Antes de Helena odiabas el piano. Cada último viernes de mes había que estar en punto de las siete de la tarde, con el pelo arreglado, el vestido vaporoso y las zapatillas bien lustradas, en las tertulias musicales. El piano era una tradición en la familia. Tu abuela llegó a ejecutar con éxito, en un teatro de la capital, a Brahams, cuando éste aún no era conocido en provincia. De ello daba cuenta el programa de mano, un pedazo rectangular de papel brilloso, elegantemente impreso, que adornaba una de las paredes de la sala de música.
El primer recuerdo que tienes de Helena es el de una mujer etérea, sentada con laxitud en la silleta de mimbre del recibidor. Lleva unos gruesos lentes oscuros de carey y un vestido entallado, blanco y translúcido, de escote generoso. El sol, filtrándose por los cristales plomizos del ventanal, le pega de lleno en el rostro, creando una especie de halo en torno a su larga y rojiza cabellera. Te agradó desde el principio: ninguna de las profesoras anteriores se hubiera atrevido a presentarse en tu casa vestida de esa forma.
No parece una mujer honorable, sentenció tu madre, cuando, después de saludarla, te llamó aparte a la biblioteca.
Si no es con ella, al diablo las clases, replicaste de inmediato; al menos no es un vejestorio.
Tu prima Fausta era en aquel tiempo la nieta preferida. A sus doce años podía ejecutar desde una mazurca de Chopin hasta una rapsodia húngara de Liszt con el virtuosismo de una profesional, según decía tu abuela. En cambio, ya ibas a cumplir catorce y lo único que interpretabas con cierto decoro eran las piezas del libro de Anna Magdalena Bach. No pasabas de ser, para congoja de tu mamá, “una niña sin talento, a la que le hizo gran falta el padre”.
Helena era joven y delgada, tenía los ojos verdes y unos pechos grandes y puntiagudos que le temblaban al recorrer el teclado. No usaba sostén, su piel destilaba un aroma a agua de rosas. Pareció comprender desde el principio tu hostilidad por ese antiguo y majestuoso Bechstein. Sin presiones, acostumbraba decir, mejor concentra tu energía en liberar la tensión del cuerpo para que fluya el ritmo. Con ternura tomaba tus manos, invitándote a cerrar los ojos y masajeaba uno a uno los dedos, largamente, hasta que sentía los pasos de alguien aproximarse a la estancia de música.
Nunca te aplicaste tanto como en esos primeros meses después de su llegada. ¿Percibes la diferencia entre respetar la partitura y compartir el sentimiento de los autores?, inquiría, ansiosa, al término de cada pieza. Ante tu silencio dubitativo, fijaba el verdor de sus pupilas y decía, lacónica: ¡Ay, linda, cuánto te falta por vivir!
La lluvia escurriendo por el tejado, precipitándose hasta el piso; el zumbar insistente de los grillos después del aguacero, la algarabía de los pájaros al retirarse a sus nidos al desmayar la tarde, cualquier rumor de la naturaleza era pretexto para una nueva lección. ¡Escucha, escucha! ¿Estás lista para traducir en el piano esos sonidos?, y volvía a sentarse a tu lado en la banca para seguir de cerca el ensayo, llenando el ambiente con su perfume.
Para entonces, tu madre ya comenzaba a apreciarla. El recelo que le tuvo al principio se había ido transformando poco a poco en deslumbramiento. Se le miraba contenta. Solía entrar a escucharles mientras practicaban. Incluso dio su consentimiento para que aprendieras algo de Satie, un “revolucionario” compositor francés al cual nunca habías oído nombrar, sólo por tratarse del favorito de la profesora. Después de un tiempo, comenzó a invitar a la pianista, al término de las clases, a conversar y beber licor de café en la biblioteca. Tú aprovechabas sus risas para acabar con el tiramisú y la carlota rusa. Era como si hubiera siempre fiesta en casa.
Helena se convirtió pronto en presencia habitual en tu familia. Las clases se ampliaron de tres a cinco veces en la semana y se mandó a habilitar uno de los cuartos de huéspedes para cuando ella deseara quedarse a dormir. Los sábados se le podía ver en el teatro o en algún restaurante haciéndoles compañía a ti y a tu madre. Te encantaba oírla disertar acerca del amor y la eternidad: No hay pasión, decía, como aquella que nace de compartir una hermosa sinfonía, la buena música favorece la comunión de los amantes. Y sobre todo, disfrutabas oyéndola reír. Era la suya una risa franca, contagiosa, libre, que te inundaba de gozo.
Una madrugada de domingo, después de haber pasado el fin de semana juntas en casa, despertaste inquieta. Habías tenido una pesadilla y tu corazón palpitaba acelerado. Las sábanas parecían haberse cargado con tenues corrientes de electricidad. Cada vez que removías tu cuerpo en el lecho, un placer inexplicable recorría tu piel. En el sueño, eras una doncella desnuda condenada a morir en la guillotina. Una muchedumbre de harapientos esperaba atenta junto al cadalso. Podías sentir, como agujas, las miradas lascivas de la gente. Y justo cuando el verdugo tocó el resorte y el filo iba a caer sobre tu cuello, abriste los ojos. El reloj de la biblioteca anunció las dos de la mañana. En medio del silencio de la noche llegaron a tus oídos voces, risas, gemidos. ¿Era posible? ¿Seguían allí? Te hubiera gustado levantarte, ponerte algo de ropa, caminar con sigilo a la biblioteca y darles una sorpresa, pero después de aquel ensueño, todavía extraviada, con el corazón retumbando, lleno de rumores nuevos, preferiste dormir. Te sentías plena. Soñaste con mujeres. Hembras hermosas de pechos grandes, anchas caderas y cabelleras largas. Sirenas de formas suaves que se bañaban a la orilla de un río, enjabonándose unas a otras.
Pero no faltaron las habladurías. En esa ciudad pequeña, tratándose de una familia tan conocida, alguien tuvo que ir a calentarle la cabeza a tu abuela, previniéndola, alertándola. Y en una de las reuniones, cuando estrenabas Gymnopédies, la escuchaste reclamar, indignada, a tu madre: Esa música extraña y sofisticada no es de mi agrado. Estoy segura que es influencia de ésa, tu nueva profesora. Todo mundo habla de ustedes. Hazme el favor de retirar a esa mujer.
Ya en casa, mientras preparabas tus ropas para ir a la cama, estuviste dándole vueltas al asunto. ¿Qué iba a pasar ahora? Por lo regular, la abuela se entrometía de una forma menos directa. Pero cuando solicitaba algo, no había otro remedio que obedecer. Además, estaba lo de las rentas. Ninguno de sus hijos, tu mamá incluida, hubiera querido disgustarla y correr el riesgo de perderlas. Todo había terminado. Tu madre no iba a darle pretextos. Y menos en su condición de mujer sola.
Aquella noche te resultó imposible conciliar el sueño. Bajaste al cuarto de música y estuviste sentada largo rato al piano. Había llovido y el silbar del viento se colaba por los ventanales. El amanecer llegó mientras tocabas. Se encendieron luces en las habitaciones, pero nadie se atrevió a interrumpir el concierto. De haber tenido la oportunidad de estar contigo, Helena hubiera dicho: ¡Por fin, linda, has conseguido liberar tu pasión interior! Al finalizar, caíste rendida en el sillón de piel donde acostumbraba sentarse.
Helena dejó de acudir a las clases. Tu madre no dio ninguna explicación y estuvo encerrada en su cuarto una semana entera sin permitir que nadie la molestara. Ha transcurrido casi un año y aún se le humedecen los ojos cuando interpretas Gymnopédies. Por supuesto, esto sucede sólo en tu casa donde te permiten recibir a tus amigas a cualquier hora de la noche, y usar vestidos cortos y de escote pronunciado. Para las reuniones de los viernes has vuelto a Bach.