Todas las mañanas me despertaban las campanas de la iglesia. La primera vez que las escuché, deseé siempre despertar como los arijunas, lejos del canto de los gallos y el cacaraqueo de las gallinas, lejos de la manivela del molino y del saco de maíz. Le rogaba tanto a mamá me sacara del monte. En ese tiempo no conocía de Dios y tampoco sabía que a Él era al único que se debía rogar; pero, también aprendí que a fuerza de ruegos se logran todos los deseos de tu corazón y así mi mamá a cambio de huevos de gallina, leche y queso de cabra, logró que mi madrina aceptara tenerme en su casa. Al principio mi madrina se negaba aceptarlos, pero en mi casa abundan las cabras y las gallinas y contra la voluntad de papá aquí estoy, hablando con el papel y el papel hablando conmigo. Sin embargo, no hay noche después de las lunas que he vivido aquí, que no me sienta como si estuviera durmiendo en el chinchorro que me tejió mamá, despertándome aturdida por el golpe al caerme de la cama y antes que suene el primer campanazo de la iglesia han llegado a través de mis sueños el olor de las cerezas, los cantos de los gallos, el llanto de los cabritos mirando amarrados a sus madres mientras papá y mis hermanos mayores las ordeñan.
Irama escuchaba los recuerdos que Jierrantá le contaba. Había llegado muy temprano a contarle un sueño que había tenido con libélulas en la madrugada reciente y tomaba el café con jengibre que le había preparado.
—¿Y esa foto?
Ahí me estaban casando con Él; fue por eso que mi madrina me prestó ese vestido blanco y ahí estaba tratando de aprenderme el credo y los diez mandamientos de la ley de mi esposo. Yo no me quería casar con alguien que no conocía. Además, apenas tenía 14 años y menos si para ello tenía que aprender de memoria cosas que mi cabeza se negaba a guardar. No obstante, me gustaban los zapatos porque tenían tacones y una hebilla plateada, lo que me hacía parecer una novia. Fue por eso que no me quería casar, pero lo hice porque ese día me vestirían con un vestido usado solo una vez por la única hija de mi madrina. Aquí en el pueblo donde siempre quise vivir para que me despertarán las campanas de la iglesia y no el canto de los gallos ni el llanto de los chivos, para comer pan rojo “rojas pinilla” con leche y café; y sobre todo para aprender a hablar con el papel y que el papel también hablara conmigo. Para eso mi mama me dejó aquí en casa de mi madrina. Solo mamá podía conocer los deseos de mi corazón o quizás soy yo los deseos del corazón de ella. Mi vestido prestado, que fue mío mientras me casaba con Él, el día de San Agustín. Olía a baúl, por lo que mientras me lo medían sentía cerca de mi abuela. Escuché a mi madrina decir que ese vestido lo habían traído de Belén. Entonces pienso en María de Nazaret, que tuvo un hijo de Él. A María le pasan unas cosas igual que a mamá, porque tiene un esposo que se casa con una y embaraza a otra. Dios es Wayuu.
—Tengo una foto tuya, la recorté del periódico.
Esta foto en particular me gusta mucho y la que escogí porque así recuerdo a mi única tía materna cuando era una mujer soltera. Ella era la enfermera del puesto de salud de Paraíso. Para entonces vestida de blanco e iba de casa en casa con un termo de vacunas. Introdujo la planificación familiar en comunidades indígenas. En los tiempos de guerra era ella quien transitaba por las fronteras sin que las gotas de acero la tocaran. Eran otros tiempos donde el valor sacro de las mujeres Wayuus era un código de honor. En tanto mi madre que ya tenía dos hijos con un arijuna negro prefirió llevarnos a Maicao, lejos de las guerras claniles, y así, sin avisar llegaba la enfermera con una bolsa de papel llena de pichiguel para mí. Por ella supe a qué saben las frutas de los cactos y las tunas y me advirtió que los caminos que me gustaban estaban y están llenos de espinas. Que no volteara si escuchaba mi nombre en la multitud; si era un mensaje para mí llegaría sin necesidad que yo me detuviera; que nunca diera la espalda y no aceptara que taparan mis ojos en ese juego de “adivina quién soy”; que llevara una cornelina en algún lugar de mi cuerpo, en mi muñeca, en mis tobillos, en mi cadera o en mi mochila. Hay veces que me veo en mi madre, pero hoy me vi en ella… Rosa.
Me conmueve verme en ellas, evocar la juventud de mi madre cuando decidida salía de su ranchería al pueblo más cercano y junto con su única hermana vendían huevos de gallina criolla. Me cuenta mi madre que era una emoción salir a cualquier pueblo, ver los pocillos de peltre en la miscelánea de tu madrina en Fonseca, los aretes de oro rojo en la vitrina de los momposinos en Maicao. Montarse en el bus Cosita Linda de carrocería de madera. Yo la escucho y me contengo para no llorar porque sin querer se le escapa el nombre de la hermana que ya no está y recuerda esa mañana que se propusieron sacar su documento de identidad. Fueron las dos, para mí las mujeres más hermosas del mundo, una mayor que la otra y, sin embargo, ceduladas el mismo día y por lo tanto sus números de cédulas son consecutivos. Sacar la cédula fue fácil en San Juan del Cesar; tomarse la foto fue lo más complicado, juntas se reían de la seriedad de la otra. El fotógrafo nunca se molestó.
—¿Entraste a la iglesia?
Es la segunda vez en mi vida que entro a esta iglesia. La primera vez que lo hice era conducida por mi tía Rosa, la bonita, la rebelde, la valiente de la casa. Vestida de enfermera fue a pedirle al padre “Cosita Linda” que hiciera una misa por el eterno descanso de mi abuela. El padre me miró como buscando en los velos de su recuerdo a la niña de Paraíso que quería estudiar; aquella que recitaba los misterios de la bendita virgen María sin más ceremonia que la memoria y el apresurado amén, cuyo cabello se confundía con la mantilla negra española con que cubría su cabeza y preguntó: ¿quién es ella?
—Irama, la hija de Rita, le respondió.
Cómo no amar a Fonseca si mis huellas están aquí, mis huellas de nacida viva, las primeras luces del pueblo cercano a los caseríos, la iglesia de San Agustín, donde quizás cuántas tardes obligada, mi madre recitaba los misterios dolorosos, gozosos y gloriosos como contraprestación a la posada que una hermosa mujer árabe le daba para continuar sus estudios en esta tierra de cantores; el confesionario del padre Cosita Linda, donde se arrodillaba a confesar pecados de mentiras solo para comulgar y sentir en medio de las bodas del cordero el sabor del pan árabe convertido en el cuerpo de Cristo.
—Dicen que tu bisabuela murió de 100 años.
Ciento siete lluvias. Mamá Victoria me decía que sería una mariposa, que no moriría, sino que se transformaría, que el calendario y las horas no deben ser vistos porque el tiempo y las distancias de los arijunas para nosotros no existe; que ella está aquí visitándome en forma de mariposa nocturna y ve cómo le huyo y le cierro la puerta por temor a que ella me hable. También está abandonando la Alta Guajira siendo apenas una niña por la sequía, está siendo pedida en matrimonio por un hombre que no conoce y se la está llevando ahora mismo a un caserío en San Juan, asistiendo una y otra vez porque le gusta llorar a sus muertos a los velorios de sus nietos, que también está entregando a mi abuela a un hombre 20 años mayor que ella y es mi abuelo. También le está diciendo a mi madre que no se case con ese arijuna que se la llevará lejos y que tendría hijos desarraigados que creerían en los calendarios y que el tiempo para nosotros es demasiado tarde, que la estoy viendo ahora acostada en el chinchorro pensando que mañana ella sólo será un recuerdo que me dice que el tiempo no existe envolviéndome de nuevo en esa espiral que no es del tiempo, sino del ahora.
Siempre escucho su voz. Escribo por ella y para ella, no concibo una línea en la que no esté su voz, la de mi madre, la de mis tías y la voz de mi hermana, que es mi propia voz. Ella me habló de las mujeres Julamias y de las Iramas. Me dijo que no había nacido un 31 de diciembre y que su verdadero nombre quedo oculto bajo el nombre de Victoria. Que bajó de la Alta Guajira muy cerca de Nazaret en busca de las aguas lluvias del Sur, “Las lluvias están en el Sur”, decía. Desde entonces cuatro generaciones nacimos allá, huyendo de la sequía eterna de la Alta Guajira. Hoy como nunca he recordado cuando igual que mi abuelo me dijo “Qué bonito cuando el papel habla contigo” (leer) Ella no me habló de Madre Tierra, me habló de territorio, porque a donde fuere no soy más que una pequeña extensión de mi cordón umbilical enterrado al pie del árbol de cereza en la ranchería de mis abuelos. No me enseñó hablar con la luna, ni con el sol; sólo por la certeza que cada lluvia cumplo año y cada luna pago impuestos. No necesito alterar mis estados para saber mi futuro; mi futuro es tan incierto y contrario a mis sueños (dormida) que tanta incertidumbre y contrariedad se convierten en certezas. Yo sólo sé que nuestros sueños son los que tenemos mientras dormimos. Así que no me pregunten qué estoy soñando mientras esté despierta; pregúntame si despierto junto a ti y si estoy en la cocina preparando un café con jengibre en la mañana. Yo solo sueño dormida.
—La última vez que visité tu casa tenías muchos espejos ¿aún los tienes?
He construido mi propio mundo, un mundo cerrado que contiene la infinidad de los espejos; siempre he pensado que los espejos si no tienen marco pueden expandirse por toda la habitación. Por eso los enmarco en hierro forjado; temo que los espejos invadan mi casa y sea yo la imagen en el cristal, si es que no lo soy. Entonces la wayuu más candorosa del mundo se asoma en la habitación y le dice: Irama, deja de hablar con el espejo.
Le he pedido a mi madre todos sus muebles viejos porque quiero encapsularme en un tiempo pasado: el olor de la madera, sus colores antiguos me llenan de una nostalgia reconfortante. ¿No has tenido la oportunidad de sentarte en un mueble viejo mientras llueve? Entonces no sabes lo que se siente ver la lluvia sentada en los recuerdos.
—Sigo huyendo…
Entonces te ofrezco La Guajira como asilo, en la ranchería más abandonada, donde se toma agua salitrosa y se come de vez en cuando; cuando se puede se desayuna, cuando se puede se almuerza. Cuando el agua si la quieres dulce te toca caminar muchos kilómetros. Que vivas en carne propia las promesas no cumplidas. Donde no nos importará si hiciste o si no hiciste porque no te lo preguntaremos. Donde dejarás de comer chivo solo porque viste como lo mataban mientras el más pequeño de la ranchería metía sus manitas en la totuma de sangre coagulada y se las llevaba a la boca. Donde sentirás las gotas de la escaza lluvia como si fuera un diluvio porque caen en el techo de zinc y donde no tendrás noches de descanso porque las abuelas no dejan matar a las arañas que están por todas partes en el rancho. En esa ranchería no podrán buscarte ni querrán hacerlo porque saben que nosotros no entregamos a quienes aquí se asilan y porque saben que esta sed de vida interminable sólo la podemos soportar los Wayuu.
Rojo que te quiero rojo.
Roja la piedra cornelina.
Rojo el hilo de la a seguranza que mi madre amarró a mi cadera cuando todavía era niña.
Rojo el color de la sangre fresca y tibia que corre por las manos del más pequeño de la ranchería cuando las mete en la totuma que guarda la sangre del cordero que no quita el pecado, sino el hambre.
Rojo el color de la fuerza y la vida que tiene sed.
¿Por qué dicen que sólo nacemos los 31 de diciembre?
De tanto aceptar sin saber qué se nos preguntaba, terminamos celebrando de una manera distinta el fin de año, porque un día cualquiera todos “Nacimos un 31 de diciembre”. Al Estado se le olvidó el nombre de las otras lunas y quiso que como celebración de fin de año también festejáramos nuestros cumpleaños. En un pasado reciente, cuando una lluvia era un año más de vida, era porque la luna volvía al mismo sitio y su claridad sobre el manto negro que cubría la Alta Guajira. Entonces nuestras abuelas decían “Hoy es la primera lluvia de mi hijo”; no sabíamos de fechas y calendarios. Esos llegaron después, un después que se dieron cuenta que aquí había mucha gente, que camina bajo el sol, no se quejan del desierto ni del verano, ni del invierno, porque cuando llueve ellos recogen la lluvia y la guardan, caminan tranquilos sin saber que debajo de ellos hay una gran veta de carbón; tampoco saben que solo tienen un río y se la pasan haciendo cacimbas; los hombres tienen siete mujeres y a sus mujeres las venden y lo mejor de todo es que les gusta un pan rojo con una gaseosa roja y a ellas una manta roja, porque creen que eso les da fuerza en la sangre y les quitará el hambre. Que se dan plomo y todo lo arreglan con una reunión debajo de un rancho que tiene techo y no tiene paredes, que les gusta vivir como lo que son porque andan hasta indocumentados y es imperioso identificarlos. Entonces hoy Prisionero, Marilyn Monroe, John F. Kennedy, Simón Bolívar, Diomedes Díaz, Cabeza, Cabezón, Raspa hierro, Lebrancho, Eme diecinueve, en el monte y antes de las doce de la noche del 31 de diciembre se van a sus chinchorros sin saber que un funcionario, el mismo que me dio un beso cerca de la boca y que prometió casarse conmigo cuando yo creciera, en el pueblo piensa: “Hoy están vestido de rojo y de cumpleaños los indios”.
Si quieres celebrar vístete de rojo
Si tienes miedo vístete de rojo
Si un sueño te lo pide vístete de rojo
Si quieres mandar un mensaje de guerra vístete de rojo
Si quieres que te vean vístete de rojo
—¿Has regresado a Paraíso?
Ayer estuve en el territorio donde tan solo nací y que ahora atesora sobre su gran fertilidad algunos pasos de niña cervatilla, pero pisé tan fuerte que mis huellas quedaron grabadas en los únicos caminos que mi abuelo y mi tía me permitían recorrer. No tuve el arrojo de ir más allá de donde me estaba permitido porque estaban llenos de fantasmas. Un nombre de mujer que me persiguió en mi pasado de niña era la causa de ranchos caídos y abandonados, mi infancia también guarda el rumor de ese nombre de azucena, que huyó con sus hijos y los hijos de sus hijos, que dejó animales y ranchos, pero en su huida dejó un amuleto para acechar a quienes osaran pasar por su rancho abandonado.
Ayer que regresé después de tres lluvias y mis ojos se encontraron con un recuerdo vivo y tangible, era el mueble donde la tía Rosa ponía su vajilla de peltre. No tuve que cerrar los ojos ni esconderme en el monte para que no me vieran llorar; simplemente el llanto no brotó, se convirtió en una leve sonrisa de melancolía y sentir esa misma alegría cuando mi tía todavía siendo doncella partía un pedazo de panela para la niña que se quedaba llorando en el rancho mientras mis primas se iban para el molino a jugar.
—¿Qué fue lo último que le dijiste al niño de la montaña?
De pronto antes que se asomen las once de la noche me asalta la idea que por cualquier motivo ya no volvamos a vernos. Pienso si de pronto ya mañana no despierte o me enamore de otro o despierte creyendo, absolutamente convencida que todo fue un sueño y que nunca te conocí, que sólo fuiste producto de mi desbordada imaginación y que por culpa del 31 de diciembre se te dio por buscarme y me encontraste. Qué tal que todo haya sido o sea un sueño. Hoy más que nunca tengo miedo de dormir porque siento que mañana serás ese sueño en el sueño que solo recordaré si en esa costumbre nuestra de los que cumplimos años con las lluvias me preguntan: ¿Qué soñaste anoche?, pero mañana no estará ninguno de los míos cerca para preguntarme. Entonces nunca tendré la certeza si fuiste real, como también pienso ahora que todo fue cierto; que reírnos reímos, jugamos en la playa, me hablaste de la Loma y encontraste tu pequeña isla al lado de la marca de mi clan en el salitre de una de las paredes de la casa de las mariposas y la que escribe todo esto es mi imagen en el cristal. Entonces en esa mañana de octubre, cuando ya no recuerde tu voz ni tu olor, llegará un muchacho tan parecido a alguien de mi pasado y me dirá que me conoce y que atravesó el país o cruzó los océanos en busca de una leyenda inventada por su abuelo.
—¿Y qué te dijo?
—Que estaba loca por culpa de los espejos y por hablar todo el tiempo con ellos.
—¿No te asusta?
—Ya nada me asusta como la primera vez que enfrenté al mundo sola; abstenerme de llamar a mi padre, mi legitimo proveedor y benefactor para tener las cosas que quería y necesitaba, porque yo podía hacerlo: viajar sola, vivir sola e irme lejos como lo ansiaba desde niña cuando veía el atlas universal, ¿lo recuerdas?
Sí, ese libro rectangular que contenía todas las arterias de la Tierra. Entonces pensaba conocer el Sahara, Marruecos y la antigua Constantinopla; saber cómo era Nueva York hasta que lo tuve tan cerca de mí y vivía y aún vive gente como yo, porque su nombre está escrito en una tabla de madera que sacó el mar Caribe de sí y está claveteada en un palo de trupillo en la Alta Guajira. Es el único lugar del mundo donde Nueva York queda a unos kilómetros de París y Buenos Aires. Sigo deseando irme lejos, pero cuando llegue la noche, regresar al chinchorro que me regaló mamá.
—¿Y si volviera nuevamente esa tarde de lluvia en la Loma?
Donde sentía que ya era hora de regresar y quince lluvias después he despertado en el calor de este hermoso trópico, por el sudor tibio y salado de mi cuello y sin ti. Últimamente he recordado a la anciana isleña que trataba de pronunciar mi nombre, pero preferí me dijera Nina, seguido de tu apellido. Así mi nombre largo, mi apellido negro y mi clan indígena descansaría bajo tu insular abrigo; evitaría dar esas explicaciones de decir de dónde vengo y quién era y soy; buscar un atlas universal y señalar que nací aquí, en la latitud 11.3764, Norte y longitud 72° 14′ 44″ Oeste.
Si hubiera aceptado seguirte y levantarme tarde porque en la isla no deja de llover o correr por la playa o comprando piñas y mangos en el mercado de San Martín, deseando que me encontraras y descubrieras de nuevo mi desnudez, debajo de la manta que cubre mi cuerpo en los médanos de Taroa, mientras te espero en otra ciudad del mundo. Entrar de nuevo a tu habitación, pero esta ya no tiene tu perfume, huele a baúl, tiene muchas lluvias de encierro, la humedad y el salitre carcomen las paredes. Antes venía en busca de respuestas; ya no las busco, ni las quiero. Ella cree que algún día regresaré con noticias tuyas y yo creo que ella tiene un mensaje para mí. Nos entretenemos jugando para no perder la costumbre de la espera. Ya perdí el miedo de mi pequeño retrato en tu billetera porque sé que nunca lo van a encontrar. Es la segunda vez que me tiro en tu cama, cierro los ojos, siento que sólo han sido unos minutos, pero me despertó de nuevo el sudor en mi cuello. Me quedé dormida y soñé dormida en tu cama, soñaba conmigo misma, mientras la del sueño seguía dormida y quien me veía era yo misma, que trataba de no hacer ruidos para no despertarme porque quería que en ese mismo sueño aparecieras, pero ya no por mí, sino por ella, por ti, Irama.
—¿Y cómo lo conociste?
—¿A quién?
—A quien sueñas despierta.
No existía la más remota posibilidad de conocernos. De hecho, nadie ha tenido esa posibilidad; fue un golpe de suerte, el aleteo de una mariposa en Tokio con efecto en nuestra vecindad transitoria, el estornudo de un bebé en una casa de cartón, lo que sea que haya sucedido en el universo.
—¿Para dónde vas?
Adonde el corazón me lleve, le respondí, porque en ese instante estaba recordando el libro que mi mamá me regaló antes de irme de aquí, donde estoy de regreso y que extravié en un bus urbano cinco años antes. Un libro que evoco siempre y que algún día rescataré.
—¿Nos volveremos a ver?
—Eso depende, si en el cielo recuerdas mi nombre.
—¿Recuerdas la vez que te llevaron donde Chelalo?
—Sí, claro. Los médicos no encontraron nada en mi pecho planito. “Respira hondo… bota” me decían y llegaban a la conclusión que en mi pecho no había nada. Pero, era un dolor que entraba de pronto en forma de choques eléctricos que hacían que me agarrara y me apretujara de dolor. Era época de bonanza y mi papá parecía un gitano de médico en médico en los mejores centros de especialistas en Cartagena. Digo gitano, porque cargaba con tres hijos pequeños, una mujer embarazada y, además, un termo de agua. Me hicieron en cada consultorio radiografías, alzaba los brazos y sentía un ruido de fotocopiadora y nada. Ese dolor me daba en cualquier momento y aprendí a lidiar con él, no respiraba mientras que se paseara por unos segundos en mi pecho. Luego respiraba lentamente. Llego mi tía Rosa por mí, madrugamos y viajamos en un Cosita Linda hasta San Juan. Ese consultorio no era como los de Cartagena y se paseaba un calor de hombres y mujeres y toces secas, que salían con una botella del consultorio del doctor. Hundía mi cara en el vientre planito de mi tía, pero no era una bola gigante como la de mi mamá. Tengo hambre, le dije, y de su bolso saco un envuelto de guineo verde cocido con pedazos de asadura; me lo comí. Llegó mi turno y conducida por mi tía al cuarto del médico ella le dice: Dr. Chelalo, aquí le traje a la niña. Mi mundo de bonanza no concebía que un Dr. se llamara Chelalo y sonreí. El me miró y dijo “ella no tiene nada. Solo un gato que quiere salir y la aruña por dentro”.
—¿Qué es ese ruido Jierrantá?, preguntó Irama, mientras terminaba el café con jengibre que Jierrantá le ofreció.
—Son las libélulas y con una lluvia que caiga regresarán las cerezas y con ellas las libélulas. Entonces la wayuu más candorosa del mundo entra a la habitación y le dice por segunda vez: ¡Irama, deja de hablar con los espejos!
FIN
GLOSARIO
Arijuna: Que no pertenece al pueblo wayuu.
Cosita Linda: Razón social de una desaparecida empresa de transporte interdepartamental de buses con carrocería de madera. También era el sobrenombre cariñoso para el cura Oñate, muy conocido en la región.
Julamias: Mujer wayuu con muchas posesiones y riquezas que por el valor de su dote no consigue pretendiente. Siempre doncellas.
Irama: Mujer wayuu que no pasó por el encierro; traduce venado.
Jierrantá: Nombre wayuu que traduce “muy femenina”.
Wayuu: Pueblo indígena colombo-venezolano.