Luisa Valenzuela ha sido reconocida como una escritora, criada entre escritores. Su madre, Luisa Mercedes Levinson, fue una autora destacada, asidua colaboradora del Suplemento Cultural del diario La Nación. Desde muy joven, tuvo el privilegio de frecuentar a Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Adolfo Bioy Casares. Para ella, la literatura se ha construido siempre como un puente que permite empoderar al espacio social y cultural, mediante el vínculo entre la escritura y la experiencia. En cada uno de sus escritos podemos ver conflictos de la violencia cotidiana en nuestras sociedades que, día a día, siguen aconteciendo. Su obra está poblada de historias dentro de historias, donde la escritura encuentra siempre un adjetivo que dibuja un cuerpo inerte, un sustantivo que define la realidad ausente, un verbo asociado con un recuerdo hecho pedazos.
Claudia Cavallin: En el Salón Literario de la FIL Guadalajara, usted mencionó que “en los libros nos esperan las utopías, los sueños concretados y los que vendrán, aquello que descubrimos que sabíamos aún sin saberlo, hasta las respuestas absolutamente individuales”. En este contexto: ¿cuál sería el pensamiento utópico más cercano a su obra?
Luisa Valenzuela: Tuve el honor de dar la conferencia de apertura de lo que vendría a ser la parte literaria de la FIL, y por lo tanto no me ocupé de mi propia obra, sino que hablé desde lo general, centrándome sobre todo en lo que fue el vasto pensamiento del gran Carlos Fuentes. A la conferencia le puse por título “Las letras, verdadero espacio de libertad” y quizá en esa frase radique mi mayor acercamiento a la utopía. Porque en general, si pienso en mis textos de ficción, más bien sospecho que se puede hablar de una distopía; y “sospecho” es la palabra exacta porque remite a un antiguo ensayo de Nathalie Sarraute: “La era de la sospecha”, que cuestiona todo lo pensado hasta el momento sobre la novela clásica.
C.C.: En nuestro mundo actual la literatura se ha acelerado radicalmente, cambio que ha implicado un redimensionamiento de sus relaciones con diversos espacios, desde las editoriales hasta las redes sociales. ¿Cree usted que en esa amplitud de escritura se mantienen los límites de género o de pertenencia a una identidad nacionalista?
L.V.: Los límites y las constricciones suelen ser estimulantes para la creatividad, y la escritura, sobre todo la de ficción, es un ente vivo y mutante. Así como las identidades. Yo no creo en lo nacionalista pero sí en lo nacional, que configura nuestro imaginario. La lengua que hablamos y el paisaje que habitamos, la gramática que manejamos (o más bien que nos maneja), tiñen nuestra captación del mundo. De hecho, siendo casi toda escritura un intento desesperado por derivar sentido de este sinsentido en el que estamos inmersas y llamamos realidad, la misión inconsciente de quienes trabajamos con la palabra es, justamente, forzar los límites en un desesperado y a la vez estimulante esfuerzo por alcanzar la esencia escurridiza del lenguaje. Desde nuestros muy diversos posicionamientos.
C.C.: ¿Cree usted que el retorno a la experiencia histórica transita en la literatura como las experiencias reales lo hicieron en la ciudad fragmentada de la memoria? ¿La literatura es una manera de “soñar” la realidad?
L.V.: ¡Qué bella y compleja pregunta! La respuesta directa sería “no lo sé” pero el tema merece reflexión. ¿Qué contestaría Carlos Fuentes?, me pregunto, para volver al tema inicial y porque Fuentes es quien más en nuestra América ha tratado en sus novelas la cuestión histórica y la urbana, y la memoria, y esa red de conjunciones que se arma a partir de dichos presupuestos. Pero basta con leer sus ensayos para obtener respuestas, tan ricas cuanto variadas. Ahora bien, me gusta mucho la idea de “soñar” la realidad. Me parece una buena revancha contra esta perra (con perdón de la noble especie canina) que llamamos realidad y que, bien podemos suponer, nos sueña a todes nosotres.
C.C.: ¿Cómo cree usted que se ejerce el poder del oprimido a través de la literatura, en nuestro contexto literario actual?
L.V.: Mucha literatura clásica se centra en el tema del oprimido y del opresor, pero cada época tiene sus protagonistas, y las lecturas que hacemos de los mismos. Y tiene sus sistemas de opresión, unos más perversos y disimulados que otros. A veces llevan el simple y hasta inocente (en apariencia) nombre de neoliberalismo. En estos tiempos de fake news y de lawfare y otras perversiones con apelativos gringos porque ellos las idearon en un principio, el poder del oprimido, suponiendo que exista tal cosa, debe radicar en la desconfianza, en la capacidad de llegar a las propias conclusiones. Pero claro, eso sería (volviendo a lo gringo) un catch-22 porque esa avispada persona dejaría automáticamente de ser un oprimido sin por eso pasar a la nefanda condición de represor.
C.C.: En sus libros hemos leído relatos donde se hace presente la multiplicidad de los nombres propios, o la ausencia de la identidad. Mencionando a Cambio de Armas, ¿cree usted que la memoria ausente en las víctimas de la violencia, que no se puede narrar detalladamente en los relatos, se reconstruye en la mente del lector? ¿Es el narrador un valioso testigo mutilado?
L.V.: Lo interesante de estas preguntas es que me llevan a reflexionar sobre propuestas teóricas que nunca me planteo en el momento de escribir. Mis cuentos y novelas han sido generalmente gatilladas por una simple frase inicial, o una imagen, sin premeditación o mapa alguno. Surgen, como diría Cortázar, de un largo desconcierto… Pero es verdad que el tema de los nombres ha sido crucial en todos los tiempos, aún antes de los antiguos egipcios que al morir debían pronunciar su nombre completo para poder atravesar las puertas del más allá. La última dictadura militar en la Argentina les devolvió a los nombres su status casi sagrado, cuando se intentó la desaparición forzada de personas junto con sus nombres y atributos, motivo por el cual los temas memoria y nombre propio están muy emparentados. Retomando la pregunta, pienso que todo texto es reconstruido y vive diversas vidas en la mente del lector/a. He ahí su encanto y también su amenaza. En cuanto al escritor/a como testigo mutilado, ¿quién atestigua por el testigo? Adorno de alguna manera planteó el imposible enigma, razón por la cual en este caso el epíteto mutilado cobra profunda significación.
C.C.: En Cola de lagartija representó la inaprensible figura de un dictador, desde la dictadura misma. En esta novela, el ministro de Bienestar Social y secretario personal de Perón, José López Rega, se inserta en una novela como un personaje de ficción que no oculta su parecido con el personaje real, desde las experiencias narradas en la ficción, y a través de la metaforización del terror y sus aberraciones. Le hago ahora una pregunta que siempre retorna a mi mente, en los confines de la penumbra y la maldad ¿se puede relatar el horror sin concederle su grandeza?
L.V.: Ése es el dilema. Se trata de una grandeza diabólica, pero grandeza al fin. De ahí mi conflicto personal en (o con) Cola de lagartija. Porque de entrada entendí que, si yo asumía la voz autoral, no iba a poder evitar juzgar y condenar al Brujo, el protagonista. Y juzgar no es la función de la literatura, y menos condenar. Por eso dejé que él hablara, con su verborragia, megalomanía y grandilocuencia, y lo planteé en tono de burla. Pero burla burlando el protagonista se vengó de la autora y empezó a cobrar vuelo propio, desmedido. Por eso intenté retomar las riendas del asunto, con el inevitable fracaso que consigno en la novela. En una segunda instancia, cuando escribí La máscara sarda, reencontré esa voz de López Rega, ya dándole su verdadero nombre y respondiendo a sus veleidades. Me sentí más cómoda, asumí de entrada un papel también protagónico apropiándome de la máscara de la Filonzana, uno de los tres personajes del carnaval de Mamoiada al que alude la historia. Pero ahora se me ha presentado un mayor desafío con un nuevo proyecto de novela que lo tiene al Brujo de personaje central, y aquí ya no cabe ni el humor negro ni lo esperpéntico, y no sé si seré capaz de afrontar esa grandeza atroz y devoradora del tema central, que es el mal.
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