Refrendo mis dichos en este escrito: no cambiaré una coma de mis declaraciones precedentes. He asumido que usted se niega a comprender mis motivos. Aun así, sería considerado de su parte admitir que yo no miento. El señor y la señora B eran mis vecinos, como ya le expliqué. La señora B nunca iba a misa. El esposo de la señora B tampoco iba a misa. Eso ya le dice bastante sobre ellos. Por lo demás, el señor B trabajaba en una editorial. Lo veía salir todas las mañanas. Llevaba un maletín de cuero negro. Y unos anteojos pesados. Salía a las ocho y quince. Saludaba amable y solo regresaba después del ocaso.
La señora y el señor B tenían dos hijos. A los hijos de la señora B les gustaba arrancar las flores de mi cantero. Yo me enojaba y les gritaba cada vez que lo hacían, pero nunca escarmentaban. Las arrancaban y salían corriendo cuando me veían. Los hijos de la señora B eran ángeles rubicundos, tan bellos y gráciles que costaba creer que fueran tan endemoniados. Ellos desmentían nuestro barrio de casas bajas y gentes amables. Sí, los hijos de la señora B eran distintos a los demás. Supongo que se lo debían a su madre: la señora B, a todas luces, tampoco era una madre como las demás. La señora B no solamente no iba a misa, tampoco salía de compras: no iba a la panadería, ni al almacén, ni a la mercería, ni a ninguna otra tienda en la que era usual ver a las mujeres del barrio. La señora B salía muy poco; cada vez menos. A sus hijos, gemelos y tan idénticos que daban miedo, los veía ir y venir de la escuela, siempre solos. Tocaban timbre y la señora B les abría, los saludaba con una sonrisa vaga y los hacía pasar.
A mí me inquietaba la señora B porque tenía un parecido inconcebible con mi querida Josefina. Que en paz descanse, mi tesoro atormentado.
Hubo un tiempo en que la señora B salía los domingos, sola, en horas de la tarde. Era curioso, porque no iba a ninguna parte. Solo caminaba, como deambulando. Después se sentaba en el banco de la plaza que daba a la iglesia y ahí se quedaba. Salía con unos atuendos pasados de moda y solía ponerse un sombrero negro, de cuya ala derecha pendía una margarita grande, también negra, que le tapaba parcialmente un ojo si se miraba de frente.
Su aspecto debía incomodar a las otras mujeres del barrio porque en raras ocasiones se le acercaban y, cuando lo hacían, intuyo que era más por curiosidad que por algún interés genuino en ella o en su familia. De todos modos, ella no les prestaba demasiada atención y se notaba que saludaba quedamente, como sabiendo deshacerse de las mujeres con la impostación de una mirada equívoca o con la leve agitación de su margarita negra. Yo las miraba desde mi venta y era invariable: cuando la señora B agitaba su margarita, las vecinas se despedían raudamente y la señora B se las quedaba mirando, satisfecha.
Pero al final la señora B ya no salía, o lo hacía muy poco. Las últimas veces se la había visto bastante deteriorada, con sus cabellos rubios abatidos y una expresión desvaída en su rostro inmaculado.
En el barrio no se hablaba mucho de la señora B, al menos no públicamente.
En cambio, cuando venían a casa los López, que vivían enfrente, o los Villalba, que vivían al lado, siempre hablábamos de los B. Al principio lo hacíamos con pudor, pero con el tiempo se nos hizo costumbre y era raro que nos juntáramos y no habláramos de ellos. Los López eran amabilísimos, muy cultos y con un don de gente excepcional. Vivían con la sonrisa en los labios y daba gusto compartir una velada con ellos: eran felices y derramaban bonhomía. La señora Villalba era quizás la más llamativa del barrio. Su esposo era el director de la biblioteca general y a pesar de ser un hombre circunspecto, era un orgullo recibirlo, porque era ejemplo de trabajo y educación para todo el barrio.
Si bien mis hijos ya eran grandes y hacía tiempo que no vivían conmigo, solían venir a visitarme dos o tres veces por año. Cuando venían, me gustaba invitar a los López y a los Villalba, porque los conocían de cuando eran niños y era inevitable que los compararan con los hijos de B. Qué educados eran sus hijos, me decían, y mire qué jóvenes encantadores son ahora, y entiendo que lo hacían por contraposición a los hijos de la señora B, porque acto seguido me preguntaban si ¿le siguen arrancando las flores, don Manuel? y yo ponía cara de vecino tolerante y hacía ademán de restarle importancia con la mano y eso encumbraba los ánimos porque enseguida la señora López me decía que yo era demasiado benévolo y que tenía que ir a quejarme con el señor B. Entonces ensayaba una cara que dejaba en evidencia que hablar con los B no tenía ningún sentido y el tema se instalaba en la mesa.
En general, los López se mostraban consternados por la falta de modales de la señora B y no perdían la ocasión en recordar el día en que había asistido sola al cumpleaños del señor López —su marido estaba enfermo, había dicho—, mal vestida y bastante ebria, y que había terminado en la falda del pianista cantando un jazz impertinente con una voz de demonio excitado que nunca olvidaron. Contaban la historia y se reían. En mi fuero más íntimo, yo agradecía que hubieran referido el incidente, porque desde entonces tuve en claro que los ruidos guturales que a veces escuchaba de noche provenían de la garganta exaltada de la señora B, a quien empecé a imaginar, ebria y poseída, tratando de entonar alguna extravagancia.
La locura es muy triste, señor. Mi querida Josefina la padecía: la pobre andaba cohabitada. Eso es muy desagradable. Uno no tiene idea de cuántas almas circulan por la casa. Y le aseguro que de noche la cosa se pone peor. La cama es un verdadero infierno. Usted comprenderá lo doloroso que resultaba esto para mí, que me había casado tan enamorado y que habíamos sido plenamente felices en los tiempos en que criábamos a nuestros hijos. Cuando mi Josefina se extravió yo la llevaba mucho a misa y le pedía al cura que la hablara largo, pero eso que se le había instalado no la quería abandonar. Estaba como empecinado en ella y la pobre no tenía descanso.
Los Villalba eran menos locuaces que los López, pero aun así se advertía que compartían una crítica velada hacia la señora B por su errático comportamiento como madre. Usted vea que los hijos de la señora B no solamente tenían conductas inadecuadas en el barrio, en relación con los vecinos, sino que además se los veía poco aseados en general, más bien sucios, a diferencia de los demás niños que lucían siempre peinados y limpios. Esta situación despertaba un rechazo global hacia la señora B y como los Villalba no habían podido tener hijos yo creo que eso los hacía más sensibles a esa cuestión. Por mi parte, esos diablos no me despertaban la menor compasión; me parecían un caso perdido. Quizás no lo decía tan abiertamente por respeto a los Villalba, pero creo que igual nos entendíamos y éramos solidarios en nuestros sentimientos hacia los B.
Una noche, el señor Villalba me invitó a cenar en su casa. Los López también estaban invitados. Le dije que sí. Era un viernes de noche cálida y clara y los jazmines perfumaban la cuadra: un marco inmejorable para el encuentro con amigos tan valiosos. Cenaríamos en el jardín de los Villalba, poblado de magnolias, de hortensias y de rosas envidiables. Admiro la belleza de un jardín bien cuidado y la señora Villalba tenía un don innato porque había logrado acaso el jardín más bello del barrio. Elegí un Cabernet Sauvignon de mi bodega personal y salí de casa. Salí contento, concentrado en ir directamente a casa de los Villalba, pero mi mirada se obstinó en recorrer mi cantero. Advertí que los cretinos habían arrancado más de la mitad de mis flores y sentí que algo me desbordaba, una furia febril. Fui directo a casa de los B y me adherí al timbre. Largo rato. Nadie abría. Lo recuerdo como si fuera hoy. Había luces, pero nadie abría. Están, pensaba. No abren. Y me ganaba una indignación rabiosa. Y fue su cuerpo, lo sé. Porque miré de nuevo y vi el perfil de la señora B completamente desnudo contra el ventanal. Me turbó el alma, porque enseguida bajé la vista y cuando volví a mirar, la señora B ya no estaba. Y mientras me consumía en ese arrebato de impotencia, me vieron los López, que cruzaban la calle. Me tomaron del brazo y me llevaron a casa de los Villalba. Me obligaron a sentarme en el sillón mullido de la recepción al tiempo que la señora Villalba me abanicaba con una revista y todos me preguntaban si estaba bien. Cuando me vi en ese devenir, acabé sobreponiéndome, algo avergonzado. Al cabo, sonreí como quitándole importancia al asunto, pero nos pasamos la noche hablando de los B. Incluso, el señor López se ofreció a hablar con el señor B en mi nombre y, por mucho que me negué, acabó convenciéndome de que era lo mejor.
De hecho, al día siguiente, temprano a la mañana, cuando no hacía mucho que los pájaros habían cesado en sus desperezos matutinos, vi al señor López de pie en la puerta de su casa, dispuesto a interceptar al señor B tan pronto se dispusiera a comprar el diario. Me invadió un pudor extremo. No podía aceptar que el señor López intercediera por mí, así que me vestí y me acerqué a agradecerle y a explicarle que yo mismo resolvería el problema. Me costó, pero logré que aceptara mi decisión.
Pasé gran parte de la mañana repasando lo ocurrido la noche anterior: me desconocía tocando el timbre de los B como un adolescente malcriado; me preguntaba si realmente había visto desnuda a la señora B; me turbaba el recuerdo de ese cuerpo escultural, tan parecido al de mi querida Josefina, cuando era joven.
Decidí ir al vivero de don Antonio antes de que cerrara. Tenía que reponer las flores.
Pasé la tarde en mi cantero. Planté margaritas blancas. Y unas azucenas celestes, frescas. Miré satisfecho mi trabajo y justo pasó la señora Villalba que me felicitó y me instó a hablar con los B. Es injusto, me dijo, que le hagan esto a cada rato.
Yo estaba embarrado, y rendido, pero aun así consideré que la señora Villalba tenía razón. Además, ya no podía permitir que le hicieran esto a mi querida Josefina. Nunca había dejado de cubrirla de flores y no iba a permitir que esos malditos siguieran con la infamia.
El resto usted ya lo conoce. Me aseé, me vestí y toqué timbre. Me abrió la puerta la señora B. Tenía puesto un camisón negro, de encaje, muy largo. Los cabellos rubios, sueltos, hasta la cintura. Me sonrió; me invitó a pasar. Le dije que gracias, pero venía simplemente a comentarle un asunto puntual. No tuve tiempo de recular: la señora B me tomó del brazo y me hizo pasar. Encontré un desorden descomunal en esa vivienda. Imposible ordenar las imágenes. Vi ropa tirada, medias sueltas, libros, copas. Vi cuadros a medio hacer, sin colgar, apoyados contra una pared, en el piso, sobre un sillón. Cuadros indescifrables, de cuerpos desnudos, cuerpos de mujer, cuerpos rotos, en pedazos. El recinto olía a jazmines, a óleos, a vodka. Miré a la señora B, traté de recomponerme, me costaba. Alcancé a preguntarle si ella pintaba. Me respondió con una carcajada sonora y comprendí que era ella la de las insolentes voces que me acompañaban de noche. Clavó sus ojos en los míos, como queriendo saber más de mi visita. Sus ojos —jamás los había mirado tan de cerca— parecían sueltos también. Como si orbitaran a su antojo, sin fondo. Eran grises. Del todo grises. Me perdí en esos ojos; me costaba armar una frase. Se parecían tanto a los ojos de mi Josefina. Eran ojos frágiles. Ojos de lluvia. Quise decir algo sobre mi cantero y sobre sus hijos, pero mientras ordenaba las palabras sentí que era como hablar con un fantasma. Como si no me mirara; como si tampoco oyera. Solo sonreía su sonrisa cándida. Era la sonrisa de Josefina: ella estaba frente a mí y sus labios me reprochaban. Y era feo lo que me decían: que le había dolido y que había pasado frío en mi cantero. Eso me decía. Una y otra vez. Y yo le negaba con la cabeza, y le decía que no, que lo había hecho para salvarla. Y cuando me quise tirar en sus brazos, y abrazarla, y decirla que la amaba, se me apareció otra vez la señora B. Cuando la vi, mis manos se aferraron a su cuello. Imposible soltarla, señor. La vi sacudirse, roja, los ojos enmarañados. Después cayó al piso, así, con los ojos ya tranquilos, como ustedes la encontraron.