Los géneros no tienen más función, para el escritor, que darle algo concreto que abandonar
César Aira
Ordenando las cosas, creo y entiendo al mismo tiempo… Ordenar es buscar la mejor forma […] ¿Ordenar la forma?
Clarice Lispector
La gloria terrible de estar viva es el horror
Clarice Lispector
La primera vez que escuché mencionar a la escritora Clarice Lispector debió ser a mediados o a fines de los setenta. Fue a través de mi amiga Elizabeth Burgos, quien vivía en París, si no me equivoco desde antes de cumplir los dieciocho años, y venía con regularidad a Venezuela a visitar a amigos y familiares en Caracas y en su ciudad natal, Valencia. Elizabeth, que era y es una gran lectora, me mantenía informada sobre libros y escritores. Yo confiaba en sus juicios y criterios, puesto que nunca me habían decepcionado. Por ella llegué a la revelación de los grandes escritores y poetas rusos Marina Tsvietáieva, Pasternak, Anna Ajmátova, Ósip Mandelshtam, Nina Berberóva, a los que pude comenzar a leer a partir de los primeros ochenta en francés o en italiano, cuando aún o apenas si comenzaban a ser publicados en español. Ah, y lo olvidaba, a la lectura de los ensayos de Joseph Brodsky reunidos en Lejos de Bizancio (Fayard, 1986), lo mismo que a su poesía en las excelentes traducciones, según lo celebraba el propio Brodsky, del italiano.
En ocasión de uno de sus viajes, Elizabeth me hizo una breve, pero sugestiva reseña biográfica de una peculiar escritora brasileña nacida en Ucrania durante el accidentado periplo de su grupo familiar ya en fuga del horror de los pogroms y resuelto a correr todos los riesgos que suponía emigrar a América con una criatura de apenas dos años al momento de tocar tierra en Maceió, en el Nordeste de Brasil, para después trasladarse a Recife. Elizabeth me habló sobre todo de La pasión según G.H. (1964). No mucho después le escuché a Marta Traba, en la Escuela de Arte de la Universidad Central de Venezuela, donde ambas enseñábamos, referirse a Lispector con la misma efusión entusiástica, diligente promotora como fue de la riqueza y amplitud del arranque de los movimientos (literatura, escultura, música, pintura, arquitectura) modernistas brasileños, iniciados en el histórico acontecimiento de la Semana de Arte Moderno en São Paulo o Semana del 22.
La pasión según G.H. fue publicada por Monte Ávila en 1969 en la magnífica traducción de Luis García Gayó, respetuosa de las singularidades de su estilo y de la construcción sintáctica de su lengua, que yo leí a fines de los setenta, comienzos de los ochenta. No antes, sencillamente porque no estaba enterada de que ya formaba parte del catálogo de la editorial del estado (por lo demás, las precisiones cronológicas en tiempos de clausura se me han vuelto muy difíciles de restituir). Quedé muy impresionada con ese hallazgo. Lo leí como en un trance, probablemente, tres veces en los años subsiguientes, continuando a lo largo del tiempo con el conjunto de sus obras anteriores y posteriores para terminar con su extraordinaria y póstuma La hora de la estrella. Debo aclarar que mi generación, hasta donde sé, tal vez con contadas excepciones, no le había prestado mayor atención a la literatura brasileña, por descuido, por ignorancia, por autosuficiencia, es decir, por ese no mirar más allá de nuestras fronteras hasta hace unas cuantas décadas y quizás hasta más bien poco.
En esos años, Brasil, pese a ocupar la mitad del área de toda América del Sur, se nos aparecía de algún modo como otro continente, otra hegemonía lingüística más allá de la línea divisoria, casi una barrera infranqueable fijada por el Tratado de Tordesillas, que solo comenzaría a superarse gracias al proyecto pionero inter-americanista, universalista, lo calificaron algunos, de la Biblioteca Ayacucho a cargo de Ángel Rama y José Ramón Medina oficializado en septiembre 1974 y que, para 1982, había alcanzado el corpus de cien bien curados volúmenes.
¿Qué obras de autores brasileros habíamos leído en esos años? En mi caso: Las memorias de Blas Cubas de Joaquim Machado de Assis, primer título del Fondo Editorial Casa de las Américas en 1963; la novela breve Vidas secas, en una edición de Casa de las Américas en 1964, del nordestino Graciliano Ramos, como nuestra autora; algo de poesía de Carlos Drummond de Andrade; el épico y fecundo en referencias literarias y a ratos mítico-ontológicas El gran sertón: Veredas, de Guimarães Rosa, en la edición de Seix Barral (1975). En los ochenta Los sertones de Euclides da Cunha de la Biblioteca Ayacucho, motivados por la recreación de la guerra de Canudos en la novela La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa; algunos poemas de João Cabral de Melo Neto asociados al rigor prosaico y al rechazo de la dimensión musical que atravesaba la poesía lírica. De cualquier modo, hubiera preferido una lista mucho menos compendiosa.
Por otro lado, la lengua escrita de Brasil nos estremecía por las recónditas e incontestables tensiones que dinamizaban la entonación oral, cuyas divergencias caracterizaban la prevalencia de la expresión hablada sobre la escrita, en áreas regionalmente delimitadas de Brasil, en contraposición con la rigidez de la gramaticalidad de la tradición clásica. No podemos olvidar que tampoco había muchos más autores que nos fueran accesibles traducidos al español en esas fechas. Existían puentes, sobre todo en el Sur con Argentina y Uruguay, pero la articulación con la industria editorial del continente y de España, es más bien reciente. Es de agradecer que en la actualidad la Biblioteca Clarice Lispector de las Ediciones Siruela, fundada en 1982, cumple ese cometido incluyendo doce títulos de su producción: crónicas, cuentos, novelas, correspondencia, como también su compleja y soberbia novela póstuma La hora de la estrella.
Aquí me gustaría referirme a un artículo de César Aira, que leí hace unos días, al tiempo que trataba de rehacer nuestro itinerario de lecturas, y que corrobora ese desinterés de los lectores no solo de Venezuela sino, en el presupuesto de que siendo más cercanos habrían de ser más afines, también de los países del cono Sur. Aira se refiere a la ignorancia no solo del lector medio de la riqueza de la literatura brasileña, dúctil, plural en el mestizaje y diversidad de sus orígenes, “tan fundamental en la hechura” de esa nación. A continuación, cita a Borges, que no había frecuentado ni gozado a escritores como Álvares de Azevedo o Machado de Assis, que le habrían dado “una idea más rica del poderío de una literatura menor (el subrayado es mío)”.
Habría que tener en cuenta también que los brasileños hablan y se hacen entender en español, en cambio nosotros, respecto a ellos, pecamos de indiferentes, al comprender muy poco o casi nada el portugués de Brasil.
La historia de La pasión según G.H. es ínfima, la protagonista y narradora, G.H, una mujer que vive en el vasto pent-house de un barrio acomodado, escultora aficionada, relacionada con la mejor sociedad de Río de Janeiro, irrumpe con espanto y horror en el cuarto libre de la presencia de la criada mulata, esa sirvienta-mucama incómoda, aunque imprescindible, una intrusa cuyo nombre tan siquiera puede recordar, que ha desocupado el lugar que ocupaba en la casa de G.H. , un lugar tan ajeno y extraño, una suerte de coto vedado, al que ella nunca antes había sentido la menor curiosidad de asomarse y al que, como le corresponde en su calidad de patrona y dueña de casa, está obligada a limpiar y ordenar, higienizar y organizar.
En sus novelas, en sus cuentos, incluso en sus crónicas, Clarice Lispector parte de lo inmediato doméstico, del hogar como refugio de la intimidad en oposición al espacio público, de lo sensiblemente privado, a la par que doloroso y oscuro, para lanzarse a explorar los vericuetos de la experiencia de pensar, pensar gozoso y elucubrador, pensar caviloso y especulador, pensar irónico y oblicuo por intermediación del poder epifánico de emociones e intuiciones. Su escritura es puro sonido, nos sentimos escuchar una voz cuya frecuencia habla y reverbera en la cabeza, una voz que se nos impone con sus juegos lingüísticos, con su declamación entrecortada, con sus melancólicos y languidescentes acentos, forzándose a expresar lo más difícil de expresar, torciendo la gramática para articular y enunciar la materia de su lengua a partir del sello místico e iluminado del judaísmo, a fin de entrar y salir simultáneamente más adentro y más afuera en su percepción del propio cuerpo, de los objetos, de la cosas vivas que constituyen el mundo y hacer suya la aventura mayor de la solemnidad fatal y amenazante del Génesis narrada en el Antiguo Testamento…
G.H. entra al cuarto, abre la puerta del armario, ve una cucaracha, aterrorizada la cierra de un golpe, aplasta la cucaracha, mira exaltada cómo se escurre la materia, lo más privativo de la vida orgánica. Con todo y su repugnancia la ingiere. Engulle, devora en su desafío a asumir su impura condición animal la que no se le había mostrado y en la que no se había reconocido hasta ese momento. No hay otra manera menos brutal de decirlo. Algunos críticos hablan de una náusea existencial, bajo la influencia de La náusea de Sartre. No lo creo, en su camino hacia la libertad Sartre no osó perderse tanto como para enfrentarse a lo desconocido a fin de ir en pos de la tan temida como ansiada libertad. Comparado con La pasión según G.H., La náusea, una náusea metafísica, abstracta, es poco más o menos una parábola para señoritas. De todos modos, la misma Lispector en una entrevista aseguró que ni había leído ni había sido influenciada por el existencialismo, la suya era una náusea enteramente física, no filosófica.
En aquellas primeras lecturas, si alguien me hubiera preguntado de qué trata La pasión según G.H. (me es difícil llamarla novela, del mismo modo en que me es difícil, casi una profanación, llamar novelas El castillo o El proceso de Kafka) habría respondido La pasión según G.H. se concentra toda ella en negar el principio ontológico y, más pedestremente, sicológico de identidad, aquel principio que se asienta todo sobre la primera persona del singular: Yo. Y como contrapartida, en la insoslayable condena a dar de bruces ante nuestro yo desconocido, al pasar de lo seguro, lo estable, lo definido y definitivo que nos sentíamos ser y no éramos, al estupor de lo desconocido, otro trayecto de aprendizaje. Sus amigos Carlos Drummond de Andrade, João Guimaráes Rosa, por cuya obra sentía indudable afinidad y gran admiración, como lo manifestó a al leerlo en 1956. Lucio Cardoso y Olga de Sá calificaron oportunamente el modo de pensamientos de Lispector como “cuestionamiento ontológico”.
En la primera y subsiguientes lecturas, con algunos intervalos de meses, traté de concretar en pocas palabras en qué consistía esa peculiar y, exquisita, a mi modo de ver y de leer, obra que transgredía con tanta naturalidad y sin rastro alguno de cohibición todos los géneros y preceptos del canon. Fue entonces que caí en cuenta de que era precisamente esa transgresión, por combinación y fluencia no consciente, al menos de primer intento, de aproximación a los géneros, la que configuraría la estructura, por demás elaboradísima, de La pasión según G.H.
El que cada capítulo o fragmento, si se nos permite llamarlo así, puesto que no hay capítulos en el sentido habitual del término, se reanude, apagándose, reimpulsándose, intensificándose con la frase conclusiva, casi una sentencia, el capítulo anterior, resulta en un potente recurso estilístico en constante proceso de recrearse. Además de acercarse a un Quodlibet, aquel procedimiento compositivo derivado de la música coral que combinaba en contrapunto diferentes voces y melodías de temas populares con variaciones y repeticiones con cambios mínimos y de forma sencilla. Piénsese en su similitud con el efecto de las repeticiones del final de Las variaciones Goldberg de Bach.
Las variaciones representan cesuras, interrupciones del transporte rítmico, de los lances lúdicos, voluptuosos del fraseo, pausas reflexivas entre una y otra variación, como una incitación a reflexionar. Los capítulos, los fragmentos, están a su vez formados por párrafos y cada párrafo tiene un inicio, un medio, un clímax, un ir a morir, como van a morir las olas a la playa. Antes que un desenlace, un rizo, un broche, un cierre conclusivo, a la manera de los inigualablemente bellos y punzantes versos finales de los poemas de la madurez de Baudelaire.