En su larga trayectoria Corral, ecuatoriano doctorado en la Universidad de Columbia, dedica su atención al ensayo, la crítica y la teoría. Su labor pedagógica en universidades de las Américas (Stanford, Universidad de Massachusetts, Chile, Ecuador) y España le permite investigar muy de cerca su campo y analizar su impacto en la recepción extranjera de la literatura latinoamericana. Este acercamiento se manifiesta en El error del acierto: contra ciertos dogmas latinoamericanistas (2006/2013) y Condición crítica (2015); y en la seminal Theory’s Empire. An Anthology of Dissent (2005, en co-autoría con Daphne Patai). Dentro de sus intereses sobresale también la atención a la novela como tradición renovada al producir una exploración crítica de sí misma y del contexto histórico que la produce. Obedecen a esta inquietud los estudios co-editados Los novelistas como críticos I y II (1991) y The Contemporary Spanish-American Novel: Bolaño and After (2013). Por último, destaca el antecesor de estos: Cartografía occidental de la novela hispanoamericana (2010). Teniendo presentes todos estos importantes antecedentes les ofrecemos a los lectores de LALT esta entrevista, a propósito de la publicación de su más reciente libro.
Víctor Carreño: Dentro de la larga reflexión que has venido haciendo en tus últimos libros sobre la novela hispanoamericana, ¿qué otras perspectivas se abren en tu indagación teórica sobre la novela en tu reciente Discípulos y maestros 2.0.Novela hispanoamericana hoy (2019)?
Will H. Corral: Entre ellos hay hilos e inflexiones inevitables, y los principales corresponden a no ostentar una historia genérica; me concentro en la contemporaneidad dinámica e inestable. Hasta D y m 2.0 no hay relatos cavilados del género, y por ende mi reflexión resemantiza la recepción de obras y autores que se enaltece, olvida o posterga con jergas mal calcadas. Afirmo sin riesgo que desde Ángel Rama (su “Diez problemas para el novelista latinoamericano” de 1964 no pierde vigencia) no hay reflexiones teóricas que problematicen visiones encontradas de nuestra novela, o sin reciclar “teorías” colonizadas o traducidas de lo que debe ser. A estas alturas el público de un libro como este está al tanto de varias teorías de la novela occidental y su crítica, así que me guío por fuentes ignoradas o recientes: Blumenberg, Hungerford, Parks, el Rancière inquieto por la literatura. Para esa reflexión las novelistas mileniales están en una neovanguardia que es positivamente volátil.
V.C.: Si la contemporaneidad y sus teorías de la novela son volubles, también lo son los discípulos y los maestros. ¿A qué aluden estos términos en D y m 2.0?
W.H.C.: Con base en Steiner y Benjamin analizo la aparente necesidad de ser contemporáneo, novedoso u original, matizando la movilidad cultural y economía general del novelista al representar un mundo. Por ejemplo, Vásquez se ocupa de temas garciamarquinos que siguen obsesionando a sus compatriotas, pero es más cosmopolita, y en sus novelas vuelan las ideas más que las abuelitas. Él y Valencia escriben abiertamente ensayos sobre sus maestros, el género, o sobre sí mismos, pero hay que buscar con lupa los de Aira, Levrero, Luiselli, Guerra o Herbert, porque transmiten una lucha interna y pública por no admitir el peso del pasado, sin todavía crear sus precursores.
V.C.: Babelia publicó el Preámbulo de D y m 2.0 como “La novela latinoamericana hoy”. El énfasis en la temporalidad se contextualiza cuando revives la querella de antiguos y modernos. Discutamos la actualidad de los Maestros del Boom vis-à-vis discípulos, sucesores inmediatos o autores mileniales. Si la red mundial dinamiza más las relaciones literarias y extraliterarias, ¿qué papel juegan en ellas críticos, universidades e instituciones no universitarias, editoriales, ferias del libro, y finalmente la recepción de los lectores que tienen una presencia más activa a través de las redes sociales?
W.H.C.: Esos hilos enhebran mis capítulos, polémicamente respecto a los lectores virtuales e iletrados. El maestro más admitido es Vargas Llosa, como detallo en el tercer capítulo. Pero recurro más al testimonio de los novelistas sobre la escritura algorítmica (Zambra, Pron, Rivera Garza, Matilde Sánchez, Abad Faciolince, Valencia), con base en los prescriptores de la segunda mitad del siglo XX: agentes, amigos del gremio, correctores mal pagados, críticos estrella, diseñadores, entrevistadores, fundaciones, grupos/clubes de lectura, libreros, maquetadores, mecenas, polémicas y traductores, según Marling en Gatekeepers: The Emergence of World Literature and the 1960s (2016); añadiendo los “onegeros” culturales, redes sociales y el impulso profesoral de corregir actuales. Así se enmarañan las negociaciones de producción y recepción, descartando transiciones estéticas.
V.C.: Desde el Boom hasta Bolaño y después, los autores han cuestionado dictaduras y utopías, cánones y estereotipos, las distorsiones de la posverdad y las nuevas censuras políticas como problemas históricos. ¿Ha sido este un panorama uniforme? ¿Qué líneas de investigación se abren para libros o autores que por razones de limitación no pudiste incluir?
W.H.C.: Creo que lectores de libros como D y m 2.0 supeditan o asumen que analizar la ficcionalización de la Historia no requiere revivir discusiones académicas, como textualiza Bolaño en 2666. Por la naturaleza de los cuestionamientos que mencionas, y por la vitalidad del género y el talento novelístico, es imposible pensar en un panorama uniforme. Por eso expongo la progresión del historiar socio-literario de autores como Volpi o Gamboa (Castellanos Moya, Rey Rosa…) hacia la problematización de una Historia alternativa, como en Padura o la revisión de cánones que lleva a cabo Cornejo Menacho. Bolaño fue un punto álgido de ese revisionismo; y estos últimos, que nunca se refieren al posboom, comparten con él la sensación de estar intelectualmente vivos, del entusiasmo puro de una idea lingüística nueva, y argumentos atrevidos poco sentimentales. A la par, Franz, Enrigue, Indiana, Valencia, Gainza y Aira presentan la historia del arte desafiantemente. Ellos y otros no engendran preguntas similares, pero proveen los medios para hacerlas.
V.C.: Importan las autoras en la relación maestros/discípulos, y destacas el riesgo de uniformarlas bajo denominadores sexuales comunes. Poniatowska criticaba al crack, no por excluir mujeres sino por querer negar arbitrariamente a sus maestros sin reconocer sus deudas. El problema de pertenecer o ser relevo de otras generaciones también emerge en Indiana, Harwicz u Ojeda. Además, está la deuda de Allende, entre otras, con el realismo mágico de García Márquez. ¿Cómo describirías el aporte de estas y otras autoras que mencionas a la novela hispanoamericana?
W.H.C.: Los dos primeros capítulos constatan que esa relación requiere nuevas maneras de leer, no necesariamente sexualizadas o politizadas, pero sin clichés libidinales. Exceptuadas las venias de Volpi y Padilla a Fuentes, el crack sigue buscando maneras de evadir el peso del maestro (o de Poniatowska), como si surgieran de una inmaculada concepción. Piglia, Fuguet y otros se contradicen respecto a los suyos, y por esas negaciones todo mi estudio enfatiza la ética literaria. Autoras recientes (Harwicz o Schweblin), que prometen más que muchos hombres, son desdeñosas respecto a Allende, o sus maestras, y en la mejor, Indiana, hay otros tipos de influencia. Otras recuperan oportunamente, con pesados calcos de un feminismo trillado, a la ecuatoriana Lupe Rumazo, radicada en Venezuela; y es patente que no la han leído. La reivindicación triunfalista socava la necesidad de rescatar a más que Teresa de la Parra, Bombal, Castellanos, Josefina Vicens, Rivera Garza, Santos-Febres, etcétera.
V.C.: Tu libro contrapesa la interacción literaria entre Hispanoamérica y España de 1996 a 2019. Las editoriales y la crítica españolas contribuyen a difundir la literatura hispanoamericana, manteniendo lo que llamas “intereses creados”. Estos son comerciales y a veces estéticos, como el de Ignacio Echevarría por las literaturas de Chile y Argentina. ¿Hay autores que ya sea por su obra o la nación a la que pertenecen son marginados por las grandes editoriales metropolitanas?
W.H.C.: Esos desencuentros y destiempos suman un gran archivo cultural. Los capítulos tres y cuatro arguyen que es imposible examinar nuestra novela sin los prescriptores españoles; pero hay que deslindar. Si esas editoriales todavía dividen sus apuestas entre lo nuevo, lo exótico y en menor grado lo recuperable, la crítica académica tiende a privilegiar lo primero. Un crítico completo como Echeverría no puede cubrir toda la producción, y eso lleva a no ver el bosque por los árboles, porque hay y ha habido otros sudamericanos y mesoamericanos radicados en la esfera en que se mueve él. Otra traba es que hoy el crítico tiene que traducir tradiciones culturales y lidiar con mensajes cifrados innecesariamente. Eso no suena dramático en lo abstracto, pero puede ser enormemente controvertido. Los capítulos dos, cuatro y cinco se refieren a Emar, Palacio, Sáenz, Diego Padró, Lalo, o Arcos Cabrera, que merecen mayor difusión.
V.C.: Cada época tiene sus modas y sus clichés, con los que los novelistas pueden jugar, ironizar o sucumbir en su repetición. Al respecto hablas de la condición de “globalifóbicos” y “nómadas”, o de las novelas del selfie y de la Generación “Me gusta”. ¿Cómo enfrenta la novela reciente estos lugares comunes de las últimas modas?
W.H.C.: A mediados de los años noventa, cuando comienza mi relato, la novela que brota de manera transoceánica se dividía primordialmente entre “globalifóbicos” (los sitiados en sus propios países que quieren repensarlos sin salir de ellos) y “nómadas” (los que deifican lo extranjero, arma de doble filo), condiciones complicadas por los prescriptores y lo que he llamado “la condena de la edición nacional”. Ese cisma, con el cual no pretendo discutir generaciones sino tendencias, me permite recuperar autores olvidados, postergados o subestimados (destaco al puertorriqueño nacido en Cuba, Lalo), algunos educados o radicados en España, como los venezolanos Méndez Guédez y Chirinos, o el peruano Benavides; porque no querían o sabían “venderse” a los prescriptores. Ese registro se complicó con mirarse el ombligo digitalmente, o crear una no muy renovada literatura ensimismada cuando tener un relato importaba más que la Historia. Ese agotamiento llegó con intereses potencialmente peligrosos, y no es el menor de ellos el cansancio público ante una narrativa que habla de “mi cuarto, mi pareja, mi obra, mi sufrimiento”, que Pola Oloixarac quiere corregir.
V.C.: Criticas obras y críticos, cuestión muy pertinente, pues sería imposible reflexionar sobre la novela que va del Boom a sus sucesores sin tomar en cuenta el diálogo crítico entre España y las Américas en torno a la novela hispanoamericana contemporánea. ¿Podrías describir algunos de los hitos más importantes en la evolución de esta crítica?
W.H.C.: Hay críticos y novelistas hispanoamericanos que pugnan por fijar que nuestra literatura no existe o es invisible, mientras las editoriales, varios académicos y el público español enaltecen su valor y vitalidad, a veces mal. A su vez la academia estadounidense anti-hispanista se interesa más en la novelización de políticas de identidad y temas afines. Así por ejemplo, para esa crítica es insignificante corregir o renovar la temprana recepción hispanoamericana del Boom. Christopher Domínguez Michael, nuestro mejor crítico vivo, desmonta esos archivos, probando constantemente que lee ambos lados de toda discusión. Para los años que discuto dos hitos excelentes son la antología Líneas aéreas (1999) de Eduardo Becerra y Desvíos: un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana (2007) de Echevarría, matizados por artículos y reseñas de Domínguez Michael. Son muy útiles los trabajos de las españolas Ana Gallego Cuiñas y Elena Santos. Aparte del mexicano, Beatriz Sarlo y Juan de Castro (peruano radicado en Estados Unidos), no encuentro sus pares en las Américas respecto a conceptualización y gama de intereses.
V.C.: El reconocimiento literario pasa por la traducción, hoy anglocéntrica. Según cierta tradición de la traducción, no se puede traducir un texto sin inscribirlo en su contexto lingüístico, histórico y cultural. ¿En qué medida se ha entendido este dilema en las traducciones de los novelistas que Ambrosio Fornet llama “latinounidenses”?
W.H.C.: Es el tema del sexto y último capítulo, porque junto a hispanoamericanos publicados por las grandes editoriales españolas se sigue publicando a autores erróneamente llamados “latinos” o “hispanos”, cuando lo único que los identifica como tales son sus nombres o privilegiar una temática asociada con antiguos exotismos. Es la motivación del mercado anglófono, y cuento en los dedos de mi mano las personas bilingües o que han pasado las miserias que tanto atraen al público extranjero. Las traducciones hacen caso omiso de los contextos que mencionas, y el asunto se complica más, en parte por las nociones que Emily Apter exorna con la rúbrica de “intraducibilidad”.
Cuando se elogia una traducción al español o al inglés cuesta saber qué nivel lingüístico tienen los reseñadores. Además, reseñar con clichés obvia los testimonios de los traductores y de los autores, que recojo. Fornet acuñó “latinounidenses”, problematizando aquellos contextos para una generación inmediatamente anterior conocida en inglés y tardíamente traducida. Me concentro en Junot Díaz, Alarcón, Quiñonez (sin acento) y en ciertos casos Fuguet y Manrique (que pueden escribir en ambas lenguas). Díaz —con mayor oficio y una idea excelente de la hibridez de su “latinidad”, admite no poder controlar la traducción al habla meta— y Quiñonez recrean mundos distanciados de culturas consabidas, mientras los otros apuestan por el mercado. No se quedan atrás sus malos traductores, acuciados por la presión editorial para vender orgullos convenientes rápidamente. Compagino esa falta de ética con una discusión sobre autores y críticos que quieren escribir directamente en inglés, sin reconocer sus limitaciones. Pero hay que leerlos.
V.C.: Al discutir la novela contemporánea es fundamental la noción de lo nuevo, que atraviesa tu libro. Es un tema que abordan diversos teóricos, pero los escritores de cultura hispana tienen sus propias respuestas, partiendo de su propia actividad creadora, así Vila Matas, Cercas, o Aira, entre otros. Si contrastamos esta actitud con el pesimismo de algunos críticos, ¿puede hablarse aún de la muerte de la novela?
W.H.C.: En 2014 Harold Bloom sostuvo que en la literatura actual no había nada “radicalmente nuevo”, talón de Aquiles de las novelas del selfie o “autobiograficciones” que examino en el quinto capítulo, con base en Unamuno y sus pocos pares occidentales del siglo veinte. Vila-Matas le precisa al abastecedor de cánones anglófonos: “ser ‘radicalmente nuevo’ no significa ser original. Ser ‘radicalmente nuevo’ ha acabado siempre mal y está, además, tan visto […] como la novela ‘basada en hechos reales’”. En El punto ciego Cercas pregunta “¿Por qué tanta ansia de renovación, de buscar nuevas formas de conquistar territorio nuevo? ¿Acaso la única obligación de una novela no consiste en contar una historia lo mejor posible…?”. Si en Cercas o en el Aira que hoy añora un realismo renovado (y dice no leer a sus contemporáneos) se percibe conservadurismo, el hecho es que se rechaza, otra vez, la literatura del agotamiento que privilegiaba el problemático posmodernismo occidental, que discuto como trasfondo pasajero.
Afortunadamente, la muerte del posmodernismo no será cíclica, como la de la novela. En estas dos décadas los teóricos se dedican a escribir sobre el impasse por el que atraviesa la teoría y proponen alternativas tan extravagantes como las que alguna vez propusieron sobre la muerte del autor y de la novela. Esta no deja de resucitar, sin la ayuda de los críticos. Los novelistas que se respetan no participan de las hegemonías prevalentes que quieren probar, con elegías anidadas en modismos románticos, la ausencia del autor, la muerte del sujeto, la incongruencia del lector o lectora, o vigilar ideológicamente las interpretaciones.