I. Nora Parham
…once in a lullaby
DOROTHY GALE in The Wizard of Oz.
Su nombre verdadero es Nora (aunque haya resuelto renombrarse Paula por razones que consignaré más adelante) y vive buena parte de la jornada dentro de un personaje que la rebasa en edad 22 años. Aunque pudiera sonar comprometedor, se considera un hombre con alma de mujer porque decidió llamarse Paula por dentro y Mickey por fuera. Su cometido principal es festejar el universo a través de los ojos sin vida de un roedor erguido en dos pies desde 1928.
Cuando los niños lo descubren en alguna de las callecitas de la Ciudad en Miniatura, reaccionan de manera contradictoria. Algunos, los atrevidos, corren a su encuentro; otros se acercan tímidamente. Los más precavidos se escabullen detrás de sus padres o escapan en busca de personajes más próximos a su sentido de la realidad o de la estética. Pero son los menos. Mickey es la figura principal y aunque no monopoliza la atención, la atrae más allá de cualquier posibilidad de competencia. No tiene rival y lo comprueba cada vez que levanta a la altura de sus orejas redondas una mano enguantada en blanco mientras llama con la otra a los presentes. “Dejad que los niños se acerquen”, declara el ademán, y mientras estos deciden si aceptan o no la invitación, yo aguardo pacientemente el momento de activar el parpadeo de mi cámara fotográfica.
Mickey no trabaja solo; al menos no en apariencia. A prudente distancia, ávido y tenaz como un gato enamorado, lo sigo durante sus prolongadas caminatas a lo largo de la avenida principal en busca de la cercanía y afecto de los visitantes. Y cuando menos lo presienten, atentos como están a las zalamerías del roedor, ¡Zas! El clic apenas audible para un oído experimentado como el mío.
El contrato de Paula estipula que nadie puede verla saliendo de la piel o revistiéndose con ella. También prohíbe que alguien descubra la piel sobre el piso cuando no la habita. Paula se viste y desviste a solas como la solterona que es y protege su disfraz en un locker cuya combinación sólo comparte con Diana, su supervisora.
Así debe ser y así lo hace. Paula es una profesional de muchos oficios (prueba de ello es su particular uso del masculino cuando comenta algún incidente ocurrido dentro del cascarón) y se congratula de cumplir a cabalidad cada una de las cláusulas de sus obligaciones.
Por voluntad propia ha sumado a todas ellas la de pensar en sí misma como hombre en horas de trabajo y volver a su género durante sus horas de asueto. Todos los días, antes de meterse al cascarón (insisto en el término porque la expresión es suya), invierte unos minutos en estudiar los rasgos que determinan a su personaje.
El apego al método le ha permitido conservar el empleo más tiempo que cualquiera de sus antecesores; pero especialmente evitar los errores de Toby. Su antecesor fue expulsado de este Paraíso sin pecado original por razones tanto públicas como privadas. Cuando comencé a intimar con ella y luego a intercambiar algunas confidencias (las mías, como siempre, fingidas; las suyas probablemente ciertas), Paula ya no tenía dificultades para igualar en el espejo la sonrisa de Mickey con la suya propia.
Antes de meterse en el disfraz, Paula nutre sus pulmones con el aire refrigerado de su vestidor personal. Se lleva al cráneo alopécico las manos de palmas blancuzcas que delatan su origen racial, y por último ensaya una sonrisa que verifica y retoca en el espejo como si fuera el maquillaje que por decisión o abulia se niega a portar. Su ejercicio la ayuda a imbuirse de la personalidad del ratón. A reconstruir y luego sostener en su propia cara durante el resto de la jornada, la indeleble mueca festiva aunque nadie pueda verla debajo (o detrás) de la cabezota de orejas redondas. “Debajo” y “detrás” son términos que seguramente aprendió en la escuela aunque confunda ahora su aplicación. Paula ignora a veces si está “debajo” o “detrás”; sin embargo actúa su personaje en cuerpo y alma porque ella (Nora Parham para quien conoce sus secretos), es el alma de Mickey y la suya, quién lo duda, es la sonrisa de América.
***
Hace seis meses ganó por concurso el derecho a vestir la piel de un roedor, entonces, todavía, de sexo indeterminado.
Mr. Higgings reunió a los victoriosos en un salón con paredes cubiertas de dibujos que resaltaban el proceso evolutivo de los personajes cuyo espíritu habían sido convocados a reproducir. Les explicó a modo de introducción que el mundo que habitarían a partir de la firma de sus respectivos contratos, discurría regido por una ley inexorable: los errores de unos repercuten “in-mi-se-ri-córdemente” (canturreó) en los demás. Este vínculo secreto establece una reacción en cadena (una especie de “sinergia viciosa”) que mancha el alma de la Ciudad entera.
Mr. Higgings aludió también a un “pecado” de tales alcances, que la expulsión del infractor (se refería a Toby, por supuesto) no alcanzaba a expiar la culpa de nadie.
Dejó de llamarse Nora para convertirse en Paula por dos razones: práctica una, ingenua la otra. La primera derivaba un intento por entorpecer cualquier intento de localización. La segunda, para que la letra inicial repetida en nombre y apellido (Paula Parham) sedujera a la Empresa. Supuso que advertirían en la doble P un vínculo con el trabajo que solicitaba: representar a Minerva Mouse. Porque Nora, o Paula Parham, acudió al llamado de la Ciudad en Miniatura para disputar a decenas de aspirantes el derecho de insuflarle vida a la ratona. Después tuvo que aceptar, impelida por la necesidad, la oferta de encarnar al novio.
“Estamos hechos a la medida”, me confesaría más tarde. Toby también pensaba lo mismo, aunque lo planteara desde otra perspectiva. En estos momentos estoy de acuerdo con ambos: la Empresa buscaba un cuerpo adecuado al tamaño del disfraz. Nora un escondite a la medida de sus culpas. Y qué mejor sitio para escabullir las suyas que un Paraíso diseñado para impedirles la entrada.
***
—SE SOLICITAN MM—
Los lectores del anuncio supieron al instante a quién aludían las consonantes pareadas. La pluralización de la oferta resultó un acicate para Nora. Tal vez, de haber sabido que sólo requerían uno, como resultó el caso (en la Ciudad sólo existe Uno y es irrepetible. Multiplicarlo pondría en entredicho la seriedad de la Empresa), Nora no hubiera tentado la suerte, concepto que por otra parte suponía inexistente.
Descubrió el anuncio en la vitrina del cafetín donde comía. Cuando pudo hacerlo sin testigos, despegó el volante más cercano y lo llevó consigo. Su horario de trabajo en la Biblioteca garantizaba la soledad y tiempo suficientes para leerlo y meditarlo sin prisas. El anuncio estaba redactado en plural y Nora lo entendió como una categoría que posiblemente la incluía. Leyó:
¿NECESITAS TRABAJO Y BUENA PAGA?…
¿MIDES MENOS DE 1.40?…
¿TE GUSTAN LOS NIÑOS Y LOS PAPÁS DE LOS NIÑOS?
SI RESPONDES AFIRMATIVAMENTE A CUALQUIERA DE ESTAS PREGUNTAS
CORRE A…
El texto aparecía escrito en tipografía gótica, o al menos, una que intentaba igualar la que anunciaba en medios más propicios los atractivos de la Ciudad en Miniatura. El volante acusaba premura y ésta improvisación; pero sobre todo la obviedad de que la Empresa jamás había tenido problemas para conseguir candidatos.
Nora llamó al teléfono consignado al calce. Respondió una grabación con voz femenina: “Si quieres ser Cinderella oprime el #1; si deseas ser Snow White, el #2; si…”
Nora activó la tecla Skip. No tenía oportunidad con los personajes que sólo ameritaban maquillaje. Siguió oprimiendo teclas hasta que la misma voz de mujer comenzó un nuevo listado: “Si quieres ser Mickey oprime el 1, si deseas ser Minnie, el 2”. La voz continuó hasta alcanzar el número 9. La oferta resultaba cuantiosa y Nora la escuchó embelesada. Al final activó la tecla #2: Minnie Mouse.
La voz pidió su nombre (“Paula Parham”, dijo sin pensarlo mucho). Tras una cadena de sonidos dando cuenta de la actividad de un lejano mecanismo, una voz también de mujer, más humana pero menos profesional, fijó el día (el siguiente), la hora y el sitio de la entrevista.
Así dijo la voz: “entrevista”. No sería la primera, aunque a las anteriores hubiera acudido como Nora.
***
Paula aceptó la oferta y se mudó a la Ciudad en Miniatura. Le convenía por varias razones. Ahorraba en el trasporte y en la renta. También establecía una decorosa distancia con el sitio que abandonaba. Aprovechaba los descuentos en la cafetería exclusiva para los empleados. Los inconvenientes corrían a cargo de habitar una barraca compartida por quienes daban sangre y estamina a los animales erguidos en dos patas o a los duendes, gnomos y demás bichos sin papel estelar.
En la barraca todos se reconocían y llamaban por sus nombres de oficio aunque lo tuvieran prohibido. La oscuridad propicia los arrebatos y no faltaba quien la embromara por su condición hermafrodita. Su calidad de macho por fuera y hembra por dentro, la autorizaba a salvar las aglomeraciones de las horas pico y utilizar los sanitarios menos concurridos sin importar el género para el que habían sido designados. Bastaba, le sugerían, vestir o desvestir el disfraz y servirse del baño de “Hombrecitos” o “Mujercitas”.
Los diminutivos aludían a las escaleras que les permitían acomodarse sin mucho esfuerzo en los excusados; o ascender los peldaños necesarios para descargar la orina en la taza sin humedecerse la camisa. Cada vez que algún personaje descendía de la litera, lo acribillaban las mismas recomendaciones: “Cuidado con miarte las orejas” o, “Recuerda tus clases de geometría…” El consejo remitía a la necesidad de construir la parábola exacta para que la orina cayera dentro del excusado. Si la Empresa había tenido la cortesía de acondicionar los dormitorios con un mobiliario adecuado a una talla que no rebasara el 1:20, los baños habían quedado al margen del minimalismo pertinente.
Todo esto me lo confirmó Toby. Paula jamás comentó la vida en los dormitorios. Yo los imaginaba, a ellos, tomando distancia para que la curva amarilla ascendiera la altura conveniente y explotara con ruidosa precisión en el cuenco de porcelana. Y a las damitas, trepando el everest de tres peldaños atribuladas por las necesidades nocturnas.
Paula dormía en la parte media de una litera de tres niveles diseñada para la gente pequeña, a pesar de que ella no entrara ni laboral ni clínicamente en tal categoría. Por las noches se acomodaba debajo de la representación oficial de uno de los enanos de Blanca Nieves que también investía, cuando el caso lo demandaba, al sobrino de alguna figura estelar. En el nivel superior, dormía el especialista en insuflar vida a los animalitos del bosque encantado.
Soportaba la envidia de algunos y las bromas de todos con la reciedumbre de una luminaria consciente de su jerarquía. Paula era la única estrella en el dormitorio; las otras se desperdigaban por los alrededores gozando de sus minúsculos privilegios y batallando contra la mezquinad y la insidia de las figuras menores. La venganza corría a cargo del salario y de las jugosas comisiones producto de las fotografías.
Nos hicimos amigos por razones de trabajo. Luego, por la certidumbre de que debía pagarle a ella, lo que le debía a Toby. A veces me culpo y otras no me culpo tanto porque estoy consciente de que, borracho o no, Toby hubiera terminado por hacer lo que finalmente hizo. De lo que estoy seguro es que debí ceder en otro la misión de enterar a Paula de la historia de Toby. Y si no lo hice fue porque las disparatadas y hasta contradictorias versiones que recorrían los baños, vestidores y dormitorios, me obligaron a tomar una determinación de la cual no sé si estoy arrepentido.
Paula no fue la misma luego de conocer la historia de Toby. No supo si cobijarse en la piel de Mickey o comenzar a temerle como si pudiera contagiarla. Me consuela reconocer que no había nadie mejor que yo para enterarla de lo ocurrido. Por otra parte, era imposible avizorar entonces las consecuencias de mis actos. Pero los remordimientos son así. Se reproducen como piojos y de poco sirve cambiarse de lugar porque los lleva uno metidos en la cabeza.
Desde el principio me di cuenta de que Paula no veía en el disfraz una forma de ganarse la vida. Nunca había visto a nadie encarnar al bicho con tal vocación. Quizá a eso se reduzca todo. Paula y Toby humanizaron la piel cada uno a su manera. La dotaron de lo que le hacía falta: conciencia del pecado, la certeza de que el mal existe sólo para posibilitar el bien. Que los sacrificios tienen que ver más con la vida que con la muerte. Toby lo sabía: “A mí me crucificó la existencia… Espero que vivirla redima al menos la culpa de unos cuantos”.
En pago por la historia de Toby, Paula me contó fragmentos de la suya. Su vida estuvo determinada por su condición, su origen, el sitio donde había nacido. Su abuela, la escuela de belleza, sus anhelos de trabajo, la reclusión en las trastiendas de la existencia. Su amistad con Myriam, con Marcial….
—¿Por eso pediste el trabajo?
—Sí… En parte por eso… O por la rata que maté.
—¿Que mataste…?
—Sí… Se estaban comiendo los libros.
Y me contó la obligación de recoger los cadáveres resecos por el veneno, desnucados o partidos en dos por la abrazadera de la trampa.
Y mientras me narraba la historia de las ratas cuya agonía había atestiguado imposibilitada de terminar con ellas o de retirarse a otra parte, Paula masticaba el cocido aplicadamente, mordisqueando en lugar de masticar, como si tuviera la certeza de que una vez terminado el alimento, no quedara sitio al cual dirigirse o cosa alguna por hacer. Su pasividad, sus silencios, su forma de responder a preguntas directas me confundían y fatigaban porque tenían mucho de indolencia mental. Algunos la juzgaban a punto de demencia al verla mover los labios en un soliloquio inaudible; pero la manía resultaba habitual en la Ciudad en Miniatura. Una costumbre de la que luego era difícil despojarse. Mas lo que en otros parecía un rabioso mordisqueo, en los labios de Paula aparecía como el obstinado dibujo de palabras, frases enteras, que no atinaba a pronunciar en voz alta. Todo ello me resultaba evidente porque, de pronto, Paula levantaba la cabeza y se burlaba de mi desmedida atención.
—No creas en todo lo que retratas.
Y me reclamaba con el índice donde un trazo definido que corría a lo largo del dedo, separaba en dos matices opuestos, uno oscuro, el otro blanquecino, el tono de la misma piel.
Paula me pidió muchas veces que le repitiera la historia de Toby. Insistía en escuchar su descripción física y saber si lo habían juzgado conforme a las leyes de la Ciudad en Miniatura.
—Las ciudades tienen sus propias leyes… Además de las que aplica la nación.
—No… Lo despidieron ipso facto.
No me preguntó el significado de lo que suponía una sentencia inapelable porque la frase valía por su sonido.
—¿Y lo hizo?… ¿En verdad lo hizo?
—Todos dicen que sí.
—Y tú… ¿Qué es lo que dices tú?
—Yo creo que tienen razón.
Entendía a Toby aunque ni siquiera ahora pueda defenderlo. Paula jamás pudo hacer ninguna de las dos cosas. El alma nunca traiciona al cuerpo; pero sí a la inversa y Toby, sabiéndolo o no, fue el alma de Mickey. La maldad es contagiosa y por eso le daba miedo la historia. Las almas trasmigran; la piel permanece y Paula temía la presencia del alma pervertida de Toby en los recovecos de la piel del ratón.
***
Toby corrió hacia a mí a toda velocidad. Sus piernas y brazos se trenzaban en la distancia y resultaba difícil precisar donde terminaban unas y comenzaban otros. Parecía un torpe pajarraco que no atinara a levantar el vuelo. Abrí los brazos para recibirlo en aceptación del aparatoso juego con el que fingía darme la bienvenida; pero antes de alcanzar la calle que nos separaba, giró hacia su derecha apalancándose con una mano apoyada en el poste de una farola. El movimiento lo hizo trastabillar y luego caer con aparatosa comicidad. Un bufoncito buscando la carcajada de un público inexistente porque aún no abrían las puertas de la Ciudad en Miniatura. Toby se levantó y continuó su carrera hacia las barracas de dormitorios y vestidores. Se perdió tras la puerta de acceso. Imaginé que estaría borracho porque la hora no justificaba un imposible retardo. Corría por las ganas de correr o lo hacía huyendo de alguien.
Entonces aparecieron sus perseguidores; dos policías uniformados entre ellos. Los demás eran empleados y personal de seguridad de la Empresa enfundados en los vestidos que los identificaban. Algunos gritaban, otros indicaban con la mano las posibles vías de escapatoria. A mi espalda, la avenida central se abría solitaria y limpia. La perspectiva permitía la mirada hasta las puertas de ingreso. Supusieron que Toby había entrado al edificio aunque ignoraran dónde pudiera estar oculto. Yo, por mi parte, estaba seguro de dónde lo había hecho. Corrí tras ellos. Entramos al edificio y nos dividimos en varias direcciones. Yo me integré a quienes pensaban como yo y se dirigían hacia los vestidores. Entre nosotros no había ningún policía.
No hubo necesidad de buscarlo mucho. Lo encontraron oculto en el disfraz.
—Era mi papel—, repetía a gritos desde las entrañas.
Lo tumbaron boca arriba, lo inmovilizaron con rodillas y manos sobre los brazos y corrieron la cremallera. Ahora que recuerdo lo ocurrido, persiste, tal vez por imposible, la falsa imagen de un escalpelo abriendo de un tajo la panza del ratón. Lo sacaron a la fuerza, por los pies, como un parto difícil.
De espaldas al suelo, Toby pataleaba y gruñía. La penumbra del vestidor contribuía a semejarlo con un embrión inacabado. Alguien encendió la luz. Lo miré negarlo todo con su manita cuadrada. Estaba borracho y lloraba, lo cual imprimía a su negativa una persistencia falsa y huidiza.
—Es mi papel —moqueaba—. Para eso me pagan…
Entonces entendí lo ocurrido.
—La pequeña dijo que era un niño con cara de viejo—, aportó un miembro del staff.
—Obviamente, un enano—, aclaró otro.
Toby seguía negando con la cabeza. Su cara de muñeco de pasta se derretía al calor del alcohol y el miedo.
—No fui yo… Fue Mickey.
Entendí entonces su loca coartada. Su afán de ocultarse y al mismo tiempo justificar sus actos con el disfraz.
El supervisor de mayor jerarquía ordenó cerrar la puerta e impedir la entrada hasta no ocultar la piel del ratón a las miradas ajenas. Dio una rápida ojeada a su alrededor, se detuvo en mi cámara y la señaló con el dedo.
—Nada de fotos.
Levanté las manos a la altura de mis hombros como si se tratara de un Hold up. Cuando volvieron a abrir la puerta, un grupo de personas se agolpaba frente a ella. La luz del día embarró a Toby con una viscosidad de falsa mantequilla. Toby seguía llorando y los vapores de la embriaguez le llenaban la cara de baba y mocos. Me descubrió entre el grupo y detuvo sus ojos en mí. Los párpados hinchados por el alcohol. Me miró y hasta ahora no he podido olvidar su mirada; no a causa de la tristeza o el espanto que la inflamaban; sino por la sumisa, delicada solicitud de un consuelo que no estaba en capacidad de darle.
Los policías lo condujeron esposado hacia las puertas de la Ciudad en Miniatura. Lo vi caminando a mitad de la avenida central, los rechonchos bracitos cruzados a la espalda, los arillos bajo el brillo de un sol metálico, aprisionando sus muñecas por arriba de la cintura. El par de policías que lo flanqueaba no atinaba a sujetarlo por ningún lado. Entre los tres construían un cuadro cuya comicidad obligaba a sonreír hasta al más circunspecto. Los policías optaron por dejarlo caminar entre ellos y ajustar el movimiento de sus piernas al ritmo de los comedidos pasitos de Toby.
No volví a saber de él. Un periódico registró el acontecimiento como intento de violación. Otro, seguramente más acertado, como tocamientos obscenos a una menor. Nunca apareció una mención a la Ciudad en Miniatura o al oficio del acusado. Pero sí su edad y un apellido que ya no importa. Sin embargo las notas fueron muy precisas en establecer que el delito había ocurrido en algún sitio fuera de los límites de la Ciudad en Miniatura.
A pesar de las órdenes terminantes, del llamado a la discreción como prueba de lealtad hacia la Empresa, la noticia galopó por las callecitas de la Ciudad en Miniatura con la velocidad de los ciervos que abundan en su territorio. Pero todos, figuras y animales, tenían no sólo el don sino también la ocasión de la palabra y encontraron la forma de ejercerlos. Llevaron la historia de Toby por todos los rincones de la Ciudad con la obstinada entereza de apóstoles obligados a diseminarla clandestinamente.