El primero de la izquierda, de espeso bigote que contrasta con los profundos avances de su calva, llegó a la selva amazónica desertando de un difuso pasado. Era, probablemente, inglés. Ambicioso, buscaba una prosperidad inmediata, y en cuanto pisó estas tierras se puso a comerciar con goma. No sólo encontró bolachas. Se encontró también, un año después de tomada esta fotografía, con una yoperojobobo que andaba por ahí, entre el follaje de los heveas, aguardándolo.
El segundo, venido de las tierras cálidas del Mediterráneo, amaba más bien la aventura. Contó tantas historias sobre su vida que nadie supo al final cuál era la verdadera. Solía repetir que el poder y el dinero nunca vienen solos, cosa que no le impidió casarse con una rica heredera, posiblemente aquella que aparece sentada delante de él. Vivió una larga vida y se multiplicó como pocos.
El tercero, que apenas asoma el rostro, era un hombre hermético. Algunos lo hacían alemán, aunque él afirmaba que había nacido en Austria. Fue el primero en traer a estas latitudes un gramófono y una valiosa colección de discos de Johann Strauss; discos que lamentablemente se perdieron, aunque sobreviven, según los musicólogos, en uno que otro vals definitivamente beniano.
El cuarto, un gringo más ordinario que la palabra sobaco, leyó por ahí que era “mejor ser el primero en una provincia que el segundo en Roma”, frase que atribuía a Federico II, aunque en rigor de verdad le pertenece a Julio César, y cumplió su objetivo: acumuló una respetable fortuna a base de la usura. Por tal motivo, salvo su mujer, nadie le tuvo verdadera estima.
El que le sigue, quinto de la serie, jugador empedernido y don Juan de Pliqui, es decir fanfarrón, no alcanzó ningún relieve. Tenía, no cabe duda, una misteriosa influencia sobre los dados, sobre todo cuando los arrojaba él. No se casó porque sencillamente odiaba a las mujeres. En su belleza está la muerte y en su sonrisa el infierno. Puedo caer en sus brazos, pero jamás en sus manos. No hay en el mundo nada peor que una mujer salvo otra. Estas y otras frases, que aún se recitan por los bares, le valieron la inmortalidad.
El sexto, petiso, gordito, de origen italiano, fue un marido ejemplar hasta aquel día que resolvió librarse de la rutina y se sublevó. Su mujer, una fornida mulata de Manaos, le lanzó todos los dioses de la Macumba y lo tranquilizó. No intentó repetir la hazaña y jamás pudo explicarse el misterioso poder de las divinidades de la selva. Cuando acudió al presbítero Carnivella, a quien creía su paisano, sufrió una grave decepción: se enteró que Pedro Carnivella era en realidad Pedro Yomeye, primo de la Locajarichi y descendiente de Jumeruco, conocido como el Gran Cacique.
El séptimo, montado a caballo, que llegó aquí como mecánico del ferrocarril de la Casa Suárez, jamás perdió la esperanza de regresar a Europa. Se lo veía, como se lo ve en la foto, escudriñando el horizonte por todos los puertos del río. No volvió porque siempre había alguna máquina, o alguna honra, que reparar de inmediato. Tuvo muchos hijos.
El octavo, de mirada triste, no cambió de expresión desde que llegó, un nublado día, con una maleta de cartón que se convirtió, al poco tiempo, en exótico alimento de las cucarachas. Se pasó los primeros años de su permanencia en el Beni escribiendo cartas a su novia, a quien imaginaba, sentada en algún parque de Lyon, esperándolo en silencio. Dejó de escribir cuando se enteró, casualmente, que su novia se había casado hacía cinco años con un panadero y tenía ya dos hijos.
El noveno, español y naturalmente anarquista, se vino a estas latitudes con un claro propósito: encontrar una comunidad humana donde le fuera posible plasmar sus ideas. Cansado de buscar quien lo escuche se dedicó a los negocios. No dejó, por cierto, de cagarse en Dios, cosa que le trajo numerosos inconvenientes con párrocos y beatas. Le hizo jurar a su mujer que el día de su muerte impidiera que le den la extremaunción, promesa que la mujer no cumplió, aunque él ya no se enteró de ello.
El de atrás, décimo, metido en sombras, fue el hombre más misterioso que se conoció por estas tierras. No soltaba prenda. Tal vez se trata de ese oscuro sujeto que L. A. Truco le menciona a Nicolás Suárez en una de sus cartas: “Un alemán ex-empleado de Orton, a quien D. Bruno le había ofrecido quinientas libras para asesinar al suscrito…”. Como no logró su intento, aunque quiso hacerlo, y no le pagaron lo ofrecido, amenazó con presentarse al juez. D. Bruno, anoticiado por alguien, se escapó a Guayaramerín. ¿Qué pasó después? Nadie lo supo.
El undécimo, de bigotitos engominados, filósofo según él y por añadidura políglota por lo cual nunca se supo de su origen, tiene un indiscutible mérito: fundó una biblioteca que nadie visitaba, porque en aquellos tiempos era más fácil leer en las estrellas que en la difícil grafía de los textos. Antihegeliano, se pasó la vida tratando de explicar que el concepto de realidad lo abarca todo, y no supo de ese imperceptible momento en que penetró la barrera de la ficción y quedó atrapado, como un personaje más en un libro de cuentos.
El duodécimo, de perfil, sinvergüenza como pocos, sostenía que el trabajo era una consecuencia de la falta de imaginación y que el arte de vivir consistía en no trabajar, o, mejor dicho, vivir del trabajo de los demás. Que, como le habría dicho el tacho a la olla, viene a ser lo mismo. Le robó la mujer a un holandés distraído que, en el momento del rapto, según las malas lenguas, tenía mil cabezas de ganado.
Los dos últimos vinieron reenganchados por don Antonio Vaca Díez para trabajar como fregueses en las estradas de la compañía Orton… No hubo tal. Se supo a los pocos días de su arribo que la verdadera razón de su presencia en los gomales era otra: resguardar la vida de su patrón. No se separaban de él y andaban como uniformados, pertrechados hasta los dientes. A la muerte de su patrón cambiaron de oficio y se hicieron comerciantes.
Sobre las seis mujeres, que se ven sentadas delante, el fotógrafo que tomó la placa, Erohom Ovalhcar, no dejó la menor referencia. Vestidas de blanco, no es difícil presumir que se trata de las esposas de algunos de los personajes ya descritos. Tienen algo en común: tez morena, ojos oscuros y cabelleras (recogidas en la imagen por los dictados de la moda europea) largas y negras.
Foto: Homero Carvalho Oliva, escritor boliviano, por Fernando Sejas Solano.