Eduardo Chirinos murió hace 5 años, exactamente el 17 de febrero del 2016, entonces publiqué esta nota que LALT retoma ahora (febrero del 2021), a un lustro de su partida, como un homenaje a la memoria de uno de los poetas más importantes de las últimas décadas en Latinoamérica, quien se adelantó en la partida.
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Veo al poeta Eduardo Chirinos sentado frente a la pantalla de su ordenador. Es verano, una ola de aire fresco ingresa por la ventana moviendo la cortina. El poeta está escribiendo, hace calor en Missoula, tiene la camisa desabrochada y los ojos celestes clavados en la pantalla mientras suena U2, The Crash, Bach o Ungarische Rhapsodie N°2. La música, a todo volumen inunda la casa. Esta época del año su estudio es un horno. Jannine, esposa y compañera, prepara sus clases para la Universidad de Montana, un venado despistado husmea en la puerta de la cocina. El poeta escribe ensordecido, vale decir: embebido por la música. No estoy seguro si se trata de: “La arañita fastuosa” o la “La guarida de los escarabajos” o “Los mapaches de Johson Park”. Borra, corrige, vuelve a escribir, es un calor infernal, sus dedos se mueven por el teclado como si dirigiera a Led Zeppelin a Mozart, escribe y sonríe, su poema es cadencioso, un hilo de sudor se abre paso por su pecho de oso, pero él no piensa en un oso, son otros animales los que se le cruzan por la cabeza: gatos, monos; sobre todo, ballenas, le gusta las ballenas más que los cocodrilos, escribe, se olvida de la música y sigue tecleando, es un poeta incansable. Mira su texto, lo lee en voz alta y se confunde con la voz de Bono, está perfecto. Cree que lo ha terminado, se limpia el sudor de su rostro y va hacia donde su esposa, juntos miran al siervo que ha ingresado a la cocina.
Esta es la visión que tengo de Eduardo, la noticia de su muerte me ha dejado sin saber qué hacer, ni a dónde ir; entre miles de imágenes y recuerdos soy arrastrado a 1992, mi primera visita a Lima, un viaje fundacional en mi involucramiento con la poesía. De ese viaje volví repleto de vida, sueños y libros que me pasé casi todo el año siguiente disfrutando de la lectura y amando la literatura peruana. Entre esas maravillas que traje de Lima estaba El libro de los encuentros (1988), que según la tapa es de un poeta que ha obtenido importantes premios nacionales, destacando el Primer Premio de Poesía Copé en 1984; y que ha publicado los libros: Cuadernos de Horacio Morell (1981), Crónicas de un ocioso (1983), Archivos de huellas digitales (1985) y Rituales del conocimiento y del sueño (1987), con estas referencia me metí entre sus páginas, quería descubrir lo que un estricto contemporáneo mío y peruano escribía. El libro de los encuentros, es una vuelta a las huellas de la infancia, tanto que su primer poema se llama: “Infancia vuelta a visitar (Corrales, Tumbes, 1965)”, leí fascinado todo el libro; su tono, las referencias de lecturas, el trabajo con el lenguaje, su prolífica bibliografía, me ponían frente a uno de mis pares más importantes en el ámbito hispanoamericano. Años más adelante, 1994 ó 1995, coincidimos en Bogotá, no recuerdo quién nos presentó, pero me llamó la atención su porte, su barba y cabellos rubios, sus ojos celestes, y que era un catedrático, por lo que de manera espontánea se me salió: ¡No eres como los peruanos promedio! A lo que él castigó respondiendo: “No, pero soy como el burro peruano de Vallejo”, los dos reímos y, desde entonces, compartimos la poesía y sus vicisitudes. En ese encuentro hubo lecturas, comida, vino, y charla. Recuerdo que íbamos por la Séptima, en Bogotá, éramos un grupo de poetas, pero los dos nos adelantamos unos pasos conversando, yo iba al filo de la vereda y él agachaba su cabeza para escucharme, hasta que unas cuadras más arriba, Chirinos se cambió de mi lado izquierdo al derecho y me dijo: “Soy sordo de este oído y no te escucho”, por eso me enteré que cuando escribía ponía la música a todo volumen, también me enteré de que quería mucho al Ecuador, debido a su padre, un militar que había sido destinado a Tumbes (frontera con Ecuador) en los años 60-70, y que a él en su infancia le gustaba invadir Guayaquil, tenía un humor fino y nos reíamos siempre que conversábamos, por eso en determinado momento, el poeta Boccanera, se nos acercó por detrás, y nos dijo: “Nunca había visto a un ecuatoriano y a un peruano conversar tan a gusto”. “Es que los dos somos nietos de Olmedo”, dijo Chirinos, porque antes le había comentado que me llamó la atención encontrar en una antología de poesía peruana colocado al poeta guayaquileño José Joaquín Olmedo, gran poeta de nuestra independencia.
Luego nos volvimos a ver en varias ciudades: Buenos Aires, México, Santiago, Granada, Madrid, en esta última, fue especial. La Casa de América, en el 2010, organizó una lectura de los ganadores del Premio Casa de América de Poesía Americana, Chirinos lo ganó en el 2001, en la primera convocatoria, con su: Breve historia de la música, un libro prodigioso en el que no solamente se puede apreciar su pasión por la música, sino también su erudición en ese tema, allí echa mano de investigaciones o lecturas que remontan siglos atrás, o mejor, que él las trae al presente con sutileza no exenta de ironía. En esa lectura participamos junto a Oscar Hahn, Juan Manuel Roca, Marco Antonio Campos, Jorge Boccanera, también galardonados con ese premio; allí me di cuenta de que, Eduardo Chirinos, ya pertenecía a esa camada de poetas latinoamericanos que estaban colocando a la poesía de esta parte del mundo en un sitial importante de la lengua en español.
Luego de esa noche memorable, fuimos a participar en VII Festival Internacional de Poesía Ciudad de Granada, España; en el que coincidimos con la flamante premio Nobel de ese año, Herta Muller, y el poeta Derek Walcott, Nobel en 1992; comentábamos y nos reíamos diciendo quién va a venir a escuchar a un peruano y a un ecuatorianito, pero Eduardo, no solo era un gran lector de su poesía, sino que cautivaba al auditorio con referencias y chistes sobre sus poemas que deleitaban a un público siempre exigente con la poesía. Por ejemplo, le escuché decir que su poema: “El equilibrista de Bayard Street”, lo había escrito porque una mañana se fijó que, en los cables de luz, había colgado un par de zapatillas y que tenía a una vecina que estaba seguro era una funambulista, y que por eso asoció la imagen de los zapatos colgados con su vecina; desde luego, esta historia del poema en boca de Eduardo era un cuento entretenidísimo. Allí, en Granada, también nos dimos cuenta, conscientemente, que nunca nos habíamos visto en las ciudades donde habíamos nacido, me dijo: siempre nos estamos viendo en otras partes, cuándo nos vamos a ver en Quito o en Lima. La ocasión para vernos en una de nuestras ciudades se daría al final del 2013. Pero antes, vía internet, nos seguíamos comunicando como siempre, de vez en cuando. En uno de esos correos, nos advirtió a mi familia y a mí, que unos exámenes médicos de rutina, en Lima, le detectaron cáncer al estómago y que estaba esperando más exámenes para empezar su tratamiento, esto fue como a finales del 2011, esta noticia trajo un atado de acertijos: cómo un cáncer a una persona tan jovial y lozana, que nunca se excedía ni con el vino y ni con la comida, lo suyo nunca fue la típica bohemia de poetas, no pasaba de un vino en las comidas y, eso sí, la sobremesa, y la tertulia llena de referencias cultas y chistes con ingenio rápido.
En el 2013, con mi familia decidimos recibir al 2014 en la capital peruana, así que, finalmente, coincidimos con Jannine y Eduardo en Lima. Ellos solían pasar navidad y fin de año entre sus familiares huyendo del invierno de Montana.
Nos invitaron a cenar y nos volvimos a abrazar: Eduardo era otro Eduardo, flaquísimo como una calaca, cuando lo abracé, sentí sus huesos pero su semblante seguía siendo el mismo, bromeaba y reía, con esa naturalidad de quien busca la precisión del lenguaje para sus poemas. Nos contó que le habían sacado el estómago y que estaba sometido a tratamientos de quimio y a medicamentos que esperaba dieran sus resultados positivos. Meses después supimos que los nuevos medicamentos no estaban surtiendo los efectos deseados; tuvo que volver a la quimioterapia y a nuevos exámenes pero él se mostraba con ánimo invencible porque seguía escribiendo y participando en lecturas y conferencias, así vino a Quito. Tuvimos la suerte de tenerlos a él y a la inseparable Jannine, quien desde siempre fue una especie de motor de dinamismo para la creatividad de Eduardo. Con ella viajó a todos lados, con ella fue construyendo su obra, varias veces dedicada a su tenacidad y a su compañía. Rápidamente Eduardo y Jannine adoptaron a mi hija, Anaís, le propusieron que fuera a terminar sus estudios en la Universidad de Montana. “Allá, no tienes que preocuparte de casa y comida”, le dijeron, “para nosotros sería un placer recibirte”. No, esa generosidad, no solo es de poeta, sino de personas que aman la vida. Eduardo y Jannine, trabajaban juntos, viajaban juntos y disfrutaban a sus amigos como un regalo de la vida. Ahora también pienso en Jannine, en esa orfandad indefinible y me alegra saber que ella sabe que todos los Eduardo están en la poesía que vio construir día a día, y que esos nunca la va abandonar.
En su visita del 2014, el poeta, me trajo de regalo su libro más reciente: Medicinas para quebrantamientos del halcón (2014) en una edición impecable de la editorial Pre-Textos. Eduardo escribió muchísimo, debo tener 10 o 12 de sus libros de poesía, pero él escribió muchos más e hizo traducciones, también escribió ensayos, reeditó poemas agrupándolos en libros por temas, así: Coloquio de los animales (2008), Treinta y cinco lecciones de biología (y tres crónicas didácticas) (2015), o libros misceláneos donde conviven la prosa crítica con la crónica y el verso: Epístola a los transeúntes (2001), El fingidor (2003) y Largos oficios inservibles (2004), además fue autor de cuentos para niños. Pero es en la poesía donde volcó todo su genio e ingenio. Sus libros de poesía son tan individuales como si tuvieran vida propia. Eduardo no necesitó, como Pessoa, crear heterónimos para construir un tono diferente, sus libros son la misma voz pero con diferente tono. Y este libro, que me trajo de regalo en el 2014: Medicinas para quebrantamientos del halcón, tiene el tono reflexivo y profundo de una voz que indaga sobre los quebramientos del cuerpo y, desde la nota de inicio, dejará en claro que lo suyo no es solo la enfermedad, sino escribir: “mi cuerpo albergó un inquilino resuelto a suplantarme, a apoderarse de lo que es más íntimamente mío, a desordenar mis hábitos nocturnos, a alborotar tenazmente mi biblioteca. Escribí estos poemas prisionero de ese inquilino, bajo el oscuro aletazo de un cuervo mordaz y exigente. O de un halcón que reclamaba, como yo, medicinas para curar sus dolencias y aliviar sus quebrantamientos”. ¿Quién habla aquí? Es Eduardo, es el poeta o el halcón. No se trata de un libro, estrictamente, sobre sus dolencias sino sobre esa posibilidad de escribir mientras “un inquilino” socava su cuerpo, es como sacarle partida a ese cambio de hábitos y costumbres, de allí que el conjunto de poemas, que conforman el libro, pasa revista a lecturas y recuerdos, que la voz va organizando en un lenguaje, como si sobrepusiera una imagen sobre otra, armando, en algunos casos, una superposición en la que no está claro si es un sueño o si es un recuerdo, como en el segundo poema: “Puerta de Atocha-Estación de Los Desamparados”. Más adelante la voz dirá: “Escribo sobre animales para olvidar mi cuerpo, para huir de mí”. Por allí va la lectura, recreando momentos y olvidando otros. Esta lectura la hice después de abrazar en Quito, en el 2014, a un poeta calvo y flaco como una escultura de Giacometti, en el que se había convertido. Y fue en mi casa, mientras hablábamos de poesía, que mi esposa, la poeta Aleyda Quevedo, le propuso hacer un libro suyo para Ediciones de la Línea Imaginaria, que a la postre fue su único libro publicado en Ecuador. Aleyda se metió en esa empresa, repasó toda la poesía de Eduardo y estuvo en contacto permanente hasta que él y Jannine volvieron a Quito, en el 2015, para la presentación de su libro: La música y el cuerpo, 50 poemas de Eduardo Chirinos (Quito, 2015). Hay que decirlo es una edición preciosa, cuidada con mucho amor, que al poeta y a su esposa les encantó, como a nosotros tenerlo nuevamente en casa. Eduardo estuvo muy quebrantado, se sentía fatigado y necesitaba, en determinado momento, hacer una pequeña siesta para recuperarse, los ojos le lagrimaban a cada rato, decía que era por la potencia de la medicación, pero aun así, hizo una lectura en el Centro Cultural Carlos Fuentes del Fondo de Cultura Económica, una actividad en el Bibliorecreo y presentamos su libro en el Teatro Prometeo.
En el prólogo de este libro, su editora dice: “Chirinos solo reafirma que cada poema es una máscara que amplifica los deseos, los miedos, los amores, los desamores, para entregarnos una estética misteriosa y bella para interpretar el mundo. Tres cuerdas sostienen esta selección que me he atrevido a realizar luego de largos meses de lecturas en soledad y mucho discernimiento, pues no es nada fácil elegir tan solo 50 poemas de la vasta obra donde están: el amor, la música y los animales, tres temas que me seducen y que estoy segura también a ustedes, queridos lectores”.
Sin duda, un gran libro de poesía para nuestro catálogo pero, más allá de eso, fue nuestra manera de demostrarle nuestro amor y nuestra admiración al amigo, al poeta, al viajero que llevaba en su corazón la música y la poesía como su equipaje eterno; por eso lo recuerdo escribiendo con la música a todo volumen mientras afuera el cáncer del mundo lo va corroyendo todo.