Este es el tema: un idioma ajeno. Sí. Hoy ya es mío, o casi. Pero hace diez años escribir en español todavía me causaba ráfagas de asombro. Todavía quería captar ese asombro en mi diario ficticio de entonces: un cortocircuito entre embeleso y extrañeza:
En el soplo del mar, en un vaso de leche tibia y, sobre todo, en unas viejas fotos que no pude botar, siento a veces un toque fugaz del idioma que se fue. Este mismo en que estoy escribiendo, ahora, y a la vez otro que dejó de existir como deja de existir un paisaje de colinas y bosques cuando el tren se adentra en él. Un idioma que era solo sonidos y misterio, antes del simple buenos días, antes —¡cuánto antes!— de Borges y Cortázar, ni caliente ni tibio ni vaso ni leche (solo mar tal vez, desayuno, playa, arena), cuando las palabras no significaban nada, olían a islas y pasiones de verano. Palabras cerradas aún como nueces que apenas comienzan a descascararse en: cuánto cuesta, sangría, noche, paella de mariscos, amor. Solas, recién salidas del huevo, torpes y desvalidas: palabras.
(“Palabras de Antes”. Para no perder el hilo. Caracas: Mondadori, 2009)
En efecto, mi primer contacto con el español fue en el verano que pasé con un novio de mi juventud en la isla de Ibiza. Ninguno de los dos lo hablaba: teníamos un diccionario de bolsillo y nos divertíamos aprendiendo algunas palabras. En esos tiempos yo estudiaba el primer año de arquitectura en Lausanne y mis interacciones cotidianas eran en francés, salvo cuando volvía para las vacaciones a mi casa en Tel Aviv donde hablaba hebreo. El polaco de mi infancia quedó relegado a los cuadernos del diario que aún mantenía en un terco apego al idioma materno, cada vez más pobre por falta de uso. Yo había sido una escritora precoz, una niña enamorada de las palabras y de la magia que se podía hacer con ellas —pero antes de que cumpliera los diez años mi familia emigró a Israel y el capítulo polaco quedó atrás junto con mis ilusiones literarias. A aquella estudiante en Ibiza la idea de que algún día publicaría cuentos y novelas en español le habría parecido más fantasiosa que la de un viaje espacial.
Pero la vida y sus viajes tienen muchos imprevistos. No sabía que en pocos años añadiría Portugal a mi lista de países al casarme con Fernando Da Costa Gomes (aunque él, exiliado del régimen fascista, aún tenía vedado el retorno); no conocía las restricciones de trabajo para extranjeros que nos reservaba Suiza después de graduados y tampoco podía prever que, en un momento oportuno, un amigo venezolano nos invitaría a su país. Fernando se fue primero; yo lo seguí cinco meses más tarde con un bebé en los brazos, ciento diez dólares en la cartera y una entusiasta confianza en el mundo que hoy no logro entender. El vuelo Lisboa-Caracas con una larga parada en Curazao duró más de doce horas, y casi me desmayé de cansancio esperando las maletas en Maiquetía. Así relato esa llegada en “Suponte”: otro fragmento de mi diario ficticio en Para no perder el hilo:
De pronto todos acuden para ayudarte, ojos negros, caras morenas, manos fuertes que te ponen de pie. Acarician la cabecita del pequeño. Te consiguen un carrito, dos, tres carritos, cargan tus maletas, sonríen y te hacen preguntas, pero solo puedes responder a las sonrisas porque no entiendes ni una palabra: aterrizaste en un idioma desconocido.
Escribir en un idioma ajeno. Sí. Pero ¿cuál era el mío propio? Había vivido mi infancia en polaco, mi adolescencia en hebreo, mi juventud en francés y mi vida adulta en español, sin olvidar el inglés que siempre es necesario. No es tan difícil aprender otros idiomas. Al inicio del nuevo siglo, tras veinticinco años en Venezuela mi español era más que suficiente para hablar, trabajar, criar a los hijos y desenvolverme en la vida diaria. Pero ¿escribir?
El lenguaje que permite escribir está en otro peldaño, allí donde alguna vez había estado el polaco de mi infancia. Conocer varios idiomas no ayuda, más bien dispersa. Hay que conocer uno, con el estómago, con los dientes, con la seguridad de quien ha crecido dentro de él y nadie le pregunta cómo lo ha aprendido.
No esperaba alcanzar alguna vez ese peldaño, tampoco sentía la necesidad de hacerlo. Yo leía muy poco: como toda madre que trabaja profesionalmente, estaba desbordada de tareas. Nuestra compañía de arquitectura, Kreska Proyectos Industriales, C.A., se había especializado en acero, aluminio, vidrio y membranas textiles, sobre todo en grandes cubiertas donde hace falta el diseño industrial de los componentes entre los cálculos del ingeniero y su fabricación por la industria metalúrgica. Trabajábamos con programas especializados, al principio acogidos con entusiasmo. Mi marido —un verdadero genio en ese campo— lo mantuvo siempre, pero el mío se extinguía a medida que el avance de la tecnología devoraba porciones cada vez más grandes de nuestro tiempo y recursos. Me sentía vacía y cansada. La edad no ayudó, supongo: había cruzado los cincuenta.
Dicen que todo ocurre a su debido tiempo. Y mi tiempo llegó cuando fui a matricular a mi hijo menor en la Universidad Católica Andrés Bello. Crucé el puente peatonal flanqueado de trinitarias en flor, miré el variopinto horizonte de los barrios Antímano y Mamera separado de las aulas por una laboriosa colmena de concreto, y sentí un deseo irresistible de volver a ese sitio, aunque fuera por unas horas, una tarde por semana. No alcanzaba para estudiar una materia, pero la UCAB también tenía talleres literarios. Uno de ellos estaba orientado a la realidad (hoy diríamos a la no-ficción). No me interesaba; yo estaba sufriendo de una sobredosis de realidad.
Al escuchar ese término, me mandaron con Eduardo Liendo.
Esa fue mi suerte. Mi primer taller de narrativa era conducido por uno de los grandes escritores venezolanos, algo que yo no sabía: mi vida había transcurrido alejada de la literatura. Lo encontré en un aula en medio de un enjambre de muchachos que tenían la edad de mi hijo menor.
¿Qué hace aquí, señora?, preguntó, un poco en nombre de todos.
En el siguiente encuentro le entregué mi primer texto. Eduardo Liendo lo leyó con evidente interés y sentenció:
Tu español es terrible, pero tú, chica, eres una escritora.
Era la primera versión de mi cuento Benjamín y la caminadora que ganó ese mismo año la mención en el entonces prestigioso concurso del diario El Nacional y terminó incluido en 2012 en la antología El cuento venezolano compilada por José Balza. Aquel texto estaba, en efecto, plagado de errores. No obstante, a partir de entonces despareció la señora junto con cualquier diferencia de edad y cultura en el grupo de seis o siete participantes que finalmente quedamos fijos en aquel maravilloso taller del que no perdí ninguna sesión en todo el año. Aquel día compré mi primera novela en español escogida al azar: Reo de nocturnidad, de Bryce Echenique. Y fue como una explosión: a los cincuenta años cumplidos volví a ser la lectora voraz de mi niñez y adolescencia. Comencé a escribir: un texto semanal para el taller. Muchos de esos relatos entraron en Cuentos con Agujeros, mi primer libro publicado en 2004 por Monte Ávila Editores, como premio del Concurso para Obras de Autores Inéditos.
Después de ese año en la UCAB me inscribí en otros talleres, cursé la maestría en Literatura Comparada en la UCV, gané otros concursos literarios y publiqué otros libros; y me desagrada que aún hoy me pregunten en las entrevistas cómo aprendí español. Me desagrada porque me devuelve a mi estatus de eterna extranjera y eterna principiante. Me desagrada que hablen de mí antes de profundizar en las historias que escribo, los temas y los personajes. Pero no hay nada que hacer: pasan años y siempre surge la misma pregunta, a la que suelo contestar que ya tenía veinticinco años en Venezuela cuando comencé a escribir. La verdadera respuesta es demasiado larga para las entrevistas. Sí, es verdad: tras veinticinco años de utilizar el idioma como se utiliza el tenedor y el cuchillo, por fin aprendí español. O sea: lo aprendí de verdad, subí ese peldaño que separa el lenguaje cotidiano de ese otro que permite escribir.
Ese otro español lo aprendí leyendo. Leía mucho, devoraba libros escritos o traducidos al español como para atrapar el tiempo perdido. Cuentos, crónicas y novelas, sin orden ni planificación alguna. Bryce Echenique, Kundera, Carlos Fuentes, Clarice Lispector, Ednodio Quintero o Borges, todo valía. Eduardo Liendo, Javier Marías, Muñoz Molina, Onetti. Antonieta Madrid, Rosa Montero, Uslar Pietri, Isabel Allende, Cortázar… Me confeccioné en Excel un diccionario personal con las palabras que encontraba en sus libros, incluyendo la forma de usarlas como (cito al azar): escudarse en, hacer acopio de, albergar dudas, ceñirse a, hacer amago de… Las expresiones que no conocía o no sabría usar. Palabras organizadas a mi manera, por grupos. palabras de sonidos. Ennegrecer, difuminar, fulgor, oscilación, relumbre: palabras de luz, brillo y temblor. Aclarar, advertir, mascullar, desglosar, exponer, enfatizar: palabras de expresarse en palabras. Palabras de duda y de certidumbre, de fuerza y debilidad. Palabras de hacer y deshacer: derruir, desahuciar, desgajar, desperdigar…
Todavía conservo las páginas amarillentas de ese diccionario al que hace tiempo no acudo porque lo he internalizado por completo. Hojearlo es evocar el estado de borrachera eufórica que me acompañaba en aquellos años iniciales. Algo de eso aún existe, en su forma melancólica y lejana, como el recuerdo del enamoramiento inicial persiste a veces en un matrimonio.
Porque encontrar un lenguaje que pudiera anidar en el alma como solo lo había hecho mi idioma materno —el polaco, hoy casi olvidado— solo puede compararse con un enamoramiento. Un enamoramiento tardío, desde luego, y de alguien que siempre estaba cerca y no te fijabas en él. Un enamoramiento que por suerte ha dado origen a una relación duradera. Y que me hizo parte, por fin, del país donde vivo: Venezuela.
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