Estuve en la Universidad de Salamanca en el verano de 1995, atendiendo una invitación de Carmen Ruiz Barrionuevo, quien era, por aquel entonces, la directora del área de estudios hispanoamericanos y la rectora de la recién fundada Cátedra de Literatura Venezolana José Antonio Ramos Sucre. Carmen había llegado a Salamanca tan solo unos años antes, procedente de la Universidad de La Laguna —un dato que hay que traer a colación si se quiere entender la génesis de la cátedra y la especial relación que, a través de ella, se estableció entre el alma máter salmantina y Venezuela—. Recuerdo que, en nuestros paseos y conversaciones por la ciudad durante esos días, volvimos una y otra vez sobre su experiencia lagunera y sobre el espacio atlántico que se proyecta desde las Canarias: un horizonte marcado por una larga historia de migraciones e intercambios y en el que la cultura venezolana constituye una referencia cercana y bastante familiar. No en vano éramos y somos esa “octava isla”, como bien la llaman todavía los isleños, donde se instaló durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado casi un tercio de la población del archipiélago. Aunque su especialidad fuera más amplia —la literatura hispanoamericana—, tras su paso por Canarias, Carmen conocía la literatura de Venezuela y ya había alternado con escritores de nuestro país en varios foros y encuentros organizados en la universidad. La fundación de la Cátedra Ramos Sucre en Salamanca se situaba así en la continuidad de una labor que ella ya había venido realizando al hacer de La Laguna uno de los primeros centros de investigación de la literatura hispanoamericana en España y un lugar donde las letras de Venezuela tenían una real presencia, como lo atestan los ricos fondos bibliográficos que dejó en la biblioteca de la universidad.
Para ser fiel a la historia reciente de los procesos de internacionalización de los autores y las obras venezolanas, hay que mencionar que la creación de esta importante institución de investigación y enseñanza no fue, sin embargo, un hecho aislado dentro de las políticas culturales de aquellos años. Por un lado, la Cátedra Ramos Sucre se inscribía en el marco de la reactivación del interés español por Hispanoamérica tras las celebraciones de 1992 —y, si ampliamos el mapa, no podemos menos que vincularla también a la aceleración de los intercambios culturales entre Europa y América Latina que trae consigo el fin de la guerra fría y la globalización—; por otro lado, estamos hablando de una institución académica que forma parte de un conjunto de iniciativas internacionales abocadas, a todo lo largo de esa década, a promover las letras de Venezuela, y cuyo principal diseñador y agente fue el novelista y ensayista José Balza. Como ya lo he escrito en otro lugar, Balza fue uno de los primeros en advertir el déficit de la presencia venezolana en los escenarios internacionales y en darse cuenta de la mengua de valor que esto representaba para nuestra literatura y nuestro país. Sus vagabundeos y peregrinajes como escritor invitado por universidades, ferias y salones en América y Europa se acabaron traduciendo en el establecimiento de una activa red intelectual que hizo posible la organización de una serie de encuentros sobre literatura venezolana. Valga citar el congreso que se llevó a cabo en Brown University, con Julio Ortega, en 1992, el coloquio de la Universidad de París que preparamos y realizamos con mi colega François Delprat, en 1995, y el simposio “Literatura venezolana hoy: historia nacional y presente urbano” que, gracias al apoyo del profesor Karl Kohut, se desarrolló en Alemania, en la Universidad Católica de Eichstätt, en 1996. La Cátedra Ramos Sucre, cuya fundación en 1993 está también estrechamente asociada al nombre de Balza, como es bien sabido, forma parte de ese momento de la internacionalización de las letras de Venezuela, anterior a la fractura del campo cultural que se produce con el chavismo y a la atomización que está generando la diáspora actual.
Si mal no recuerdo, debo de haber dado un par de charlas en aquel viaje a Salamanca y ambas correspondían a una preocupación que me parecía entonces urgente: salir del paraguas metafísico con que se seguía leyendo una cierta poesía y una cierta literatura venezolana y latinoamericana. Asocio aquí los dos términos, que corresponden a escalas distintas evidentemente, porque, como muchos venezolanos de mi generación que vimos nacer la Biblioteca Ayacucho y el proyecto de Monte Ávila Editores Latinoamericana, y como tantos otros que pasamos por los talleres del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos y nos formamos leyendo La máscara, la transparencia (1974) de Guillermo Sucre, había una continuidad entre las dos instancias y se podía pasar de una a otra con una naturalidad que hoy a veces se echa de menos. Ser venezolano era ser parte de la historia de esa variante regional del cosmopolitismo que fue nuestro latinoamericanismo. En Salamanca, pude hablar así, por un lado, de la última poesía de Rafael Cadenas, la de los libros Gestiones (1992) y Dichos (1992); y por otro, del lugar de la vacuidad como experiencia e idea de las místicas cristiana y budista en la obra del cubano Severo Sarduy. Ambas charlas tendían a mostrar que, ante la crisis de legitimación del discurso poético y literario a fines del siglo XX, echar mano del vasto repertorio del imaginario religioso no suponía necesariamente volver a la religión como fundamento de la experiencia estética: “Casi todas las místicas se fundan en la negación de lo que existe. ¿No es posible una espiritualidad terrena?”, escribía Rafael Cadenas en Dichos. Discurrir sobre la poesía de Cadenas —y en buena medida también sobre la de Sarduy— me permitía además alinear mi intervención con el espíritu de una cátedra concebida para honrar la memoria de José Antonio Ramos Sucre y contribuir a la difusión de su obra poética más allá de nuestras fronteras.
No sé si más tarde fue posible seguir combinando en Salamanca esta doble visión, la de una mirada venezolana hacia la literatura venezolana y la de una mirada venezolana hacia la literatura de América Latina, pero sí tengo noticia de que otros intelectuales latinoamericanos, como el mexicano Adolfo Castañón o el peruano Julio Ortega, pasaron por allí para disertar sobre las escrituras de Venezuela. En este sentido, la cátedra supuso una importante instancia de internacionalización que proyectó la lectura del corpus venezolano hacia otros horizontes e hizo posible producir matrices de interpretación que escapaban al control del campo nacional. Hoy por hoy, dicho aspecto me sigue pareciendo esencial, si se tiene en cuenta que la madurez de una cultura pasa por su capacidad para dialogar con las otras y por entender que, tal y como ocurre con las personas, siempre es el otro quien ve en el rostro del uno los muchos rasgos que este ignora. Si tuviera que destacar uno de los logros de la cátedra diría que, tanto o más que la promoción de la propia literatura venezolana, es esta prueba de la alteridad que abre el corpus venezolano a otras lecturas, lo que constituye una de las aportaciones más enriquecedoras. La larga lista de tesis que se han escrito en Salamanca sobre autores de Venezuela en estas últimas tres décadas constituye un testimonio fehaciente de ello.
Para el joven scholar que yo era en aquel momento, la posibilidad de dictar un par de charlas en semejante universidad fue un inmerecido honor que aún recuerdo con orgullo y que me dio la oportunidad de intercambiar opiniones y puntos de vista con los estudiantes y los numerosos colegas españoles, europeos y americanos presentes en el público. Pues una de las muchas ventajas de Salamanca no es solo la de ofrecerle al profesor visitante la escucha atenta de un estudiantado interesado e informado, sino también la de ser un foro al que acuden hispanistas del mundo entero. Me acuerdo de que las dispersas notas de mis dos charlas salieron de aquel encuentro llenas de correcciones y nuevas referencias bibliográficas en varias lenguas. Gracias a ellas, pude redactar luego sobre bases más sólidas el ensayo “Rafael Cadenas, en busca de una espiritualidad terrena”, que se publicó en Cuadernos Hispanoamericanos en 1996 y que fue por entonces uno de los primeros trabajos dedicados al poeta venezolano en una revista académica española. También saldría más tarde, en esa misma revista, “La religión del vacío”, la reescritura de la charla sobre Sarduy.
No quisiera concluir esta brevísima nota sin destacar la importancia de la continuidad de la Cátedra José Antonio Ramos Sucre en las trágicas circunstancias por las que atraviesa actualmente Venezuela. Hoy, cuando entre los 5 millones de venezolanos que han dejado el país, se han marchado al extranjero cientos de escritores e intelectuales. Hoy, cuando una parte no menos substancial del campo cultural que subsiste fronteras adentro no dispone de los medios necesarios para seguir llevando a cabo proyectos de investigación y de creación, esta cátedra podría representar, en los años por venir, a la vez un punto de encuentro para preservar los vínculos entre unos y otros, y un espacio para la búsqueda de recursos e iniciativas que favorezcan la producción y la difusión de la literatura de Venezuela. Concordia y colaboración forman parte de nuestras primeras necesidades. Si la cátedra contribuye en algún grado a satisfacerlas, nuestra gratitud para con Salamanca no podrá ser sino más grande.