Siempre dije que nunca volvería a México. Habiendo soportado durante los primeros veinte años de mi vida la falta de los servicios más básicos, como el agua potable o la recolección habitual de basura, y hasta la certeza de que llegaría a casa después de un largo día de trabajo si un chofer de camión, por capricho, decidiera lo contrario, mis ganas de volver a mi país natal eran menos que cero.
Entonces ¿cómo acabé susurrando al oído de Machín Aká (Gobernador, Jefe-Chingón-Supremo) aquí, en las prístinas playas de La Paz, capital de esta joven república, la Península de California?
A causa de la pandemia en curso en aquella época, la conmoción social y la reestructuración de Norteamérica tras el colapso de Estados Unidos y México, la cronología de mi reclutamiento al servicio de Machín Aká no me está del todo clara. Según recuerdo, me enteré de su proyecto cuando fui a tomar un café con Jr., un joven mexicano que se me acercó después de una charla titulada “La subversión de la ilegalidad”, que yo acababa de dar en la prestigiosa Northern Chicagoland University (NCU). Profesor Navejas, dijo en español, soy estudiante de derecho internacional aquí en la universidad, y quería saber si puedo invitarle una taza de café. Me gustaría hacerle algunas preguntas sobre su trayectoria y trabajo. Le dije que sí.
Jr. me impresionó desde el primer momento. Su aplomo y varios rasgos más lo separaban instantáneamente de otros jóvenes estadounidenses de origen mexicano que había conocido. Por ejemplo, su dicción, su articulación, su dominio impecable de lo que supuse sería su segunda lengua. En mi experiencia, a medida que se internaban sin remedio en las complejidades de algún campo especializado como el derecho, a los jóvenes de ascendencia mexicana les costaba mantener el idioma de sus padres. Notaba que, con buen tino, preferían el inglés de la instrucción académica en Estados Unidos al español de su casa.
Como no parecía que ese fuera el caso de Jr., pensé que quizá perteneciera a la élite económica mexicana, conocida por enviar a sus hijos a universidades del exterior. Pero mientras caminábamos hacia el café , me explicó que, igual que yo (se notaba que había hecho su tarea), él había nacido en un barrio popular de Guadalajara. La diferencia era que él había tenido el privilegio de ir y venir con libertad entre su ciudad natal y Chicago, de modo que su infancia y juventud fueron completamente bilingües, biculturales. Crecí en dos ciudades, me dijo, pero he conocido muchos mundos. And so will you, agregó, en un salto repentino y limpio al inglés.
Si bien, según él mismo reconoció, lo que más le gustaba eran mis escritos sobre música popular, Jr. dejó en claro enseguida que estaba allí estrictamente por cuestión de negocios. Mencionó un artículo que yo había escrito unos meses antes, cuando la pandemia empezaba a extenderse por Europa. Allí decía que, si era tan fácil para el coronavirus diezmar sistemas de salud mejor financiados, como el italiano y el español, cuando golpeara a México con toda su fuerza, el virus devastaría sus primitivos hospitales públicos en un minuto. Mi artículo, “Que los narcos inviertan en la vacuna contra el COVID-19”, había suscitado el interés de “cierta” persona, me explicó Jr., el líder del Cartel de los Altos de Jalisco (CAJ), una organización de la que yo nunca había oído. Su jefe —que no había leído el artículo personalmente pero había oído de él a través de Jr.— se había mostrado atraído sobre todo por una de las ideas principales: que, a cambio de financiar íntegramente la investigación de la vacuna, el gobierno mexicano debía concederles a los narcos total autonomía para operar en determinadas regiones del país.
Machín Aká, mi tío, dijo Jr., que me revelaba así tanto el nombre del líder como su relación con él, quiere recapturar la región de los Altos de Jalisco. Está obsesionado. Él nació y creció ahí, por eso la nostalgia. Pero es una idea suicida, dado que sería enfrentarse a una organización mejor armada, el Cartel de los Charros Tequileros de Guanatos.
Tras años de leer sobre él, yo sabía que los Charros Tequileros habían empezado como un grupo de sicarios que trabajaban para el cartel de la Frontera, pero que luego se habían transformado en una atroz y eficiente máquina asesina que llevó la violencia del narco a niveles y horrores sin precedentes. Entre otros métodos (que algunos han descrito como rituales, satánicos y medievales), el sello distintivo del Cartel de los Charros Tequileros consistía en descuartizar civiles y echárselos a los perros callejeros como comida, disolver los cuerpos de sus enemigos en ácido, secuestrar a los hijos de los carteles rivales y enviarles a sus padres por correo su dedo meñique del pie, hacer ejecuciones públicas de políticos, colgar los cadáveres de sus ex jefes de postes de luz frente a sus propias mansiones y prenderles fuego. El objetivo era evidente: no solo querían intimidar a sus oponentes, querían aterrorizar al país entero.
Por supuesto, le respondí a Jr., intentando mantener la calma mientras sentía que mi vida, inestable como ya era, acababa de entrar en una región tectónica de la que no veía ninguna salida fácil. Pero la autonomía total, agregué, debe ser el punto fundamental de la negociación con cualquier gobierno. También hay que exigir inmunidad absoluta, ahora y en el futuro, y la provisión permanente de mano de obra temporal sana y joven que se pueda usar y reemplazar cada tres años. No le será difícil al gobierno conseguir candidatos, y menos si anuncia que todos los puestos se pagarán relativamente bien. Pero debe garantizar que esos empleados no esperen ningún tipo de protección laboral ni tengan modo de demandar a los inversionistas por ningún peligro relacionado con su empleo, conocido o no, ni ahora ni nunca.
Yo había escrito el artículo por desesperación anticipada, con la sombra de la pandemia agigantándose en el horizonte. Allí proponía una relación íntima entre el Estado y la actividad criminal, suponiendo ingenuamente que ese vínculo no existía ya. Creí que mi intento de desdibujar el límite entre la ley y el delito, entre las formas y los usos legítimos e ilegítimos del dinero y la violencia, se entendería como una broma. Pero Jr. había tomado mi parodia como una alternativa viable, una posibilidad real, y Machín Aká también. Y eso me aterró.
Seguimos conversando y tomando café (una de mis últimas interacciones cara a cara antes de una larga cuarentena), y le dije a Jr. que coincidía en que la visión de su tío era suicida. Apenas se corra el rumor, el Cartel de los Charros Tequileros le cortará la cabeza, dije. Jr. respondió riendo, Es lo que yo le digo, pero le vale madre. Así que le sigo el juego, más que nada porque me mantuvo desde pequeño. Él me crió, me envió a la universidad, está pagando mis estudios de derecho y hasta me compró un departamento en el centro de Chicago, para visitarme de vez en cuando.
Y fue precisamente en ese departamento de Jr. en Chestnut Street que lo vi por segunda vez, muchos meses más tarde. No es que supiera dónde estaba, claro. Recuerdo una gran ventana, un cielo morado, un sol rojizo que se asomaba de las profundidades de un cuerpo de agua enorme y pacífico. Recuerdo el mareo, la boca seca, las náuseas, algo así como una cruda, aunque no recuerdo haber tomado la noche anterior. Pero el recuerdo más nítido es el gran vacío en el pecho, el sentimiento, la añoranza, la pena. A pesar de que había motivos de sobra para sentirse así en el punto álgido de la pandemia, lo que yo sentía era menos abstracto y más personal, más inmediato, más íntimo. Al cabo de un rato, concluí que lo que sentía era el dolor del duelo. ¿Pero qué muerte podía estar llorando de esa manera tan profunda y silenciosa? No había perdido a nadie cercano últimamente. Y entonces lo entendí: mi condición no tenía que ver con la pandemia; era la muerte que estiraba sus largas garras desde un pasado remoto, rasgando el tejido del tiempo y el espacio para abrirme el pecho y cobrarse lo que le correspondía. Pero ¿por qué ahora, y por qué aquí, en este departamento alto, extraño y vulgar, con vista a lo que, después de un rato, empezaba a parecerse cada vez más al lago Michigan al amanecer?
¿No le dije, profesor, dijo una voz conocida, que usted también iba a conocer muchos mundos? El mundo que visitó, el mundo del que vuelve, el mundo que está llorando y que le cuesta recordar es el mundo de su pasado, de su niñez, agregó Jr., ubicándose entre la ventana y yo. Eso que desea con más intensidad y que no puede obtener: ese es el sentimiento que lo aflige.
Entonces todo se me aclaró: era el recuerdo de mis padres, el camión a toda velocidad, el miedo en la cara de mi padre, los gemidos agónicos de mi madre, el oscuro charco de sangre que se inflaba como un globo en el asfalto, el chofer del camión echándose en reversa, con saña, para aplastar los cuerpos convulsionados de mis padres, mi pequeño ser que pasaba temblando de la dicha plena a un terror indecible, mis pequeñas manos sudadas, estampadas en la ventana de la sala.
¿Cómo sabes?, conseguí preguntarle a Jr., la voz temblando de dolor e incredulidad. Sabemos, respondió Jr. Llevamos un tiempo ya trabajando en esta tecnología. Ahora nuestro negocio es el inconsciente. Revivir, mejorar recuerdos enterrados. En este momento estamos trabajando en la abstracción de recuerdos, pero la próxima fase será materializar el deseo, hacerlo tan real como esta misma conversación.
Pero no pueden hacer eso, dije enseguida, es… ¿Poco ético? Jr. completó mi frase. Mire a su alrededor, profesor. El mundo es otro. Puede elegir: venir con nosotros o ver qué tal le va allá afuera.
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La oferta de Jr. no estaba tan mal, después de todo. Con la guerra civil inminente que amenazaba con hacer pedazos a Estados Unidos, las milicias que habían sitiado la Casa Blanca y todos los capitolios estatales tras la derrota aplastante de Donald Trump en 2020 y su negativa a reconocerla, las lealtades divididas en las fuerzas armadas, un aumento repentino de los asesinatos políticos, la persistente violencia policial de Tampa a Anchorage y las emboscadas indiscriminadas a agentes del orden en todo el país, lo que Jr. quería decir era que no me quedaba más remedio que unirme a él y a su tío, Machín Aká.
A pesar de mi precaria estabilidad en Estados Unidos (indocumentado después de 25 años y sin posibilidad de arreglar mi situación legal, recién doctorado de una universidad estadounidense, pero sin experiencia docente y excluido de todo empleo académico, sin seguro de salud ni lugar donde refugiarme cuando la pandemia llegara al oeste medio), no había esperanza de encontrar nada ni remotamente parecido en mi país natal. Sobre todo después de la muerte de López Obrador, el último presidente de México, un escéptico delCOVID-19 que acabó por ser víctima del virus. A medida que las muertes relacionadas con la pandemia se acercaban al millón, López Obrador vivió para ver cómo los mexicanos de los estados del sur y del norte empezaron a levantarse, a ejecutar a políticos locales en la plaza mayor y a incendiar edificios públicos, tendencia que pronto se replicó en las grandes ciudades, como Monterrey, Guadalajara y, finalmente, en la Ciudad de México. En la mañana del 1 de enero de 2021, Andrés Manuel López Obrador, muerto ya por una semana, fue quemado en una enorme efigie al estilo piñata en la Plaza del Zócalo, sitio de rituales para los mexicanos durante milenios.
Ante la robusta presencia de los carteles, pronto sobrevino la inevitable fractura de las fuerzas armadas: el Ejército juró lealtad al Cartel Central; la Marina, a los Gánsters del Golfo, y la Fuerza Aérea mantuvo su obediencia al Cartel de los Charros Tequileros de Guanatos. Machín Aká, por su parte, abandonó el anhelo quijotesco de recapturar la región de los Altos de Jalisco y trasladó sus tropas y sus sueños a Baja California, después de haber asegurado la protección de China a cambio de una abultada inversión en la vacuna de su gobierno contra el COVID-19.
En los primeros momentos de la pandemia, Beijing se había dado cuenta de que ni Estados Unidos ni México saldrían indemnes del coronavirus. Las heridas ideológicas entre los estadounidenses eran demasiado profundas, imposibles de sanar. Y el sistema de salud mexicano, en su precariedad, no tenía posibilidades de sobrevivir los estragos del coronavirus. Beijing entendió todo eso, y se apresuró a forjar alianzas regionales con actores locales que estuvieran abiertos a un nuevo orden en el hemisferio. Previendo la fractura de Estados Unidos y la desintegración de México, Xi Jinping se propuso conquistar ambas Californias y designar a San Francisco capital de esa Gran California Unificada por establecerse en las décadas venideras. Pero, mientras tanto, Beijing necesitaba conseguir aliados, y Xi Jinping no dudó en reclutar a Machín Aká a su servicio, lo que, de momento, le garantizaba a Baja California un cierto grado de autonomía.
Al final, ni el más optimista Jinping pudo haber predicho la devastación que cayó sobre Estados Unidos cuando dos improbables aliados, el coronavirus y la segunda enmienda, conspiraron para poner al país de rodillas. Una vez que finalmente se acusó a Donald Trump de traición e incitación a la sedición, sus partidarios se amotinaron. Reacios a despejar las zonas circundantes de los edificios públicos, pero sobre todo a deponer su derecho inalienable a sus rifles de asalto, AK-47 y bazookas; se autoproclamaron un pueblo libre contra todo enemigo, externo o interno, de cualquier parte, por los siglos de los siglos. Así, lo que empezó como una crisis sanitaria, se convirtió en una batalla ideológica, que luego fue el conflicto armado interno reconocido universalmente como el punto de inflexión en el que una otrora próspera nación se precipitó al abismo.
Cuando se firmó el Acuerdo de Ottawa, las víctimas mortales en Estados Unidos ascendían a casi dos millones. De ese acuerdo emana el orden geopolítico actual: China se quedó con el noroeste y el sudoeste; los últimos supremacistas blancos huyeron a Alaska, por entonces recién anexada a Rusia; el medio oeste se incorporó a Canadá; Alemania ocupó Nueva Inglaterra, y el sur pasó a ser la República Negra del Golfo.
Excepto por la región de Baja California (y tal como lo había exigido Jinping), los signatarios del Acuerdo de Ottawa convinieron por unanimidad en que, en esta reconfiguración de Norteamérica, la mejor manera de honrar la tradición ancestral de México era que el país siguiera siendo gobernado por delincuentes.
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Mi función en la joven república de Machín Aká es muy simple: asegurarme de que nuestros huéspedes experimenten el máximo placer y sosiego. La Paz, refugio principal de nuestra península dorada, se ha convertido en sinónimo de calma, sensualidad, saciedad, pero sobre todo, olvido.
Como peregrinos de antaño, huéspedes de todas partes del mundo solicitan, reservan y esperan pacientemente, durante meses incluso, sus codiciadas vacantes de primera vez. Por medio de sus conocidos se han enterado de que no hay lugar del planeta que ofrezca la profunda transformación que aquí experimentaron, y la cual a menudo describen en términos religiosos. Pero esos testimonios, aunque ciertos en parte, son también cuestionables. Nuestro lema, “Vive con pasión, olvídalo todo”, es claro, y se explica en el contrato de servicios que todos nuestros huéspedes deben firmar. Si bien es una cláusula que suele pasarse por alto, y por la cual algunos han tratado de demandarnos, para la mayoría, la sensación que se llevan al dejar nuestras rubias costas —algunos la han comparado con un aleteo en el pecho— es prueba suficiente de que recibieron lo prometido.
Llevó años perfeccionar la SM+Q para alcanzar todo su potencial (máxima intensidad y supresión total), pero una vez que estuvo lista, la demanda de nuestros servicios aumentó de manera exponencial. A pesar de que ninguno de nuestros huéspedes recuerda la experiencia, todos la sienten durante años. Con el tiempo, a medida que empieza a desvanecerse, se inquietan, se ponen ansiosos, se desesperan. Otra de nuestras cláusulas a la que tampoco suele prestarse atención establece que ningún huésped puede volver a La Paz hasta que hayan transcurrido cinco años, periodo que yo mismo le sugerí a Machín Aká a fin de hacer esperar a nuestros huéspedes lo suficiente para que en realidad extrañen nuestro producto, para que de verdad lo deseen. Y todos vuelven. O casi.
Hemos sabido sobre algunos de nuestros antiguos huéspedes que, después de interminables llamadas, correos electrónicos, mensajes de texto y mucha insistencia, no pudieron soportar la espera, la añoranza. Una de esas pérdidas de la que fue particularmente doloroso enterarme fue la de Tsukuru Yamamoto, a quien conocí en persona durante su estadía aquí y de quien me había encariñado a raíz de nuestro mutuo amor por la obra de Murakami. Cuando intentamos ponernos en contacto con él tras la espera obligatoria de cinco años, supimos que, a comienzos de la primavera, se había arrojado de su oficina en un rascacielos de Tokio. Cada tanto, recibimos noticias lúgubres por el estilo sobre antiguos huéspedes desaparecidos en las dunas de Riad, muertos por hipotermia en las calles de Moscú, impactados inexplicablemente por el metro de Londres. Otros han enloquecido.
Siempre que me entero de una de esas historias, me pregunto qué habría dicho Jr., que trabajó incansablemente por la patente mundial de la SM+Q, sobre el éxito de la droga. Sucede que no vivió para verla completa. A pesar de su juventud, su fortuna, su estado atlético, su acceso a los mejores servicios de salud y su dominio de la diplomacia narco, no pudo contra el coronavirus. Cuando murió, poco después de mi incorporación, la SM+Q todavía estaba en desarrollo. Se necesitó el esfuerzo orquestado de otros Jr. cazatalentos en legendarios campus de élite —el MIT, Berkeley, Harvard—, cuando Estados Unidos estaba a punto de caer, para reunir los recursos humanos necesarios. El hecho de que muchos de los reclutados fueran ciudadanos chinos ya inundados de convicciones imperiales hizo que las negociaciones entre Xijing y Aká fueran relativamente sencillas.
Después de la muerte de Jr., recayó en mí la tarea de asesorar a Machín Aká sobre los asuntos más importantes, entre ellos el contenido, la potencia y el efecto de cada dosis de SM+Q. Una empresa extenuante al principio, que luego se fue haciendo más fácil a medida que el equipo de IA fue poniendo a punto los algoritmos y las computadoras aprendieron a evaluar el perfil de nuestros huéspedes, sus preferencias, recuerdos, fobias y deseos: los datos en función de los que había de determinarse la mejor manera de aliviar instantánea y completamente a nuestros huéspedes, y de atormentarlos despacio una vez que se marcharan.
Si bien Machín Aká siempre se ha negado a consumir SM+Q, a menudo pienso que bien puede ser el alma más atormentada que jamás haya conocido. En noches silenciosas como esta, cuando la marea está baja y queda, y las olas son una suave serenata para los huéspedes de este apacible refugio, de pronto me sobresaltan unos largos aullidos de pena que vienen de las habitaciones de Machín Aká sobre la bahía, aquí en su mansión. Mexicano de la vieja guardia como es, jamás lo admitiría, pero yo sé que es él, que llora la muerte de su sueño más preciado: Machín Aká, líder de su propia república, no puede poner un pie en la tierra de su niñez, los Altos de Jalisco, una región idílica, reducida ahora a escombros y cenizas.
A veces así son las cosas. Machín Aká (Gobernador-Jefe-Chingón-Supremo), cuyo deseo más ferviente era volver a correr por los campos de agave de su infancia, se convirtió en el fundador de la Península de California, un imperio de olas y sueños.
En cuanto a mí, dada la reconfiguración radical de Norteamérica, técnicamente nunca volví a México, ni llegué a convertirme en miembro legítimo de la sociedad estadounidense. Más bien, terminé en este soleado y lujoso refugio. Empecé susurrándole a Machín Aká al oído. Ahora, más que nada, lo cuido en su vejez, y en su ocaso lo observo, como el sol que se pone en el Pacífico.
Traducción de Caro Friszman