ESTUDIO No 1 – Primeros principios. Campo de observación. Funciones.
1 – Existen las cosas.
2 – Existen las palabras.
3 – Las palabras son cosas.
4 – Las cosas son cosas.
5 – Existen las flores que abren sus pétalos a la noche. Están cerca del gallinero.
6 – Las flores son cosas y son palabras.
7 – Abren sus pétalos. Se pronuncian.
8 – Están bajo las estrellas, que también son cosas y son palabras, y brillan y se pronuncian.
9 – La poesía parte de una función, pero no en primera instancia como lo entiende Jakobson (función poética) sino en un sentido que se aproxima al de Hjelmslev para la lingüística: “Decimos que hay función entre una clase y sus componentes (una cadena y sus partes, o un paradigma y sus miembros) entre sí. A los terminales de una función los llamaremos funtivos, entendiendo por funtivo un objeto que tiene función con otros objetos. De él se dice que contrae función”. Lo crucial en Hjelmslev es que el término función alude al sentido etimológico, pero también al lógico matemático: una entidad tiene dependencia con otra entidad1.
10 – Las flores y las estrellas copulan en la misma oración. Luego del punto, se pueden cerrar los ojos y sólo queda el aroma.
11 – Alguien que fuese trasladado desde otra dimensión y apareciese por primera vez en este punto del planeta a esta hora, al desconocer todo acerca de nuestro universo, no podría determinar si el aroma proviene de las flores o de las estrellas.
12 – Las flores se llaman buenas noches. La estrella se llama Sirio, y también tienen nombre las que dan forma a Orión y a la Cruz del Sur.
13 – La criatura de otra dimensión no tiene nombre.
Jorge, mi suegro, posee un campo que comparte con sus hermanos. Lo heredaron de su padre, que a su vez lo había heredado de su padre, quien lo compró a principios del siglo XX en la época de la colonización francesa en Pigüé; por lo tanto, lo que toque en sucesión a cada descendiente serán varias parcelas de no muchas hectáreas. Está ubicado en la zona de Cura Malal, partido de Coronel Suárez, provincia de Buenos Aires.
Cuando hacemos los preparativos para ir a pasar unos días, mis hijos son felices.
De este mismo campo transcribo un recuerdo al principio del volumen IV. Poco después de haber visto por primera vez la película Titanic, permanecíamos en un clima de fascinación con barcos que se nos hundían en la cabeza, y entonces luego “de una feroz helada, sacábamos los planchones de hielo que se habían formado en el bebedero de las vacas y los hacíamos estallar contra el alambrado mientras Matías cantaba el tema de Celine Dion”.
La puerta de entrada que está al costado de la casa da contra un jardincito que tiene un tamarisco, un arbusto de lilas, y varias plantas de buenas noches. Más allá, a la derecha, hay un amplio espacio cubierto con acacias y eucaliptos. Debajo de ellos, Jorge armó una serie de corrales con alambre tejido para criar gallinas y gallos. Tambores de 200 litros de combustible están abiertos en un extremo y, acolchados con paja en el interior, sirven de nido para algunas gallinas. Cuando cae la tarde en verano, suele haber tres o cuatro huevos en cada uno.
Entre agosto y octubre, selecciona las mejores aves y las lleva a exposiciones rurales de la zona.
Alrededor de las jaulas, se fue acumulando un conjunto heterogéneo de materiales: rollos de alambre, postes y varillas para reparar los alambrados, junto con objetos, y cacharros viejos, frascos, y algunas cáscaras de naranja y papa picoteadas.
Este es nuestro campo de observación.
14 – Dos partículas de materia devienen funtivos. Las buenas noches y el resplandor helado de las constelaciones abren sus pétalos y contraen una dependencia o función. Forman un sistema.
15 – La criatura de la n-dimensión está suspendida en medio del aroma. No pudo entrar en el sistema. Es demasiado pequeña: recién ha nacido en el texto.
Permanece sin nombre.
Está confundida.
ESTUDIO No 2 – La cafetera
Inicio la exploración del área delimitada.
Encuentro una cafetera enlosada marrón, cubierta de polvo. Está colgada en el alambre tejido que separa el jardín de la zona de las gallinas y la zona de los zapallitos. No se la ve muy deteriorada, pero en la base encuentro un pequeño orificio.
Existe un momento crítico para las fuentes, cafeteras o pavas de este material, y es el de su primera caída, cuando por algún descuido se nos resbalan de las manos acaso mojadas luego de haberlos lavado. En el choque con el piso, se salta una partecita del enlosado y el interior de metal queda al descubierto. Nada detendrá la oxidación que por allí avanza, combustión fría que se manifiesta como manchas anaranjadas, de una voracidad lenta y continua. Cada lavado del recipiente elimina el óxido. Cautelosos, lo secamos bien, sobre todo en la parte herida y nos damos por satisfechos.
Sin embargo, la mancha reaparece, acaso por la misma humedad del ambiente, tan invisible como un virus, y no se detendrá hasta comer toda la delgada capa de hierro fundido y dejar, en los casos ya terminales, un pequeño orificio abierto de lado a lado. Entonces nos damos cuenta, pero ya es demasiado tarde: aquél momento cuando se nos resbaló de las manos supuso el principio del final; en la primera caída ya está la última, esa que lo arroja definitivamente al rincón de los trastos inservibles.
He visto que a algunas fuentes intentaron salvarlas taponando el orificio con soldadura de bronce. Ellas vuelven al uso, pero a un uso si se quiere disminuido, restringido sólo a la intimidad de la comida familiar. A poco de terminar el guiso de papas y de repasar el fondo con un pedazo de pan, emergen los estigmas de un accidente irreversible, un abultamiento dorado como un pequeño tumor. Se ha vuelto impresentable.
Esta cafetera marrón no se benefició de semejante tratamiento ortopédico. El agujero posiblemente no sería más grande que la cabeza de un alfiler, pero suficiente para filtrar en la mesa un charquito de café.
Y ahora, en medio de la lluvia, el sol y las heladas, el óxido continúa su digestión sin que nada lo detenga, tomando cada vez más porciones de metal hasta volverlas delgadas, ínfimas, finalmente invisibles, cáncer inmaterial por donde se cuelan partículas de polvillo. El agujero ya tiene un diámetro 3 o 4 milímetros.
Agarro la cafetera por su manija e inspecciono el interior contra el sol de la tarde; un rayo de luz se filtra desde su fondo y proyecta un círculo dorado que se deshace entre los yuyos, rodeado por un cono de sombra.
Entonces decido elevar el recipiente encima de mi cabeza, hasta ocultar el sol.
Se produce un eclipse de rostro.
En el fondo oscuro de la cafetera veo que aparece una estrella incandescente. El mismo rayo de luz que se proyectaba entre las hojitas se hunde en mi ojo derecho. Creo que podría deshacerlo.
16 – Una función se descubre mirando con insistencia un objeto hasta que el ojo segregue un líquido caliente y aromático.
ESTUDIO No 3 – La radio
17 – Mis ojos no tienen pétalos, pero se abren a las cosas que emergen a la mañana.
Abajo de los árboles, encuentro un extraño aparato eléctrico arrojado en una bañadera de chapa, junto con botellas y cacerolas abolladas. Sujeta por remaches, el aparato tiene una pequeña chapa con inscripciones. Las leo en bloque, y luego aplico sobre ellas la cafetera solar. Por el pequeño orificio puedo leer, letra por letra:
Solo queda de la radio lo que denominan el chasis, es decir, el soporte de metal con los circuitos, capacitores y filtros. No hay rastros del parlante ni del primitivo gabinete o carcaza.
En la parte inferior, una resistencia perdió sus alambrecitos y quedó reducida a un pequeño tubo de vidrio. Los cables se mezclan con pajitas y hojas de acacia y forman red electrónico-vegetal.
Le quedan dos válvulas, una recubierta con pintura bordó y la otra de vidrio transparente. Dirijo hacia ella la cafetera solar que se ha revelado como un instrumento óptico. A través del orificio, se me aparece el interior de la lámpara como un ensamble de hilos, plaquetas diminutas y platillos superpuestos, similar a una sonda espacial que navega en una ampolla, o veleros encapsulados en una botella.
De otras válvulas sólo quedan sus cimientos de cristal.
Esa radio estaba adaptada para funcionar con baterías, me dijo Jorge al verme inclinado sobre el aparato.
En mi casa había una similar cuando era chico, pero la enchufábamos a la línea de 220 v. Uno daba vuelta la perilla de encendido y no se escuchaba nada; había que esperar unos segundos hasta que las válvulas calentasen sus resistencias, y entonces sí fluían libremente los electrones y la música. Me asomaba a la parte trasera del aparato, y por las ranuras de ventilación veía pequeños filamentos anaranjados que flotaban en medio de la oscuridad.
Después de un buen rato, me asomaba de nuevo y entonces de las ranuras salía un vaho con olor a mica y cobre recalentado.
Vuelvo a este aparato que tengo ante mi vista.
Anoto.
Electrones por palabras.
Las últimas noticias que lanzó al aire.
Y finalmente, las hojitas de acacia.
Paso la mano sobre la superficie de los circuitos. Están fríos y tienen olor a follaje húmedo.
La historia es conocida. Un grupo de cuatro jóvenes amigos, pertenecientes a familias acomodadas de la sociedad porteña, compartían el mismo hobby: eran radioaficionados. Uno de ellos, Enrique Susini, era médico especializado en vías respiratorias y garganta. La Armada lo comisionó para viajar a Europa apenas terminó la Primera Guerra Mundial. Debía analizar los efectos de los gases tóxicos.
En Francia compró un equipo de radio de apenas 5 kw que había sido utilizado en el frente. Cuando regresó a Buenos Aires, se subió junto con sus amigos y el aparato transmisor a la terraza de un edificio que estaba al lado del teatro Coliseo. Montaron una antena, colocaron un micrófono sobre el escenario y el 27 de agosto de 1920 transmitieron la ópera Parsifal de Richard Wagner. Muchos historiadores consideran que ésa fue la primera emisión de un programa en el mundo, y que allí nació la radio tal como la conocemos hoy. A los cuatro amigos los rebautizaron a partir de entonces “los locos de la azotea”.
Nuestros pensamientos son inseparables de las metáforas con que los conceptualizamos. Al día siguiente, un desconocido periodista del diario La Razón redactó esta nota:
Una audición llovida del cielo
Es posible que mucha gente ignore una cosa simple y a un mismo tiempo maravillosa. Disimuladas entre chimeneas, tubos de respiración, soportes de hilos telefónicos y cables eléctricos, desparrámase por los techos de las casas de la ciudad, sensible y alerta, un buen número de antenas de radiotelegrafía. Corresponden a otros tantos aparatos receptores y transmisores de la onda marconigráfica, de uso particular y autorizado a todos.
Alguien tuvo la feliz ocurrencia de colocar en lo alto de la sala del Coliseo un micrófono potente. Y anoche, una onda sonora onduló, vermicular, de las 21 a las 24 por el espacio, como cubriendo con un sutil celaje de armonías las más caprichosas, ricas, grávidas de nobles emociones, la ciudad entera.
Y por tres horas, no sólo aquellos iniciados en el secreto, sino cuantos por razones de oficio o en virtud de la casualidad – marinos de barcos que disponen de aparatos, operadores de estaciones radiotelegráficas, esclavos todos de la escucha – tuvieron el regalo de una audición de “Parsifal”, la obra maestra de Wagner, que se interpretaba en el teatro precitado.
Diversas capitales cuentan con una organización que se titula “teatrofón” cuyos abonados, mediante un aparato telefónico, disfrutan de audiciones musicales, de conferencias y discursos. Lo de anoche fue algo más que eso: a la maravilla científica, sumóse la delicadeza conmovedora que entrañó el pensamiento de quienes lanzaron al espacio, sin finalidad interesada alguna, todo el tesoro estético que se encierra en la partitura de Wagner.
Buenos sembradores, echaron puñados de emoción al espacio para que la recogiesen cuantos de ella pudiesen tener hambre y sed. Y a fe que los beneficiados habrán podido creer que esas notas divinas venían del cielo…
18 – Flores y estrellas; mirada y circuitos; semillas y emociones son terminales (funtivos) de una determinada función. Al texto (poético) que surge a partir esa función (poética) lo denominamos proyección verbal-funcional (PVF).
Fragmento de Cuadernos de lengua y literatura: Volúmenes V, VI y VII (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2013)
1 Hjelmslev, Louis. Prolegómenos a una teoría del lenguaje [1943], Madrid, Gredos, 1984.