Para Claudia Guillén, por supuesto
Desnudos cuerpos bellos que llevan
tras de sí los deseos
con su exquisita forma.
Luis Cernuda “A un poeta muerto (FGL)”
Llegaron a eso de las tres, cuando los músicos todavía no se cansan y avientan cumbias y corridos como si estuvieran empezando. A esas alturas de la madrugada ni nosotras ni los clientes estamos tan borrachos, y casi nadie perdona una pieza sin ponerse a zapatear. Los de la maquila apenas acaban la segunda jornada y entran bien ganosos, con la garganta nuevecita y los billetes de la raya listos en la bolsa para reventarse un buen rato de cerveza y compañía. Yo bajé al filo de las once. El mal de la Lorenza había hecho crisis dos días antes, y no sentía ni tantitas ganas de trabajar por culpa de la mortificación. No hubiera bajado, si no es porque la misma enferma me lo pidió con esa vocecilla de moribunda que tuvo desde que cayó en cama. “Ve, manita, por mí no te detengas”, me dijo. “Ve, necesitas los centavos”. Y era cierto, así que no estaba aquí por gusto, sino a causa de las apuraciones.
Sí, debió ser más o menos a las tres. Ni llamaron la atención. Yo ya los vi sentados en una mesa junto a la pared. Se me hizo raro, porque los gringos agarran siempre las mesas centrales, allá, pegadas a la pista. Para ellos esto resulta un espectáculo, como asistir al circo a mirar elefantes y payasos. Si no hay mesas ahí, rápido les desocupan una: los meseros quitan a la gente con el alegato de que necesitan el lugar para unos turistas, que porque ellos sí consumen y no nada más calientan la silla haciéndose güeyes con una cuba toda la noche. Ni quién dijera que se van a meter a congales como éste, ¿verdad? Eso sí, cuando traen pareja nomás se acaban un par de tragos y se largan. Y es que las gabachas son muy llamativas y luego luego se incomodan con tanta mirada braguetera. Si vienen gringas, nosotras ni existimos para los hombres. ¡Cómo nos vamos a comparar! Aquí trabajan hembras jovencitas, con buen cuerpo y bonitas facciones, y hasta con las greñas decoloradas, pero a los mexicanos siempre los atraen más las rubias naturales. Y si las escuinclas no pueden competir, cuantimenos las veteranas que ya dejamos atrás los mejores años. Además, como se sabe que los gabachos cargan sangre de la que no hierve, nunca falta un bravucón que se anime y vaya a sacar a sus mujeres. Claro, estos cabrones son bien mandados y antes de terminar la primera pieza, las gringas se regresan a su silla ofendidas o asustadas, ya porque las fajan, ya porque les agarraron una nalga. ¿Y los maridos? Como si no vieran… Por eso tienen fama de agachones. Allá ellos. No les importa.
Los negros son otra cosa: ellos sí imponen. Tanto, que nadie jala a bailar a una negra si no trae sus farolazos encima, a menos que sea ella la ofrecida. Y aun así la mayoría le escurre al bulto. Dan miedo: además de prietos, grandotes como caballos y con esa cara de mírame y no me chingues, aunque se rían o anden hasta el copete. Pero ellos casi no vienen por acá. Prefieren irse a bailar a cualquier cabaret del centro antes de ensuciarse los zapatos por estos barrios.
Esa noche no había gringos ni negros. Puro nacional, pura raza. Por eso se me hace raro que nadie los haya visto entrar. Nos dimos cuenta de su presencia cuando pidieron el primer cubetazo. Seguro andaban acalorados: como aquí no hay clima, lo único es echarse unas frías. Esos ventiladores del techo nomás sirven para revolver olores; diario los mismos: sudor, cerveza, meados, perfumes, cigarro y hasta vómito ya cuando la madrugada termina de revolverles el estómago a los briagos. Una se acostumbra, y más si asiste noche a noche. Malo cuando es la primera vez, ahí sí el tufo te da un buen chingadazo en la nariz y se necesitan varios alcoholes para hacerlo a un lado.
Yo acompañaba a mi cliente como a dos mesas de distancia y fui quien hizo la seña a la barra para que los atendieran. Me gustó el pelao, no voy a negarlo: alto, colorado, vestido de blanco y con un aire de señorito que no se ve seguido por estos rumbos. Volteaba a todas partes curioso y con un pañuelo se limpiaba el sudor que le escurría por la cara, desde la frente hasta la barbita esa que le dicen de candado. A ella no la vi al principio. Sólo de espaldas. Aunque también se le reconocía lo fino, sobre todo en el vestido: de esos suavecitos, casi transparente como ala de mosca. Y en el color de su pelo, entre rojo y castaño, bien arreglado, de salón, pues.
Los meseros andaban en lo suyo, y Agapito ni me peló. El que me vio fue Marcial, y tampoco me hubiera hecho caso si no le señalo a la pareja. Habrá pensado que quería el servicio para mi cliente, y como se trata de un viejito que viene dos veces por semana, se toma dos cervezas, me invita una, y luego se va sin bailar y sin coger, pues ni valía la pena molestarse. Pero nomás se dio cuenta de qué se trataba y le gritó fuerte al Agapito. Marcial es el dueño, y también la hace de cantinero. Siempre les da preferencia a los gringos, confiado en que le van a consumir un chorro de dólares entre alcohol, recámaras y mujeres. Hasta parece que no los conoce…
Agapito les llevó el cubetazo de ampolletas, y regresó muy sonriente a la barra, como si le hubieran dado propina. Empecé a ponerles atención: aquí nadie da nada, ni siquiera después de pasarse la noche manoseándola a una de gratis. Entonces se me ocurrió que a lo mejor ni gabachos eran y me entró el gusanito de que algo se traían. ¿Por qué escoger un lugar en donde casi no llega la luz, cerca del olor a gato muerto de los baños y junto a una de las bocinas? Los excusados se tiran y el agua puerca se riega por entre las mesas apestándolo todo, dejando el piso resbaloso. Eso sin contar el ruidazo de la música que no deja platicar. Quién sabe qué se traerán éstos, le dije a mi cliente. Y me puse a vigilarlos.
Aquella noche acompañaba a don Chepe, un viejo jubilado de una de las fábricas del gabacho. Quedó medio sordo porque se pasaba el día a martillazo y martillazo, por eso no le importa acomodarse cerca de la bocina. Casi no habla. Cuando viene me busca, aunque nada más sea para invitarme una cerveza. Me agarró ley: yo fui su novia; bueno, su chica favorita, hace años. Me conoció maciza, y él todavía joven. Llegaba y enseguida preguntaba por mí, y apenas me veía era jalarme a la pista y a darle al danzón. Bailábamos las horas, haciendo pausas nomás para echarnos unos tragos. Entonces tomábamos del fuerte, y yo le decía Chepe, a secas, o José, o de otras maneras más cariñosas. El “don” se lo fui acomodando cuando me obligaron sus achaques y su seriedad de hombre grande. Después de bailar nos íbamos al cuarto y hacíamos el amor hasta volvernos locos de tanta cama. Me pagaba bien y siempre se quedaba a dormir conmigo para exigir su mañanero al despertar, antes de regresar a su fábrica y a su martillo. Qué tiempos. Ni hablar: con los años a él se le fue muriendo poco a poco la hombría, y yo, pues dejé el atractivo por ahí. Además cada ciertos meses llegan muchachas más jóvenes, y las viejas sobrevivimos con fichas pepenadas por aquí y por allá; o haciéndole de nanas a las escuinclas o, de plano, cuando no hay de otra, de sirvientas de Marcial. A falta de mi comadre Lorenza, me dio gusto que don Chepe estuviera esa noche conmigo, aunque no oyera lo que le decía.
Se acabaron la primera cubeta igual que si fuera agua. Es difícil soportar el calor aquí, entre la gente, con las parejas bailando, sin una triste ventana. De las ocho ampolletas, la muchacha se bebió cinco. Qué juego de garganta: se las empinaba y las vaciaba de un solo trago. Él tomaba un poco más despacio. No creí que formaran pareja de novios o de casados; más bien parecían camaradas, amigos de juerga. Pero al mirarlos con cuidado era fácil notar la complicidad entre los dos: como si hicieran una travesura, igual a los chamacos que se van de pinta en vez de ir a clase. Se entendían a la perfección con miradas y gestos, no necesitaban hablar. La muchacha tenía maneras de dama. No podía verle la cara y, sin embargo, a pesar de la poca luz alcancé a ver sus manos: cuidadas, con uñas largas, aunque sin pintar; con movimientos de ésos que ni las gringas… Los dos seguían con el cuerpo el ritmo de la música. Se mostraban alegres, pero no a causa del alcohol, ni del lugar, ni de la gente. Por el semblante del joven me di cuenta de que su alegría era privada y ya la traían desde antes de entrar aquí. No tenían ojos más que para ellos. Como si estuvieran dentro de una vitrina, de una burbuja de cristal, alejados de todo.
Siguieron metidos uno en el otro hasta que el joven levantó la mano para pedir un cubetazo más. Entonces la muchacha volteó hacia la barra y vi su cara: bonita, no como la había imaginado, pero había en esos rasgos algo que atraía harto: la expresión cachonda quizá, de hembra ganosa, dispuesta a disfrutar a su hombre. De pronto él la veía muy raro, parecía que se le iba a echar encima. Luego la mirada le cambiaba: se le llenaban los ojos de ternura. Estos no duran aquí, me dije, nomás se acaban las cervezas y se largan a coger como Dios manda.
En ese momento perdí el interés y dejé de vigilarlos, no sólo porque creí adivinar lo que sucedería, sino porque en ese rato llegó un grupo de gringos. Venían más que borrachos, algunos hasta cayéndose; dos de ellos traían su sombrerote de zapatista recién comprado en las curios del centro, aunque no les hacían ni tantito juego a las bermudas floreadas que usan. Cómo no se dan cuenta de que parecen payasos: con esas canillitas lechosas y patones, sin calcetines y casi sin pelos, tan ridículos los pobres. Las muchachas bonitas, sí, pero flacas flacas, y tan largas que daban la impresión de estar a punto de trozarse por la mitad. Marcial les mandó desocupar tres mesas cerca de la barra; las juntaron y les sirvieron una botella de tequila y a cada uno su caballito lleno hasta el tope.
Es divertido ver a los gringos bailando esta música, sobre todo si se ponen a zapatear corridos como ése que cuenta cómo Pancho Villa les cortó las orejas cuando vinieron a perseguirlo. Ellos ni entienden, pero en cuanto oyen mentar a Villa se deshacen en gritos de coyote enamorado de la luna. Y ahí estaban los güeros, en la pista, bien apretaditos a su vieja, dando vueltas hasta marearse y caer en su silla con tremendo costalazo. Le echan mucha fibra al baile, pero se cansan pronto. Se me figura que así han de ser para la cama. Con los mexicanos es al revés: hay que apapacharlos, mantenerles el ritmo, tratarlos como si una fuera su mamá para que no pierdan el interés. Bueno, es mi opinión. Pero la Lorenza y yo, con hartos años de experiencia, siempre estuvimos de acuerdo, así que puedo hablar con autoridad del asunto. Antes nos encamábamos a dos o tres tipos por noche, cuando no venía don Chepe, porque él me exigía exclusividad. No importaba quién fuera el cliente: éramos bien jariosas y nos gustaba tanto el hombre… Pero los años no nomás se llevan lo bonito de una; también las ganas, y nos dejan la pura nostalgia. Por eso cuando vi la calentura bien prendida al gesto de la güerita simpaticé con ella, y hasta me dio un poco de envidia. A estas alturas yo me engatuso a un hombre apenas si está viejo y anda borracho, pero luego me sale el tiro por la culata: me llevo mi buena soba intentando levantarle el muerto. Y de pensar que la muchacha en cualquier rato se iba a ejecutar al jovenazo ese…
El grupo de gringos se fue apaciguando hasta quedar casi en silencio, viendo sus cervezas y comentando sus cosas por debajo de la música. Qué raro es el juego de miradas en el putero cuando se calma el alboroto: los gringos ven su trago, las gringas los ven a ellos, la bola de briagos alrededor encueran a las gringas con los ojos, y Marcial y los meseros no dejan de vigilar a los más calenturientos para que no vayan a importunarlos. Y como don Chepe no habla, ni me toca, ni se acaba su cerveza, ni se va, pues no me queda de otra que mirar y seguir mirando. Así, entre tantas miradas para allá y para acá, me volví a topar con los güeros del rincón.
Debían ir en su tercer cubetazo, por la cantidad de botellas sobre la mesa. Agapito se deshacía atendiendo a los gabachos y ni quién se las recogiera. Aunque a ellos no les molestaba: seguían enganchados por los ojos sin hablar y de vez en vez daban un trago a sus ampolletas. Por momentos el joven le acariciaba un brazo a ella, y a leguas se veía que se le erizaban los pelitos, que se estremecía, pues. Esa caricia puede parecer muy inocente, pero con las caras que tenían a mí me empezaba a cosquillear el estómago.
De puro aburrida, y también para calarlos, le hice al joven la seña de que si me invitaba una cerveza. Con un gesto de disculpa me enseñó la cubeta vacía. Ella se dio cuenta, porque igual volteó, y luego se inclinó para murmurarle algo. Yo creí que le decía que me mandara a la chingada, pero enseguida el joven pidió con la mano dos cubetas. ¿Dos?, preguntó desde lejos el Agapito con cara de sorpresa. La güerita le confirmó la orden con los dedos. Y ahí va el otro, muy extrañado, hacia la barra; nomás le faltó rascarse la cabeza. A Marcial también se le hizo raro, pero rápido echó al balde el hielo y las cheves, no se le fueran a arrepentir.
Cuando se las llevaron, la güerita se puso de pie, se acomodó el vestido, tomó una de las cubetas y caminó hacia mí. Don Chepe, que hasta se estaba quedando dormido, peló tamaños ojos al verla. Y es que de frente lucía mejor: el cabello se le esponjaba detrás de la nuca como si fuera partiendo el aire; los ojos grandes, la nariz finita y un poco respingada; sin colorete, por lo que daba un aspecto inocente, natural. Mientras venía hacia mí atrapó la atención de los borrachos que hasta entonces seguían embobados con las gringas, y ya no dejaron de embarrarle las babas de su mirada. ¡Si hubiera estado aquí la Lorenza! Porque mi comadre, de cuando en cuando, le daba su llegue a las jovencitas. Eso sí, debían ser agraciadas, blancas, con caritas angelicales, como la muchacha esa. Nos dejó la cubeta y me brindó una sonrisa maliciosa y un guiño de ojos. Además, olía muy rico, a perfume suavecito, y el aroma se desparramaba por el aire a su alrededor. Con razón ni se les arrugaba la nariz con la peste de los baños. Sin decir palabra, dio media vuelta y caminó de regreso a su mesa. El vestido le llegaba a la altura de las corvas, amplio, vaporoso; parecía flotar como si no tuviera a nadie adentro.
Las demás mujeres vieron el regalo y luego luego quisieron acoplarse. Primero la Marcela, quien no por nada es la más arrastrada: se les arrimó con ojos de perra sin dueño y le bisbiseó una frase al oído a la muchacha. Ella agarró una ampolleta y se la dio. Luego se acercaron otras dos escuinclas y les bajaron una cerveza cada una. La última fue Hermenegilda. Al rato Marcial tuvo que mandarles al Agapito con otro servicio, según él para reponer el daño de sus pupilas, aunque seguro también lo apuntó en la cuenta. ¡Cuándo ha dado algo gratis ese cabrón! Y Agapito mantuvo a raya a las colgadas bajo la amenaza de echarlas a la calle. Entonces intentaron pedirme las cervezas a mí, pero conmigo las escuinclas se chingan: no les doy ni agua. Ya parece… Con las viejas, al contrario, soy bastante solidaria. Por eso a las de mi rodada sí les repartí. Lo malo es que al final don Chepe sólo alcanzó una cerveza y yo dos. Viéndolo bien, no importa: si las maduritas no somos generosas con nosotras mismas, quién va a serlo, pues. Hasta se me ocurrió subirle una a mi comadre, pero luego pensé que con el alcohol se pondría peor. Al menos la que se tomó don Chepe me hizo sentir bien: pude devolverle algo de lo que él me ha dado en cuarenta años. No se me olvida que, aunque sea con un triste trago, muchas noches es el único que me rescata del aburrimiento. No sé si haya sido por eso, pero a mí me supieron a gloria.
La madrugada ya se venía acercando a ese punto en que todo se quiebra: la resistencia, el humor, el ambiente. Una lo sabe porque es cuando los músicos cambian el ritmo: hacen a un lado tropicales y rancheras y empiezan a tocar las calmaditas. Como si dijeran “Órale, es tarde, váyanse a coger o a dormir, pero ya lléguenle a la cama”. Y la pareja, fresca, igual que si acabara de entrar. Ella bailando con el cuerpo, sin levantarse de la silla; y a él no se le borraban del rostro ni la sonrisa divertida ni la mirada tierna. Lo único que le había hecho el alcohol era ponerlo más colorado. O al menos eso creía yo en esos momentos, porque de pronto se paró meciéndose en el aire. Se va a caer de borracho, pensé. Pero extendió los brazos con las palmas hacia abajo, y recuperó el equilibrio para dirigirse muy derechito al baño. Al verlo ir a orinar sentí una cosa semejante al alivio. Qué curioso, como si fuera yo la de las ganas. Era guapo, ya lo dije, y con esa ropa blanca se me figuraba una aparición, alguien fuera de este mundo. Bonito, como niño Dios. Para eso las viejas tenemos el ojo experto, y nomás de ver cómo lo olían y se lo bebían mis comadres a su paso puedo asegurar que nunca antes vino un hombre así a este agujero… acompañado, lástima. El olfato de las viejas no se le despegó en ningún instante mientras caminaba. Con el tiempo las mujeres perdemos audacia, si no, seguro alguna de nosotras lo hubiera acompañado para preguntarle qué se le ofrecía.
Varios tipos también lo vigilaban; en cuanto desapareció detrás de la puerta, se arrimaron a la muchacha. Los que no tuvieron coraje para invitarla a bailar, le clavaban la vista como si quisieran metérsele en las entrañas. De veras, nunca vi así de jariosos a esos cabrones, ni cuando el congal se llena de gringas, ni cuando a alguna de las escuinclas, ya muy borracha, le da por encuerarse en medio de la pista. La güerita ni se inmutó. Al contrario, repartía sonrisas a diestra y siniestra, y a los que se le acercaban mucho nada más les decía no con la cabeza sin dejar de sonreír. Ninguno insistió, ninguno se propasó, ninguno la tocó siquiera. Algo había en ella que los obligaba a la distancia.
Cuando regresó el joven, los galanes se hicieron pendejos. Se entretenían mirando el trago o sacaban a bailar a su fichera. Entonces, igual que si se hubieran puesto de acuerdo, apenas se sentó él y ella se levantó. Y otra vez a lamerla con la mirada. Hasta los gringos, que ya se habían apagado bastante, recuperaron los ánimos. Uno de ellos se sintió Pedro Infante: lanzó un grito largo y se empinó la botella de tequila de pura emoción antes de gritarle con un español de tarado “Adious, ma-ma-ci-taaaa”. No era para menos: como el baño de mujeres está allá, cerca de la entrada, ningún tipo tuvo problema para contemplarla a sus anchas. Había tomado muchísimo, pero lucía igual de sobria que al principio. Se movía como un gato, elegante, sin menearse. El vestido se le untaba a su cuerpo y, al pasar junto a uno de los focos que iluminan la pista, una serie de murmullos y besos tronados en el aire anunció a todos los presentes que no usaba nada bajo la tela.
Apenas entró al baño, los músicos terminaron una pieza y el lugar quedó en silencio. Nadie hablaba, pero en las caras de los hombres se advertía la inquietud de la calentura. Cada uno de ellos estaba atento a la puerta, esperando verla reaparecer. Me dio un poco de miedo. En el fondo de todos los ojos había un brillo de locura. Hasta don Chepe parecía haber recuperado la lujuria de la juventud y miraba en dirección del baño sin pestañear. Las mujeres, jóvenes y viejas, un poquito más discretas, veían al joven con codicia mientras él, con cierta inocencia, aguardaba el regreso de su compañera dando pequeños tragos a su cerveza.
La muchacha imponía. Ninguno se atrevió a otra cosa que a mirarla cuando volvió al mismo tiempo que los músicos iniciaban la siguiente canción. Al atravesar la pista, aún vacía por la pausa entre pieza y pieza, se detuvo para aventarse el palomazo de unos pasos de baile. Se me hace imposible explicarlo: parecía que su cuerpo no pesara y resbalaba muy rápido por el suelo sin perder el equilibrio. No sé, como si no tuviera huesos dentro y la piel y el vestido fueran la envoltura de un paquete a punto de abrir. Creí que iba a echarse a volar cuando menos lo esperáramos y sentí una especie de ahogo por la emoción. Debe ser una bailarina de a de veras, de las que anuncian en el teatro y salen en la tele, le dije a don Chepe. Él, embobado, no me hizo caso.
Aunque bailó nada más unos segundos, sus movimientos agitaron el ambiente: los hombres se removían nerviosos, igual que si les corrieran hormigas entre las piernas, respiraban como si no pudieran, apretaban fuerte su vaso o su botella. Cuando la joven sacudió las manos en señal de invitación a la pista, los que tenían pareja se pararon muy contentos a desentumirse y, los que no, fueron a buscar una. Incluso don Chepe marcaba los compases con los pies. Qué raro, pensé en voz alta, por lo regular a esas horas el antro empieza a vaciarse…
Esa fue la última ocasión en que me acordé de mi comadre durante aquella noche. A Lorenza siempre le encantó bailar y, hasta antes de caer enferma, por lo menos una vez se lanzaba a la pista. No le importaba ir sola, si no tenía clientes que atender. Y más lo disfrutaba si había bebido. “Ya sabes, comadrita”, me advertía, “yo soy capaz de morirme bailando”. Hace muchos años, una noche de parranda, mientras girábamos como trompos chilladores en medio de la pista, me dijo bien borracha: “¿Sabes qué me gustaría? Que cuando me muera en vez de velorio me organicen una pachanga. Me voy a ir más contenta si quienes me quieren están dándole gusto al cuerpo”. Tan loca la Lorenza. Lástima que su enfermedad no la dejó ver aquello.
De puro placer, nomás por cómo le alegraban el ambiente, Marcial les mandó otra cubeta llena de cervezas. No se daba abasto para surtir lo que le pedían los clientes. El baile provoca harta sed, y el zonzo de Agapito iba y venía con la lengua de fuera llevando tragos aquí y allá. Con tanto darle a la zapatiza, los demás dejaron a la pareja de güeros tranquila por un rato. Yo misma, al sentir a don Chepe tan animoso como no había estado en mucho tiempo, los olvidé por unos minutos. Al buscarlos otra vez con los ojos, vi que la muchacha se había encaramado a una de las piernas del joven y ambos se mecían, restregándose lentamente al ritmo de la música.
Así, uno junto al otro, con la luz que apenas los alumbraba, me fijé en que eran muy semejantes. Como hermanos. No lo había notado y me dio curiosidad. Forcé la vista para fisgonearlos bien, y un estremecimiento me puso el pellejo de gallina. No nada más parecían hermanos, sino gemelos: quitándole a él barba y bigote, cortándole a ella el cabello, y sin tomar en cuenta la diferencia en los tamaños, se podría jurar que habían nacido de la misma madre y el mismo padre. Pero mi reacción, no fue por sentirme escandalizada, líbreme Dios de eso, yo no juzgo a la gente y además estoy tan vieja y he visto tantas cosas en este mundo que ya no me asusto de nada. La piel se me enchinó a causa de tanta belleza. Lucían tan hermosos, tan felices, que me conmoví hasta el esqueleto y busqué con mi mano la de don Chepe. Él me la apretó con la fuerza de cuando acabábamos de conocernos y la mantuvo así mientras los músicos tocaban una canción que fue mi favorita en la juventud.
Lenta, la melodía es de ésas que se bailan embarrando el cuerpo al del compañero, como queriendo hacerse uno solo. Los bailarines en la pista comenzaron a besarse, a acariciarse, a buscar la calentura del otro aunque estuviera la ropa de por medio. Y la pareja hacía lo mismo en la silla. Las manos de él repasaban las carnes de la güerita igual que si hubiera sido la primera vez. Con curiosidad, con mucha atención. Ella sudaba a chorros, y el sudor le empapaba el vestido hasta volverlo transparente y dejaba ver las formas de su cuerpo. Ya no sonreían. Su expresión ahora mostraba sorpresa. Se manoseaban uno al otro como si se estuvieran reconociendo, como si durante mucho tiempo no hubieran podido estar juntos. Y ahora sí la sangre enloqueció dentro de mí. Me entraron cosquillas hasta en las canas. Me tiritaban los huesos y los dientes. Tuve ganas hacer algo, no sabía con claridad qué. Después de años y años volvía a sentirme urgida, viva.
Quienes ocupaban las mesas de alrededor, los que seguían en la pista, hasta Marcial, vamos, todos tenían los ojos clavados en la pareja. No supe si alguien movió las luces hacia acá, pero de repente el rincón de los amantes dejó de estar medio oscuro, y ellos mismos parecían alumbrados; brillaban, pues. Nadie se atrevió a acercárseles y, sin embargo, estoy segura de que nadie perdía detalle. Aunque la música continuaba sonando, pude escuchar clarito cómo las respiraciones se aceleraron cuando el joven, con un gesto más de fisgón que de lujurioso, le alzó el vestido a la muchacha. Batalló un poco, hasta que ella se puso de pie delante de él para dejarlo sacar al aire unas nalgas esponjadas y una entrepierna lampiña, como la de una recién nacida. Después ella le abrió la camisa para besarle el pecho y todos pudimos ver que, aunque fuerte, como no tenía pelos daba una impresión de debilidad que invitaba a protegerlo.
Hombres y mujeres dieron un suspiro que hizo temblar el lugar cuando ella se puso de rodillas y comenzó a desabrocharle el pantalón. Yo creo que a esas horas hasta los músicos, los meseros y Marcial habían parado sus trajines para también arrimarse a donde pudieran ver. La verdad, no me fijé, ni sé si se oía música. Él le bajó el vestido por los hombros hasta la cintura. Su pecho era casi plano, pero los pezones sobresalían mucho, largos y picudos, como para que su compañero pudiera pellizcarlos fácilmente. Y así lo hizo mientras le acariciaba ese cabello que parecía hecho de plumas, el cuello, los hombros. El corazón me latía rapidísimo, igual que el de cualquier mirona morbosa; tanto, que al verla hundir la cara entre las piernas del joven pensé que iba a desmayarme. Lo que me mantuvo despierta fueron su boca, sus gestos, sus ojos: una forma de mover los labios, de abrirlos y cerrarlos, que la hacía verse aun más hermosa; sus gestos, los de quien está segura de dar todo el placer a su macho, como si fuera la única oportunidad; y en sus ojos, que no dejaban de pestañear, se notaba un gusto infinito. Yo sé de eso. Hablo con experiencia.
Dejé de mirar cuando sentí la mano de don Chepe quemándome los muslos por debajo de la falda. Lo encaré y, sin darme tiempo de nada, me besó igual que lo hacía en nuestros mejores años antes de subir a la recámara. Se apretó a mí con ganas y su cuerpo estaba caliente y lleno de temblores. Una de sus manos se metió en mi escote buscando mis pechos, y de pronto me atacaron sensaciones olvidadas. Gemí cuando, con la otra mano, llevó la mía hacia su bragueta y mis dedos agarraron su fierro duro, vuelto a nacer. Todavía mientras nos poníamos de pie, alcancé a ver cómo la cara de la muchacha se retiraba de entre las piernas de su compañero. Un brillo de calentura le brotaba del fondo de las pupilas y pensé que de seguro yo tenía el mismo brillo en las mías. Don Chepe me jaló por la cintura con firmeza, pero antes de iniciar la fuga los dos vimos que ella se recogía el vestido, levantaba una pierna para montarse en él y se dejaba caer al tiempo que de su boca salía un quejido largo, agudo, como el chillido de un pájaro, que se mantuvo retumbando en el ambiente por mucho rato.
Casi corrimos hacia la recámara, y en las escaleras me di cuenta de que a todos les había invadido la misma prisa. En el salón, las parejas se besaban y acariciaban como animales en brama, los gringos ya habían encuerado a sus mujeres, las mesas se iban quedando vacías. Ganamos apenas mi cuarto, pues otros ya buscaban dónde meterse. Y ahí, al fin a solas, nos volvimos a disfrutar despacito, con la calma que dan tantas noches juntos, agradeciéndole al cielo el regalo de poder hacer lo que ya creíamos imposible. A esas horas de la madrugada, cuando ya mero amanecía, mi antiguo amante volvió a comportarse como un jovencito: me llenó de besos, de cariño, de cama, de amor. Se quedó a dormir conmigo. Claro, al despertar todo el cuerpo nos dolía. Pero esa felicidad recuperada después de haberla perdido muchos años atrás, esos minutos que alargamos como si fueran los últimos, nos convencieron a los dos de que ya nada nos faltaba, de que ahora sí podemos morir tranquilos…
Y así como nadie vio llegar al joven y a la güerita, tampoco nadie los vio salir. Todos andaban ocupadísimos. Después me dijeron que los que no alcanzaron cuarto se pusieron a coger en cualquier rincón, o en las mesas o hasta en el suelo de la pista de baile. Incluso los músicos. Vamos, hasta Marcial, que nunca se mete con sus pupilas, agarró a la Hermenegilda y se la llevó a la bodega.
Luego, como siempre pasa, empezaron los dimes y diretes, y, conforme se van yendo las semanas y los meses, aumentan las versiones. ¡La de inventos que he oído sobre esa noche! Tal parece que sólo yo me di cuenta de quiénes eran. No fue tan difícil. Cosa de mirarlos con mucho cuidado y de fijarse en los detalles. Por el milagro que lograron conmigo y con don Chepe, empecé a sospecharlo. Pero ya a media mañana, cuando fui al cuarto de mi comadre a ver cómo seguía, entendí de veras a qué habían venido. La Lorenza tenía una sonrisa de felicidad como nunca se la vi antes. Sí, estaba muerta. Bien muerta. Pero feliz.