El despertador cumplió puntualmente su función y zumbó a las ocho de la mañana. ¿Cómo lograba hacer tal escándalo siendo un aparato tan pequeño? Me pareció extraño que Mariana no brincara de la cama para tomar la ducha, hacerse un frugal desayuno —en el que jamás faltaría la leche— y marcharse a su trabajo. No era nada extraño porque estaba muerta.
A las nueve abrí los ojos por segunda ocasión, incómodo, no acostumbrado a que los lunes en la mañana aquel cuerpo continuara todavía allí, a mi lado, como si estuviéramos en domingo. Tomando en cuenta nuestra situación económica no deseaba, por ningún motivo, que Mariana perdiera el trabajo, de modo que traté de advertirle, cariñoso:
—Mariana, me gustaría que te quedaras aquí conmigo toda la vida, pero somos pobres. Es hora de trabajar.
Según la rutina cotidiana, Mariana tendría que haber conectado la secadora de cabello en el baño, señal de que estaba a punto de partir y mi sueño a punto de restablecerse. No hubo tal cosa y el silencio se hizo cada vez más insoportable. Unos minutos antes de las diez superé mi estado de somnolencia y, después de observar el rígido cuerpo de Mariana, comprendí que una vez más la vida había vuelto a cambiar.
Habíamos acumulado seis años viviendo juntos y todo parecía indicar que nos queríamos o, al menos, que habíamos logrado llegar a ese punto muerto donde una relación puede mantener el ritmo durante toda la eternidad. Yo sufría de insomnio y ella había sido atendida de infarto en dos ocasiones. Su corazón era tan débil como sus brazos y su voz. La muerte había dejado intacta la belleza de su cuerpo desnudo y había conservado en su rostro el gesto característico de la tranquilidad. Mariana acostumbraba dormir desnuda: la ropa le causaba sopor, la oprimía. Dejé la recámara y fui hacia la cocina a preparar mi desayuno; comería solo, como siempre en las mañanas. Antes bajé las escaleras —vivíamos en un segundo piso— y compré el periódico, las mismas noticias, la misma corrupción, los políticos acusándose entre sí.
A causa de una beca viví en Madrid nueve meses en un modesto departamento cerca del metro Santo Domingo. Durante las mañanas, antes de comenzar la rutina académica, disfrutaba leyendo en el periódico el obituario cotidiano: la edad de los recién difuntos oscilaba, por lo regular, entre los sesenta y los noventa años. Me estremecía cuando encontraba un cadáver de mi edad “ni modo hermanito, te fuiste antes que yo”, decía para mí mismo, aliviado. En los periódicos mexicanos no se publica una lista semejante porque tendrían que dedicarle un suplemento entero, imposible tratándose de un país tan pobre. Cuando viví en Madrid aún era joven, hoy espero paciente la llegada de los cuarenta.
Lavé mi plato, mi vaso y mi cuchara, sin hacer caso a Mariana que me recomendaba usar guantes de látex: “Ustedes los hombres no saben lo mucho que nos gusta a las mujeres unas manos varoniles suaves”. Y ahora viviría sin ella, sin sus recomendaciones extravagantes, sensatas a menudo, ni el ruido de la secadora en el baño. No estaba seguro de acostumbrarme a la soledad imprevista, después de todo, durante los años de nuestra convivencia nunca tuve necesidad de tomar pastillas para dormir. Me bastaba, para estar tranquilo, la presencia de su cuerpo desnudo dándome calor.
Me quedaría sólo con los objetos indispensables y tiraría a la basura la mitad del mobiliario, adiós a la mayoría de aparatos eléctricos propiedad de Mariana, adiós a los taburetes y a las pinturas de tono realista. Contemplé también la posibilidad de comprar una caja con botellas de ron para soportar el sufrimiento. Estoy seguro de que con el correr de los días aumentará el dolor y quiero estar preparado. Me habría gustado tener el valor para suicidarme, pero un acto así no se encuentra en mi destino, es todo, no voy a pensar en ello. Volví a la recámara y ordené el cuarto, ella siempre fue desordenada: era limpia, muy limpia, pero desordenada; yo estaba en el polo contrario: la limpieza me tenía sin cuidado, pero no el orden. De manera que iba tras de ella recogiendo las prendas que dejaba en el piso y ella lavaba mi ropa y me compraba jabones.
A mediodía el frío comenzó a construir una casa en su cuerpo, y poco a poco sus labios comenzarían a petrificarse. Le separé las piernas —ella estaba boca arriba, tal como el médico le había prohibido dormir— y pasé mis labios sobre su sexo, olía y sabía siempre tan bien, un muy discreto olor a orines, a humedad y vida, a miel y suero. La penetré como a ella le gustaba, entrando primero violentamente y luego continuando con suavidad. Pasamos la tarde abrazados, su espalda untada a mi pecho, como a ella le gustaba estar después de sentirme dentro.
Nunca pensé que la policía pudiera interpretar mis puñetazos y el semen en sus pezones de una manera equivocada. ¿Quién va a pensar en la policía cuando se está despidiendo de la mujer que más ha amado en su vida? Me extrañó no llorar ni sentirme desesperado, no obstante en el futuro tendré tiempo para hacerlo. Si hubiera tenido un jardín habría enterrado allí a Mariana para tenerla siempre cerca de mí, pero vivimos en un departamento de sólo dos recámaras. Y aunque existiera dicho jardín habría sido complicado enterrarla allí pues muy pronto los parientes reclamarían su parte: querrían llorar, ofrecer dinero para su entierro y hacer comentarios acerca de lo cariñosa y buena que ella había sido.
Mariana fue muy discreta y nadie de su familia sabe que vivía al lado de un hombre. De modo que para ellos resultaré un extraño. En el momento que descuelgue el teléfono y marque un número cualquiera, la paz habrá terminado, y nuestro amor, Mariana, y nuestra paz.