En uno de los cuentos del hondureño Salvador Godoy, tal vez el más kafkiano de todos los escritores centroamericanos, se habla de un misterioso personaje al que nadie ha visto pero cuya presencia recorre el ambiente de una fiesta como un rumor clandestino. “¿Has visto el estilo de Zelaya?,” comentan todos entre copas, sin que el enigmático personaje aparezca en todo el relato. Sin mostrarse, o tal vez precisamente por ocultarse, Zelaya se convierte infinito en su elegancia. Como en la fiesta que retrata Godoy, en la historia de la literatura hay una protagonista silenciosa pero vital cuya presencia teje la red global de lectores que se congrega en torno a la novela. Hablo de la traductora, esa figura camuflada y furtiva que, reproduciendo el texto más allá del original, se encarga de multiplicarlo, abriéndolo al mundo de la proliferación.
Si toda novela es en potencia infinita, eso se debe en gran medida a que en todo momento pide ser traducida: a una nueva lengua, a nuevo presente. Este deseo de otredad, esta ambición de ser otro sin dejar de ser el mismo texto, no viene exenta de paradojas. Ya escribía Adam Thirlwell en La novela múltiple que la paradoja de la novela es que pide ser traducida, a pesar de que el estilo parecería ser intraducible, anclado en el presente exacto de un idioma. La historia de la novela, según él, sería el valiente intento por hacer del estilo algo traducible y universal.
Hoy, recordando el texto de Godoy, he pensado que Thirlwell tiene razón pero que le faltó subrayar una segunda paradoja: no se trata solo de la imposibilidad de traducir estilos, sino de destacar el enigmático estilo del traductor. Como Zelaya, invisible pero elegante, el estilo del traductor esconde una paradoja: construye su poética en torno a obras ajenas, logra que su presencia se sienta mientras elabora obras dispares. Como el personaje del hondureño, todos en la fiesta saben muy bien de quién se habla cuando se menciona el estilo de Zelaya, sin que sea necesario describirlo.
Maravillado ante su prolífica producción, a menudo he llegado a pensar que la admirada Megan McDowell es un poco nuestra Zelaya. En la fiesta global de la literatura latinoamericana su presencia y estilo es indudable, aunque su voz sea la voz cauta de aquellos que saben jugar al escondite. ¿Cuál es entonces el estilo McDowell? Más de una vez he estado en una fiesta en la que su nombre ha sido mencionado, siempre con admiración, como firma de una poética. No se equivocan. En torno a los libros traducidos por Megan parece sobrevolar una voz que los une a pesar de sus indudables diferencias. Por un breve instante parecería que los libros de Alejandro Zambra, de Samanta Schweblin, de Lina Meruane, de Diego Zúñiga, Mariana Enríquez y de Paulina Flores estuviesen escritos por el mismo autor, tal y como en la fiesta de Godoy todos parecen ser, por momentos, tan glamoroso y bellos como el enigmático Zelaya.
Su firma, la firma de McDowell, recorre invisible una serie de poéticas que parecerían ser ajenas entre sí, hilando redes de semejanzas allí donde parecía haber propuestas disímiles. Habiendo trabajado con ella, puedo comprender alguna de las razones que se esconden detrás de esta aparente paradoja. Puedo comprender que, ante la atenta mirada lectora de McDowell, los escritores lleguen a comprender los giros estilísticos de sus propias voces, sus excesos y sus manías, sus tics y sus errores. A menudo he llegado a pensar que hoy día escribo a través de Megan, con su estilo y sus comentarios de lectura ya internalizados. Su estilo invade gozosamente el mío, en un juego de espejos que por momentos me recuerda al Pierre Menard de Borges.
Como en el cuento de Borges, la magia de McDowell recae en haber creado una obra, una voz y un estilo a través de obras ajenas. Como Menard, cuya “obra invisible” recaía en haber recreado el Quijote de Cervantes tres siglos más tarde, paradójicamente mejorándolo en el intento, la magia de McDowell recae en haber firmado con su inimitable estilo casi dos docenas de libros, cada uno con una máscara distinta. Borges mencionaba que la estrategia de Menard no fue simplemente la vulgar transcripción, sino el intento de fundirse con el autor. Yo llegaría a decir que, en su caso, no se trata de que McDowell llegó a ser Zambra, Schweblin o Meruane, sino que Zambra, Schweblin y Meruane llegaron a ser, aunque fuese brevemente, McDowell. Su voz y su estilo los hizo compartir por un breve instante la sensación de que sus obras apuntaban a lo mismo. Todo eso gracias al hechizo de una norteamericana de Kentucky, que un día decidió convertirse en chilena, para luego volverse argentina, colombiana, mexicana, puertorriqueña, costarricense. Y es que, como el Zelaya de Godoy, McDowell parece ser infinita.