Soy un escritor que busca evitar que otros lo escriban a él, comentó o escribió alguna vez Rodolfo Enrique Fogwill, cuyo tercer nombre era Samuel. Pasados los años, el tiempo transcurrido relaja sus cláusulas de olvido y el recuerdo resurge en la forma de instantáneas mentales que testimonian sobre la experiencia de una vida, de un encuentro, de una lectura que quedó en suspenso, esperando ser recuperada. Es la experiencia sensible, diría el mismo Fogwill, quien faculta y autoriza estas instantáneas para compartir.
1. La mesa de Santiago
Conocí a Fogwill en la mesa de un bar restaurante de la calle Rancagua, en Santiago, hacia fines del año 2004. Iba bien vestido, cosa rara en un moderno: chaqueta y pantalón oscuros, camisa blanca, zapatos marrones perfectamente lustrados. No recuerdo si fue Álvaro Matus o Pedro Pablo Guerrero, dos dedicados periodistas culturales de la prensa chilena, quien me cursó la invitación. Solían reunirse con él en ese restaurante desaliñado cada vez que Fogwill visitaba la ciudad por cuestiones de trabajo, algo no infrecuente en esa época, cuando fungía como asesor de marketing en una empresa donde confiaban a ojos cerrados en sus consejos como inventor de una publicidad de goma de mascar que se hizo célebre en Argentina. No había leído nada de él, entonces, y luego no dejé de leer todo o casi todo lo que había publicado y seguiría publicando hasta su muerte, seis años más tarde. Con su mostacho bien cuidado y el pelo revuelto, Fogwill dejaba que la mesa hablara, algo aún más raro en sus compatriotas escritores. Simpatizamos de inmediato: no soportaba el café recargado de leche que servían en el café Tavelli, respetaba y seguía con atención a Zurita, decía que la virtud de Aira era conocer todas las jugadas posibles de un texto y tomar el camino menos pensado: jaquemate para el que leyera. ¿Y vos?, me dijo: ¿sos sicobolche, no? No sé si lo adivinó o se lo contaron antes de llegar a la mesa, pero nos reímos. Yo traía para él Ultimos días de la historia, una novela breve ambientada en los años de Allende, y la tomó con cariño y se la guardó. Fumaba un cigarrillo tras otro, casi con desesperación, y fruncía un poco los labios al exhalar el humo por su boca bigotuda. Durante la cena compartió con Guerrero el entusiasmo por Bruce Chatwin, ponderó con distancia las frivolidades de los nuevos narradores de su país, y contó el modo azaroso en que había conocido a su mujer actual y los motivos que lo decidieron a casarse: ella nada sabía del escritor Rodolfo Enrique Fogwill, autor de Los pichiciegos y de Muchacha punk, provocador cultural, sociólogo de profesión, poeta por repulsión, narrador famoso por equivocación. Dijo que se había enamorado de inmediato de esa mujer que le confería un anonimato doméstico. Después habló de sus hijos, a los que adoraba, y de aventuras varias. Alojaba no muy lejos de allí, en el hotel NH de calle Condell, y al terminar la cena, ya en la calle, ofrecí llevarlo en el viejo Escarabajo blanco que yo tenía. ¿Dónde está?, preguntó, pensando seguramente que no valía la pena, considerando la escasa distancia al hotel. Se lo indiqué y Fogwill abrió esos ojos de huevo frito que exageraban sus facciones: ¡un descapotable!, dijo, encantado: ¡qué maravilla! Subimos y me contó la historia completa del auto con que Hitler pensaba ganar la guerra, hasta que la industria alemana prefirió perderla a cambio de ganar dinero, convirtiendo el Volkswagen en el vehículo mundial del pueblo llano. En el camino al hotel, en algún momento Fogwill se dio impulso y se puso de pie en el asiento, la cara al viento a través del techo abierto del Escarabajo. Miré de reojo: parecía un niño feliz. Cuando llegamos al hotel, me pidió que lo esperara unos minutos. Subió a su habitación y volvió con Runa, su última publicación, mezcla de reflexión poético-antropológica y golpe de dados. Esa noche comencé a leer a Fogwill. Y no paré.
2. Una visita a la oficina
Una tarde, meses después, cuando ya nos conocíamos y amistábamos citándonos en la librería Metales Pesados, Fogwill apareció en la oficina cultural donde yo trabajaba como director, empleado, bedel y en ocasiones también nochero (cuando se presentaban problemas en el barrio Bellavista y la policía llamaba exigiendo la presencia de alguien responsable para cortar la alarma). El caso es que Fogwill traía bajo el brazo un libro de Onetti, no recuerdo qué título exactamente pero sí estoy seguro de haber quedado estampillado por la sorpresa: era la primera vez que él leía a quien yo consideraba el maestro absoluto de la narrativa latinoamericana. Para Fogwill, en contraste, Onetti estaba resultando meramente interesante. No mucho más. Se sentó en la única silla disponible para las visitas, al frente de mi escritorio, y comenzó a fumar y comentar su lectura. Yo no estaba dispuesto a discutir las cualidades de Onetti, así que me dediqué a escucharlo. Supe entonces que Fogwill era un bien escaso en el oficio de las letras, tanto como la libertad de acción entre los escritores latinoamericanos: todos demasiado bien portados, disciplinados, correctísimos al poner los puntos y las comas donde correspondía. Fogwill no tenía agente por ese entonces, se había peleado con sus antiguos editores, y más le importaba nadar que ser traducido al chino. Si a la sazón la narrativa argentina estaba dividida entre ‘aireanos’ y ‘piglianos’, Fogwill venía a configurar un tercer espacio: el del imaginario rioplatense roto por todos sus costados. Era el escritor de la crisis terminal, y la propagaba con total libertad: prescindía de las normas de estilo para privilegiar en cambio la incoherencia, la paradoja, el movimiento suspendido, la burra en el abismo. Borges había dicho de él que era el escritor que más sabía de coches, como llaman a los automóviles en Argentina. Y sí, es verdad; tan escaso era su conocimiento del infinito que retrucó al maestro del Aleph con la prosa de Help a él, una inversión literal y sarcástica de los hallazgos borgeanos en clave mundana, extravagante y carnal. El texto había sido publicado en 1982 y sería republicado por Periférica en 2007, pero entonces Fogwill no podía adivinar el interés que adquirirían sus chanzas y despropósitos modernos. No le gustaba cargar con libros, y me pidió que lo acompañara al hotel antes de irnos a cenar. Dejamos la oficina de Bellavista y atravesamos el puente hacia la calle Condell donde estaba el NH. Una vez en el cuarto, Fogwill dejó el libro de Onetti a un lado y partió a la ducha. Cinco minutos después salía del baño envuelto en una nube de vapor, ahogándose a pecho descubierto. Tomó un cigarrillo del velador, lo encendió, y retomó aliento con la falta de aire que necesitaba para respirar.
3. De etiqueta ante Panero
Corría el año 2006 y mi oficina en Santiago era anfitriona de un encuentro de escritores y poetas donde Leopoldo María Panero figuraba como el invitado estelar. Este privilegio no se debía a una adoración cualquiera, sino al dificultoso hecho de tener que sacarlo de un hospital siquiátrico en Canarias, donde estaba internado hacía años, para hacerlo venir al extremo sur del mundo donde se celebraría a la poesía hispanoamericana. Fogwill era el invitado argentino. El día de la inauguración, en el salón de actos de la universidad que hacía de patrocinadora del encuentro, vi a Fogwill llegar vestido entero de blanco y abrirse camino entre los cientos de curiosos que cercaban a Panero e impedían con sus solicitudes de autógrafos que el acto comenzara. Como en una película antigua, Fogwill se imponía sobre la confusión, haciendo de novia que llegaba al altar toda vestida de blanco. Avanzó hasta donde estaba Panero, se plantó delante de él, tomó su mano, la besó, y enseguida se sentó a los pies del poeta chiflado en gesto de humildad y reconocimiento. Una chifladura sobre otra, pero que tenía la virtud de poner orden en el podio y permitir que se diera comienzo a la ceremonia de inauguración con las intervenciones del caso. Qué pensó Panero entonces, es difícil decirlo, si acaso sabía dónde estaba y los motivos por los cuales había sido llevado hasta allí, pero la presencia de Fogwill vestido de etiqueta y recogido a sus pies no pasaba inadvertida: el ‘loco lindo’ que era Fogwill dibujaba un círculo de tiza alrededor del ‘loco loco’ que era Panero. Tanto que el caos del salón se fue aquietando según pasaban los minutos, dominado ahora por la estampa casi griega de un Diógenes de ojos alucinados con su discípulo a los pies, esperando ambos que el tumulto se disipara para comenzar a hablar.
4. Un paseo por el periférico
En julio del 2008 viajé a Buenos Aires para presentar la novela Bosque quemado, que había sido premiada en España y tendría ahora su edición argentina. Fogwill sería el presentador en un bar de la zona norte, adonde llegaron viejos amigos argentinos y también algunos chilenos. No veía a Fogwill desde el año anterior, cuando nos habíamos despedido en Santiago, antes de yo emigrar a los Estados Unidos, y me hizo notar cierto desaliento. La energía no le alcanzaba para viajes largos en materia de escritura, y la agencia en Chile se estaba quedando sin dinero para mantener su contrato de asesoría. Pero no se iba a quejar. Luego de la presentación, donde él hizo de interrogador desconfiado y astuto observador de las trampas de mi novela, nos fuimos a cenar con un grupo reducido. Contó una historia inverosímil e incómoda que sin embargo hizo reír a todos, algo sobre los seres de raza negra que nunca estornudaban ni tomaban leche, y la conversación siguió por esos meandros difíciles de comprobar pero apoyados siempre en datos que parecían verídicos. Un poco como el realismo destellante de su escritura. Y luego salimos a la calle y él se ofreció llevarme al hotel. Caminamos hasta el estacionamiento y sólo entonces caí en la cuenta de lo que estaba ocurriendo. El escritor que más sabía de coches en Argentina vivía en uno de ellos; Fogwill había transformado el auto en su casa. Los asientos traseros habían sido volcados para aprovechar el máximo de espacio disponible, y el interior estaba repleto de libros y papeles que llegaban hasta el techo. Divisé dos maletas semi-abiertas desde las cuales sobresalían algunas ropas. Nos metimos al auto. Me explicó que estaba recién separado y vivía en estado de nomadismo hasta encontrar un lugar. Supongo que fue esa deriva en la conversación la que nos desvió hacia el periférico de Buenos Aires. Ninguno de los dos tenía prisa y Fogwill condujo el auto como un guía experto en la catástrofe social de la ciudad: la miseria al borde de la autopista, los ranchos levantados con tablas, los rostros amenazantes que surgían de la noche, descamisados a pesar del frío, y los perros vagos que me impresionaban porque pensaba que solo en Santiago podía encontrarlos en semejante cantidad. Estuvimos una hora dando vueltas, recorriendo el periférico de una ciudad que en realidad yo nunca había conocido, a pesar de haber vivido dos años cruciales allí. Fogwill manejaba y fumaba sin pausa, con la ventanilla abierta mientras desarrollaba una teoría propia sobre la crisis, las falsas soluciones, el embudo de la derrota. A ver si la próxima vez que vengas ya tengo casa nueva, comentó en un momento. Pero eso no iba a ser posible. Un moderno, si lo es de veras como lo era Fogwill, tiene en las calles su único lugar. Allí podía ir de blanco o mal vestido, con las ropas y las corbatas en el maletero; de todas formas no habría rol que calzara con su furiosa individualidad. Me dejó en la puerta del hotel y se perdió en la noche con su casa propia a cuestas, tal como un Diógenes en su tinaja.
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