En una de las páginas digitales de Los campos magnéticos (Buenos Aires: CHINA editora, 2013) se puede leer una afirmación que describe con suma nitidez el corrosivo proceso abierto a la realidad en nombre de lo real que se ha venido describiendo en el curso de las páginas precedentes. Acaso sin saberlo, en esa novela menor, Lamberti pone en blanco sobre negro el fundamento infame de un proyecto de deconstrucción realista que marca a fuego a su generación y que sin duda encuentra uno de sus puntos más altos en Distancia de rescate (Buenos Aires: Literatura Random House, 2014) de Samanta Schweblin: hay —sugiere allí el desentendido narrador lambertiano— “fuerzas invisibles” que gobiernan nuestra experiencia de lo visible.
No son fuerzas naturales (o naturalizadas) que puedan simplemente identificarse con la huella inexpugnable del destino. Son, por el contrario, fuerzas contra natura; fuerzas extrañas, sutiles y silenciosas, pero igualmente presentidas en las vacilaciones del sentido común estabilizado como “realidad”. Acaso por eso, en las ficciones de Schweblin no se manifiestan nunca de manera directa o superficial; no se hacen presentes convocadas en el régimen de la descripción, sino bajo el celo ambiguo de la alusión que las cita y las evoca con la delicada materialidad del síntoma: es decir, desde una insinuación tenue, sesgada, y casi siempre intuidas o presentidas desde sus efectos parciales y sus notas contingentes. Son pues fuerzas que emergen por insistencia y llegan a trastornar la deriva misma de una ficción en que los personajes y los narradores tienden a dejarse arrastrar por ellas, como los adictos que simplemente se dejan llevar por aquello que a la vez los calma y los envenena.
En la narrativa de Schweblin esa ambigüedad insistente se vuelve fundamento de una ética: ir a por lo desconocido, dejarlo emerger gradual y sutilmente, alimentar la sospecha que brota, que germina y que crece hasta desbordar los semblantes y las identificaciones. El ritual no es arbitrario: se escribe desde la convicción de que la distancia de rescate es siempre convencional y siempre ilusoria. Pero el reconocimiento de la grieta abierta entre el ser y la apariencia, entre lo visible y lo enunciable, da lugar en la mayor parte de sus ficciones a un tipo de determinación ética que vale la pena subrayar por su coraje: ante lo incierto, Schweblin no repite el acto reflejo del rechazo ni recurre nunca a la sutura o a la simplificación ideológica.
En el espacio textuario de Distancia de rescate esta determinación ética aparece expuesta ya desde el comienzo. El diálogo que desplaza y deslocaliza sujetos de enunciación se articula consecuentemente en un relato de pasajes y de cruces que hace del caos, de las lagunas y de la ambigüedad su tensión dramática. Lo que sostiene esa ficción es la inminencia de un acontecimiento no relatado, una tragedia que se mantiene siempre en el plano de lo no dicho y lo todo el tiempo insinuado. Lo que se cifra en ese relato escondido no es un secreto (Schweblin no elabora su ficción en el régimen del policial o la novela de clave), sino estrictamente un misterio. La singularidad de la historia se afirma en una economía narrativa orientada al enrarecimiento del clima; es un arte del pasaje que deslocaliza la enunciación y produce un efecto alucinatorio. El confuso diálogo entre el personaje de Amanda, una mujer (Carla) y un chico (David), en el escenario impreciso de un centro de salud barrial, abre una trama de historias entredichas de intoxicaciones, afecciones y deformaciones congénitas que afectan a los habitantes de un pueblo rodeado por cultivos de soja fertilizados mediante agroquímicos. En un clima de realismo enrarecido, la historia de trasmigración de conciencias se presenta siempre a considerable y deliberada distancia de los registros de género fantástico.
La fábula presenta sin embargo un vínculo sutil y subrepticio con uno de los cuentos más conocidos de Lamberti (“La canción que cantábamos todos los días”), donde el narrador cordobés describe también un sospechado cambio de conciencia, una mutación inexplicable. La diferencia es que aquí el síntoma es percibido con desconfianza, como amenaza. Algo se rompe con el cambio, la repetición, el consenso, la identificación. En el cuento de Lamberti la transformación viene del corazón de la madera de los árboles; en la nouvelle de Schweblin, la amenaza de muerte que lo precede y lo justifica proviene de la contaminación agroquímica de las aguas. Los hechos difieren y, mientras en Lamberti las fuerzas extrañas (que empujan a los sujetos cambiados a un silencio jaspeado por una parquedad que se traduce en indiferencia) rubrican la fatalidad de la pérdida, en la narración de Schweblin habilitan una extraña continuidad, una suerte de desplazamiento en la trasmigración. En ambos casos, como en los sueños diáfanos de Freud, la verdad despunta como una intuición en la madre.
Distancia de rescate es, en efecto, el relato de una pérdida y de un retorno. Pone en escena los miedos y los fantasmas que asolan (aterrorizándola) la experiencia de la maternidad al tomar conciencia de los peligros que acechan a la vida de los chicos. La “distancia de rescate” es la de la máxima separación aceptable entre el cuerpo de la madre y el de su hijo: un radio de seguridad ilusoria en cuyo centro está el propio cuerpo materno y en cuya circunferencia, unido a él por un sensible cordón imaginario, el hijo puede moverse bajo el ala de su vigilancia y su protección. Fuera de ese círculo de tiza —dice la creencia— el destino del chico está librado al capricho despiadado e insensible del azar.
Por eso, cuando la ilusión de seguridad se rompe y Amanda y su hija (Nina) pasan a integrar el creciente historial de intoxicados al entrar en contacto accidentalmente con los agroquímicos vertidos para ampliar el “rendimiento natural” de los cultivos, la regla de la distancia racionalizada choca con lo real de su propia impotencia. De esa colisión abrupta emerge la desesperada posibilidad de confiar en (y de confiarse a) otras fuerzas: la de los saberes bajos. Cuando el signo se rompe y la significación estereotipada se pierde, el desborde en la significancia hace posible una extraña forma de sobrevida: el retorno. No se puede continuar; por eso mismo, hay que continuar. Como la del poeta en la tradición clásica, la figura mágica de la curandera está ahí para establecer la mediación por la cual el sentido migra a través de las materialidades. La literatura se explica agudamente en el doble fondo de la propia ficción: si la médium es capaz de realizar ese pasaje (transmigrando la conciencia de los chicos contaminados a otros cuerpos) es porque la materia tiene la cualidad de soportar múltiples y diversas formas de vida —ninguna de ellas por completo necesaria ni por completo natural. La sensación de ajenidad, de extrañeza y de pavor producida tras el retorno de un contenido en otra materia (id est, de lo desconocido en el cuerpo de lo familiar) se produce así sólo merced a una mediación que habilita la extensión de la vida en un escenario acosado por la sombra de la muerte.
La alegoría es sutil pero ciertamente notable. La nouvelle de Schweblin, que en 2014 le prodigó el Premio Tigre Juan y cuya traducción al inglés le devengó el Premio Shirley Jackson en 2018, exhibe una deliberada y consciente reflexión sobre el lenguaje y la representación. Leerlo como un texto de denuncia ecologista o como una novelita fantástica más, es dejar pasar lo fundamental: lo que en el régimen de la fábula y en el de la ficción emerge como pensamiento de la literatura. Lo que está en juego es siempre la potencia y la impotencia del lenguaje dentro de una poética de género (el realismo literario) que la novela de Schweblin lleva fuera del registro de sus convenciones; es decir, fuera de la distancia de rescate donde en efecto cristalizan los semblantes y las identificaciones sociales.
La respiración cavernaria extiende y extrema la determinación ética y auto-reflexiva presente en Distancia de rescate. Aunque originalmente incluido en el volumen de relatos Siete casas vacías (Madrid: Páginas de Espuma, 2015), el libro con el que la autora recibió ese mismo año el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y recién apareció independizado en 2017 (en una edición ilustrada por Duna Rolando), más que como un cuento largo, el texto debe ser leído como una novela corta. La razón es simple: narra no un hecho o una serie de hechos, sino un proceso —en este caso, un proceso de descomposición que recae sobre aquello que se experimenta como realidad bajo el yugo de la convención.
La prosa tersa y equilibrada de Schweblin reaparece aquí para dar lugar a un relato donde, como en la literatura de Aurora Venturini, la voz narrativa se pliega —durante toda la ficción— sobre el punto de vista del personaje senil que va intuyendo primero y luego descubriendo los rasgos crecientes de un paulatino desgaste y desidentificación de las referencias. El punto de partida plantea un aplazamiento. Lola se quiere morir. O, mejor dicho: quiere que la muerte la alcance de una vez por todas. Los años parecen haberle consumido ya todas las fuerzas. O casi todas. Está exhausta: no puede mantenerse mucho tiempo de pie, un dolor agudo en la columna vertebral la agobia, la mente se le nubla, la respiración se le vuelve turbia y extraña, como si saliera de un lugar profundo, siniestro y desconocido dentro suyo. Cada mañana la decepciona la certeza de no haber muerto, de estar todavía por morir. Por eso lleva consigo una lista, que es a la vez un plan y un talismán. Un papel que le ayuda a sobrellevar sus días. Le sirve para ordenarse, para no perderse, para “lidiar con su cabeza”. Ahí consigna lo fundamental: “clasificar todo”, “donar lo prescindible”, “embalar lo importante”, “concentrarse en la muerte” y, “si él [su esposo] se entromete, ignorarlo”. El propósito es explicitado por la voz narrativa en las primeras páginas del libro (“aminorar su propia vida, reducir su espacio hasta eliminarlo por completo”) y describe sin duda el carácter alienado de una perspectiva imaginaria que superpone el ser con la posesión.
Atada a ese “plan” como a una tabla en mar abierto, Lola ordena todo en cajas de cartón que rotula luego con dedicación. El relato de Schweblin subraya con especial cuidado ese hábito para reforzar el núcleo sobre el cual opera su ficción: la paulatina corrosión de las convenciones que “naturalmente” ligan las materias a las formas y las palabras a las cosas. Lola se aferra con desesperación a la lógica de las referencias. Pero incluso así no puede evitar percibir la creciente materialidad del cambio, el desajuste entre unas y otras. La realidad se va desdibujando ante sus ojos. Cambia. Se altera en un contexto regido por la monotonía y los ritos cotidianos de un matrimonio de ancianos, gastado y consumido por llevar a cuestas un pasado oscuro (la muerte trágica de su único hijo) y un presente de decadencia y resignación.
La fabulación opera sobre la asfixia de lo recursivo. Lola vive absolutamente recluida. No sale a la calle ni entabla diálogos con “gente del exterior”. Pasa casi todas sus horas guardando cosas en cajas, mirando por la ventana o sentada frente al televisor. El desencadenante de la ruptura con la realidad se remonta (para los demás) a un “incidente” ocurrido en un supermercado donde Lola ha experimentado el primer momento de desidentificación, el quiebre a partir del cual todo se le ha ido volviendo primero extraño, luego amenazante y finalmente ominoso. En el ambiente opresivo creado por la ficción de Schweblin, los acontecimientos de la trama (la llegada de los vecinos, los encuentros del marido con el chico en el patio de la casa, el relato del asalto a la rotisería, la muerte del marido, la presencia del chico acechándola en la casa, la vaga memoria de lo que los otros llaman “el incidente” y los días de hospitalización, sus furtivos encuentros con la vecina) se suceden desde allí con la materialidad gaseosa de la alucinación. Las paranoias infundidas por la convención mediática, los miedos prodigados por la degradación física, los rencores y recelos acumulados con los años, la senilidad y la pérdida de memoria, acompañan el derrumbe de una realidad para imponer otra (en la que los vecinos se le presentan como okupas peligrosos, el chico como un delincuente, su propio marido como un extraño de quien debe cuidarse). La desconfianza se vuelve sospecha; y la sospecha, elemento constitutivo de otra realidad. Una realidad alterna, estructurada como una pesadilla: la de un espacio abierto y una familiaridad rota, la de una experiencia del lenguaje que no sublima la distancia radical e irreconciliable entre las palabras y las cosas.
Lo que retorna, si retorna, retorna siempre de otro modo: cuando el régimen de representación convencional se rompe y la significación naturalizada se extravía, la fuerza alusiva de la literatura abre una nueva dimensión y, con ella, la posibilidad del encuentro con sentidos nuevos y nuevas formas de vida.