta difícil de imaginar. Para mí, todos mis libros son muy distintos entre sí, soy más sensible a las diferencias que a las continuidades, pero supongo que desde fuera son más visibles las continuidades. En general, decido publicar cuando me convenzo de que di con algo verdaderamente distinto de lo que ya publiqué y cuando siento que, por motivos resbalosos y hasta medio esotéricos, lo que escribí ya no me pertenece del todo. Me relaciono con mis libros previos desde el cariño, los quiero, pero no pienso mucho en ellos, no le hallo sentido a la idea de “obra”, que me sigue pareciendo grandilocuente, incómoda. Me gusta la idea de que se escribe un libro único y sin embargo ese libro va cambiando cada día porque tú cambias y el mundo cambia. Es como si escribir un libro siempre fuera saciar una misma necesidad que va cambiando y a la vez permanece.
ADO: Qué me dices del tamaño: cuatrocientas y tantas páginas. Creo que ni siquiera al juntar tus tres primeros libros se llegan a tantas páginas. ¿Fue casual?
AZ: En realidad, estuve escribiendo varios libros simultáneamente, nunca me había pasado. Los terminé todos y luego me puse a escribirlos de nuevo, a corregir. Y con Poeta chileno corregir fue más bien agregar. También fue así antes, en todo caso, en especial con Mis documentos. Solo Bonsái es un libro de poda.
ADO: Igual, en algún momento, me imagino, te diste cuenta de que el libro iba para largo…
AZ: Creo que al principio pensaba en Poeta chileno como una novela no tan corta como mis dos primeras, pero igual corta. Al imaginarla surgía un fraseo parecido al de algunos cuentos de Mis documentos o al de los textos finales de Facsímil. Recién tomé conciencia de lo larga que era cuando empecé a corregirla. A veces pasaba la mañana entera y tenía la sensación de haber trabajado un montón y descubría que ni siquiera había corregido media página o que media página ahora eran dos… Pero así es esta pega, me gusta esa relación extraña entre deseo y velocidad. Los vaivenes de la paciencia, el deseo de artesanía, la minuciosa pasión, en fin, todo eso.
ADO: ¿Cómo definirías el impulso detrás de esta novela?
AZ: Hay en la novela, claro, una voluntad de relato, por así llamarla, un deseo narrativo, muy ligado a la conversación. Adoro ese momento en que un personaje es como un desconocido que quieres que te hable, que quieres seguir escuchando y entonces tienes que seguir inventando lo que ese personaje te dice. Hay mucho gozo ahí.
ADO: Las grandes novelas, en América Latina, traen a la mente el boom y siento que tus primeros libros, de hecho, iban en contra de esa idea. En contra de la literatura grave. De todas maneras, Poeta chileno, creo, no busca ser una novela total, ¿no?, ¿sí?, ¿por qué?
AZ: Poeta chileno quiere ser la novela que es, nada más. Tampoco Bonsái o La vida privada de los árboles nacieron para alimentar debates literarios, para nada. Siento que para escribir tengo que alejarme del ruido literario, que paraliza, que jode. Yo adoro algunos libros del boom, también me gustan libros y sobre todo autores que quedaron fuera de ese lote. Y sobre todo no crecí en el boom ni mis referentes eran narrativos. Me gustaban las palabras y de ahí salté, gracias a varios azares, a la poesía. Aunque ya estoy bien viejo, aún me siento un advenedizo en esos debates sobre el boom o sobre la ficción y la no ficción. O sea, son medio exógenos, extranjeros, en especial españoles y gringos. Llegué tarde a esos autores, a la mayoría. Recuerdo haberlo pasado muy bien leyendo a Vargas Llosa, ahora me encantaría decir que nunca me gustó, pero sus libros me impresionaron, y también su ensayo sobre Madame Bovary, que leí muy chico, por casualidad, cuando acababa de leer Madame Bovary.
ADO: ¿Qué tan chico eras?
AZ: Bueno, no tan chico, si se publicó el año en que nací… Y no sé, podría hablar mucho rato sobre las novelas del boom que me interesaron. No sé, El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. La idea de “lo real maravilloso”, de Carpentier, me parece por supuesto mucho más precisa que la idea de realismo mágico. Después, en realidad hace poco, caché que cuando los gringos hablan de realismo mágico se refieren a una tradición para nosotros casi ignota de autores gringos que siguieron una receta que García Márquez nunca redactó. O sea, ellos se refieren específicamente a una especie de género literario creado en Estados Unidos que incluía personas volando. Pero los novelones de García Márquez me gustaron mucho. Y la primera novela que releí fue El coronel no tiene quien le escriba. ¡Ese final, por favor! Cualquiera que haya leído esa novela sabe de qué hablo. Qué cosa tan extraordinaria. La estaba leyendo para un control de lectura; en la sala, mi compañero de banco no podía creer que le releyera si ya sabía el final. Traté de explicarle que quería llegar de nuevo a ese final, recorrer todo ese camino hasta llegar de nuevo a ese final que ya conocía. Tampoco creo haber percibido a esos autores como un grupo. O sea, yo no leía novelas contemporáneas, por plata y porque no me interesaban realmente. Pero sí leía a Manuel Rojas, a Carlos Droguett, a María Luisa Bombal y a esos autores que mencioné, que por lo demás eran casi todos “clásicos escolares”. Después, en la universidad, descubrí a González Vera y Juan Emar. Solamente estaba al día con la poesía, durante muchos años fue así.
ADO: Hablemos de la estructura de Poeta chileno: ¿cómo la pensaste?, ¿la pensaste? Por ahí dijiste que eran como “dos novelas cortas que se intersectan”.
AZ: Claro que la pensé, aunque yo tiendo a creer que escribir es más bien destruir los planes, las ideas previas. Eso es lo que más disfruto: cuando veo que salen de mi cabeza frases inesperadas. Igual, esta novela tiene muchos orígenes, pero creo que entreví o vislumbré algo parecido a su forma final cuando apareció justamente la última escena. Casi toda la novela es el pasado acumulándose sobre la ligereza del presente. Son dos novelas cortas, tal vez, que se intersectan, y sobre todo son dos personajes que, por así decirlo, se intersectan en ese terreno resbaloso de la poesía chilena, en esa comunidad rabiosa y solidaria, en esa familia, al fin y al cabo, más duradera, más sólida de lo que en un comienzo parecía.
ADO: Explorar la chilenidad, y sus varias capas, es algo que se repite en este y otros de tus libros. Digo, en Poeta chileno hay palabras, momentos, comida y lugares chilenos; hay énfasis en el color local. Me pregunto si esto es algo que, desde México, te importa más.
AZ: “Explorar lo chileno”, así, como un plan, suena demasiado serio, pero igual sí. Tal vez exploro en realidad lo mexicano y por lo tanto me vuelvo más consciente de lo que me falta, de lo que ya no tengo. Algo así. Hace un tiempo mi amigo Andrés Anwandter me dijo que escribía para habitar su lengua chilena. Él vive hace demasiados años en inglés y en vez de ponerse a escribir en inglés, como hacen otros escritores, se apegó a su lengua. Me gusta mucho esa idea, en varios niveles, es muchísimo más compleja de lo que parece. En mi caso, vivo hace tres años en México, mi hijo habla en mexicano, veo poco probable que volvamos a vivir en Chile. En realidad ni siquiera puedo usar el plural, porque nunca hemos vivido en Chile; he vivido la paternidad en México, digo carriola y no coche. Es curioso lo que pasa cuando te mueves en el interior de una misma lengua. El inglés nunca le hizo nada a mi chileno, pero los ligeros o violentos desplazamientos de sentido que imprime un acento distinto de tu misma lengua son preciosos y desafiantes. Me gusta tener ese problema, digo, a los cuarenta y cuatro años. A veces, muy conscientemente, me aferro al español de Chile, y la cariñosa presión de otro acento me hace descubrir matices que no había advertido nunca. Expresiones como “de todas maneras”, por ejemplo, que solo en Chile significa lo que significa. O eso de “ocupar el baño” que a un no chileno le parece que es como una amenaza, como si nos propusiéramos entrar al baño, clavar una banderita chilena y no salir de ahí nunca más… Y junto a esa imparable reflexión sobre las palabras, resulta que mi hijo empezó a hablar y presenciar ese proceso; sentir incluso la alegre responsabilidad de influir en sus nacientes balbuceos, ha sido lo más hermoso que me ha pasado en la vida. Mi sensación es que en el último tiempo lo he aprendido todo de nuevo. Ya de vuelta en tu pregunta, siento que escribir esta novela fue una manera de estar en Chile. Incluso “físicamente”, porque escribo en un cuartito en la azotea al que por entonces llamábamos, en broma, “Chile”. Ahora, cuando suena el teléfono fijo, uno se espanta. Algo así siento yo, todo el tiempo, siempre siento que está sonando el teléfono fijo porque algo pasó en Chile. Es absurdo, porque las abundantes malas noticias llegan al celular, pero tengo esa idea, esa sensación.
ADO: La frase “La literatura de los hijos” pasó de subtítulo de tu novela Formas de volver a casa a un cliché académico, hasta casi convertirse en un modelo de cómo escribir sobre la infancia y la dictadura en Chile. Por supuesto, me imagino, nada de eso fue planeado. ¿Cómo recuerdas aquel libro y lo que provocó en la literatura local?
AZ: Mi sensación general es que los libros duran mucho y eso me alegra y lo agradezco. Que haya gente leyendo esos libros por primera vez, que los aprecien o desprecien, no sé, me emociona; para qué decirlo de otra manera, si es puro sentimiento. Diez años es mucho tiempo y no me aferro a mis libros, para nada, no hace bien.
ADO: Igual mucha gente se aferró, y se sigue aferrando, a esa idea. La idea de que había una literatura de los hijos.
AZ: Se habló de eso, de una literatura de los hijos, y está bien, son maneras de hablar de los libros, solo objetaría el énfasis temático. No creo que mi novela haya sido un modelo para nadie. Quizás fue un contramodelo, tal vez alguno pensó que mi novela era exactamente lo que no quería hacer e hizo algo distinto y eso me parece no solo bien sino necesario; de eso se trata, ese es el juego que jugamos todos, hay que construir esa polifonía colectivamente. Otra cosa es que luego se traduzca todo, mezquinamente, en términos de polémica o competencia. En Formas de volver a casa laten mil conversaciones en el verde bosque, como llamábamos a los desérticos prados de la Facultad, sobre nuestros recuerdos y expectativas. Supongo que todos los que participábamos de esas conversaciones llevábamos una novela distinta dentro. Y yo leí En voz baja, de Alejandra Costamagna, Memorias prematuras, de Rafael Gumucio, o Especies intencionales, de Andrés Anwandter, tres libros radicalmente distintos pero que para mí rimaban, muchos años antes de escribir Formas de volver a casa, así que no creo haber inaugurado nada, más bien lo continué.
ADO: Me reí mucho con Poeta chileno. Es como que los poetas, en sus páginas, son más Buster Keaton que Pablo Neruda. ¿Era tu idea que los poetas chilenos, en esta novela, fueran menos graves?
AZ: Es que esa idea es muy antigua, también. Esa idea tan solemne de la poesía ha sido dinamitada mil veces. Y también ha sido dinamitada la dinamitación. No sé si me interesaba exactamente desmitificar, pero me resultaba aburrido mitificar. ¿Para qué? No me entusiasma la literatura demasiado afirmativa, incluso si estoy de acuerdo con lo que afirma. Y los poetas que aparecen en mi novela están en el mundo, participan de la sociedad, algunos a veces se dan color o dan jugo pero están en el mundo: son profesores, dan talleres o trabajan en otras cosas, a veces hacen oficios que odian, pero su verdadero trabajo es subterráneo e incondicional, vocación pura. Me interesa, en sí misma, la vocación literaria. No darla por supuesta, narrarla, intentar comprenderla. También influyó en la novela, de algún modo, esa frase tan citada de Gombrowicz: “No se puede hablar poéticamente de la poesía”. Esta novela habla de poesía y sin embargo creo que es por lejos mi libro menos literario. Me gusta esa contradicción, me interesa.
ADO: A propósito de contradicciones: una de las ideas erráticas que se tiene, o se puede tener de la poesía chilena, es que los poetas son estatuas.
AZ: No creo que tenga sentido separar artificialmente lo cómico de lo trágico. Mirados de cerca, todos somos medio misteriosos y medio ridículos. Más que retratar la escena de la poesía chilena, así, como propósito, onda proyecto Fondart, quería habitar los espacios que los protagonistas habitan o intentan habitar. Es una comunidad que más o menos conozco, por supuesto, y que más allá de cualquier mito o chiste es valiosa, intensa, estridente y silenciosa, heroica, autocrítica, llena de ambigüedades, tristezas, entusiasmos y rencores.
ADO: De no haber tomado un desvío narrativo, es decir, de haber continuado con la poesía, ¿qué tipo de poeta te imaginas o te gusta imaginarte siendo?
AZ: Supongo que escribir novelas fue mi manera de acercarme a la poesía. Desde un lugar distanciado, pero nunca he abandonado el deseo de deshacer esa distancia. Escribo a diario cosas que podrían ser consideradas poemas; no te creas, nada que tenga sentido publicar, pero escribo. Y si Facsímil hubiera sido presentado como un libro de poesía, supongo que habría sido leído desde ahí, para bien o para mal. Me parece que es el libro mío más aceptado por los lectores exclusivos de poesía y el más resistido por los lectores exclusivos de narrativa. Es imposible que una tradición como la chilena te sofoque o te obstruya. Nuestra primera idea de la literatura ya traía instalada lo anti-literario. Una tradición que incluye La nueva novela, de Juan Luis Martínez, genera una libertad formal compatible con toda clase de experimentos. Igual, tengo que decir que me divertí mucho escribiendo los poemas de mis personajes. Era un ejercicio liberador. Escribir malos poemas. Me salen bien los poemas malos.