Un día, uno de esos días cuando el peso del disimulo se me hacía insoportable estuve a punto de contarle todo a Sergio. Era una tarde lluviosa y nos encontrábamos solos tomando café en el mesón de la cocina.
—Quisiera decirte por qué estoy yendo al psicólogo cada semana —anuncie sin ambages.
El seguía chupando su cigarrillo como si no me oyese. Sólo cuando repetí mi petición me lanzó la mirada harto conocida de su niñez, insegura, sabia y vulnerable, mirada de quien trata de excavar su guarida en el mundo a cierta distancia de las realidades incómodas.
—O sea, ¿hay una razón específica?
—Tal vez.
—Por favor. No me la cuentes.
—¿Por qué? —pregunté perpleja. Todos ellos querían saber, estaba segura de eso, me espiaban, intercambiaban miradas elocuentes de preocupación por mi salud mental, me seguían con los ojos llenos de interrogaciones que el abochornado respeto de mi privacidad les impedía verbalizar. La reacción de mi primogénito me llenó de asombro.
—Yo no soy la persona indicada. Es más, mamá: no quiero saberlo.
—¿Por qué?
—Bueno. Ponlo así: sé que tú no eres solamente mi mamá. Eres un ser humano con líos existenciales, y eres Elena, y mujer, y una persona complejísima. Pero para mí, con mamá me basta y sobra. Es algo que no necesito ampliar.
En otras palabras: esa presencia indispensable e invisible con la que he crecido. Por favor, mamá.
EI lío existencial que Sergio no había querido conocer perdió su vigencia, pero no la verdad que, aunque desde siempre sabida, se me hizo palpable aquella tarde: los padres y los hijos compartimos el mismo espacio, el mismo mesón de la cocina, pero nunca el mismo tiempo, vivimos separados por un río invisible de tiempo que no se debe cruzar si se quiere mantener el sabio equilibrio de la vida. Con esa suerte de súbita clarividencia que alcanza cual filo de una linterna no las premoniciones del futuro sino hechos de nuestro pasado, recordé mi propio recelo de franquear la distancia que aislaba mi vida de la de mis padres, mi afán de cuidar las figuras que me forjé de ellos y preservarlas de los manchones de dejadez y locura: la locura y la dejadez eran cosas mías, ocasionalmente, pero la imagen de mis padres no me la iba a dañar a nadie, especialmente no ellos mismos.
Toda forma de vida es una resistencia al caos: eso me había enseñado papá desde que era chiquita y me mostraba amibas debajo del microscopio.
Recordé otro mesón, el de nuestra pequeña cocina en Tel Aviv. Mi padre cenando solo en el mesón de la cocina con camisa y corbata, en invierno y verano por igual, esgrimiendo su camisa y corbata y su biblioteca antigua atestada de libros contra los pechos velludos de nuestros conocidos, vecinos y otros padres de familia que andaban por sus hogares de fórmica en calzoncillos y cholas de goma, sus barrigas derramadas al aire afirmando el modo israelí de ser libre de los prejuicios del viejo mundo diaspórico. Al igual que mis hijos, mi marido y yo hoy en día, también entonces tomábamos nuestras comidas en la cocina, sujetos a horarios diferentes. Sólo los sábados nos reuníamos a veces en la sala para un almuerzo familiar, vestigio de otros, anteriores a la inmigración.
Aquel mesón de la cocina era también una suerte de liberación.
Porque antes de ese mesón, durante nuestra primera infancia en la Polonia natal, las comidas familiares eran una tortura de buenos modales que papá se empeñaba en inculcarnos, a mi hermanito y a mí. Le gustaba sacar a colación el ejemplo de un tal doctor Livingstone quien cada noche se cambiaba de ropa para cenar solo en su cabaña: era el primer explorador británico que había osado adentrarse en la vastedad inexplorada de la selva africana y lo habían dado por perdido o comido por los caníbales hasta que fue encontrado por un compatriota suyo llamado Stanley, quien tras meses de extenuante búsqueda penetró al fin en el precario recinto donde yacía, debilitado y enfermo, el único hombre blanco que podría hallarse en aquellos parajes. Stanley entró casi de puntillas, como disculpándose por su intrusión, se quitó su casco de explorador británico y enuncio educadamente, con una impecable pronunciación de Oxford: “Doctor Livingstone, I presume?” Aquel I presume —me permito suponer— disparaba el deleite de mi padre que tenía una debilidad pueril por los comportamientos impecables y dignos en cualquier ocasión y algo en esa flemática compostura anglosajona le fascinaba, tal vez por ser totalmente opuesta a su propia exuberante naturaleza. Solía afirmar que los buenos modales eran el baluarte del progreso y la primera frontera entre la barbarie y la civilización. No me daba cuenta entonces de que las conmovedoras pero adustas aristas de nuestra nueva patria le hacían sentirse a veces no muy diferente de un Livingstone extraviado en la jungla africana.
Toni, mi hermano menor, objetaba a refunfuñones la tiranía de los ritos de la mesa llevando la osadía israelí hasta afirmar que no veía ninguna necesidad de observarlos. Le encantaba discutir. Papá, quien poseía un sentido de humor afilado y siempre ganaba las escaramuzas verbales, ya fuese por nocaut o por puntos, pareció ponderar la cuestión con la cabeza ladeada y la mirada pensativa en la que bailaba apenas una chispa de ironía.
—Tal vez tengas razón —dijo— Tú no necesitas observarlos, tienes por padre a un científico bastante conocido. Mala suerte la mía que nací hijo de un conserje y no me quedaba más remedio que aprender a comer como es debido.
De niño mi hermano había recibido muchos regaños y sermones hasta que aprendió a llevar la cuchara a la boca sin inclinarse hacia el plato: aun puedo verlo en la mesa, tan pequeño, tieso como un palo en su intensa concentración para no derramar ni una gota de sopa. Sorber estaba prohibido, por supuesto. Yo misma sufrí la humillación de comer con los brazos amarrados flojamente con una cinta para erradicar mi mala costumbre de levantar los codos, y recuerdo la tortura de cortar en esa posición, con el movimiento elegantemente restringido a las muñecas, una porción de pollo asado siguiendo las instrucciones quirúrgicas de papá quien me indicaba con la punta de su tenedor las articulaciones precisas donde la anatomía del ave opondría una menor resistencia a mi cuchillo. Sin embargo, por más opresiva que fuese la buena educación, el arte de manipular correctamente el tenedor y el cuchillo y de dejarlos al terminar la comida juntitos y paralelos sobre el plato como las piernas de una señorita que sabe sentarse, se convirtió en parte natural de nuestro modo de ingerir alimentos, aun estando tan solos como Livingstone en la selva africana en el mesón de la cocina de Tel Aviv, con el plato en frente y no pocas veces un libro al lado. Al menos yo siempre leía, heredé de mi padre la avidez de la lectura y la costumbre de no perder nunca el tiempo cuando algo que hacía se podía hacer también leyendo.
Pero una noche papá cenó solo en el mesón de la cocina y me asombró constatar que no había leído su periódico habitual mientras comía; ni siquiera había encendido la luz. El principio de la oscuridad comenzaba a desleír el contorno de los objetos y el rostro de mi padre estaba frío y sudoroso cuando lo besé. Accioné el interruptor. Mi corazón se encogió al constatar que el periódico seguía a su lado intacto, sin señales de haber sido abierto.
Pero había algo peor, algo que no vi de inmediato porque aun teniendo la evidencia ante mis ojos no me era posible interpretar lo que veía. Se había comido todo, la pechuga de pavo y las patatas. Y, sin embargo, al lado de su plato, tal como los había dispuesto mi madre antes de salir, descansaban el cuchillo y el tenedor encima de la servilleta doblada.
Lo vi y no dije nada. Mi corazón latía con vergüenza ajena, con incomodidad, con el clamor de años de educación forzada gritando que no era cierto lo que estaba viendo, que no podía ser real. Toda forma de vida es una resistencia al caos: no lo había olvidado. Me apresuré a recoger el plato y los cubiertos intactos y enjabonarlo todo una y otra vez en el fregadero, como si el chorro de agua y la abundante espuma tuviesen la virtud de lavar lo que había visto, borrarlo para siempre no solamente de mi memoria sino del registro de las realidades, devolviéndole el estatus de lo que nunca había sucedido. De espaldas a él, lavando con aplicación el plato y los cubiertos, chachareaba rápidamente contándole algo sobre mis notas de matemáticas, sobre la última película que quería ir a ver con mi último novio y la última travesura de mi hermano.
Reprimiendo la pregunta, la pregunta, la única pregunta: ¿Qué pasó papá? ¿Estás bien? Porque él no estaba bien y, tal como Sergio hoy día, yo no quería saberlo. Me aterraba saberlo. Recuerdo que sentí un inmenso alivio cuando oí al fin la voz de papá avisándome que se iba al estudio porque estaba muy cansado. Su voz sonaba como siempre, algo cansada efectivamente. Al día siguiente todo parecía olvidado, el jabón y mis conjuros habían funcionado, pensé.
Pero no fue así. Nuestra vida, hasta entonces lisa y compacta a pesar de todo, no tardó en acusar las primeras fisuras que poco a poco se convirtieron en grietas profundas y resquebrajaron la cotidianidad.
Nunca supe qué fue lo que había ocasionado el derrumbe interno de mi padre aquella noche, qué vejación íntima en su carrera, qué zarpazo en su repertorio de esperanzas vitales. ¿Era también suya la posibilidad de locura secreta que se agazapa en el trasfondo de los días, también a él lo anegaba a veces? O tal vez, pienso, tal vez fue entonces cuando se enteró de que su corazón no tenía remedio, que sólo era cuestión de tiempo, de muy poco tiempo. O tal vez no: nunca lo sabré.
Luego pasó todo, y pasaron años. Crecimos. Volamos de la casa: mi hermano cerca y yo muy lejos; formamos nuestras propias familias, una vez yo, en Venezuela, y dos veces él, en Israel. Mi pequeño Sergio está a punto de iniciar la suya.
Realmente, pasaron muchos años. Perdí la cuenta, cuántos, perdí el hilo que los ligaba en un conjunto significante.
A veces, el hilo reaparece donde menos lo esperamos. Es un misterio cómo algunos tics, manías o gestos de los que nos precedieron perduran en el mundo por cuenta propia, y nunca serán los tics, gestos o manías realmente importantes, dignos de ser preservados en el templo de la memoria, sino los más anodinos, migajas irrelevantes de seres que habían sido muy complejos y tenido sus líos existenciales y sus maneras personales de lidiar con el caos. Se niegan a perecer. Se resisten oblicuamente a los procesos de desintegración propios de los verdaderos recuerdos.
Lo vislumbré aquel verano cuando Toni nos mandó a Batsheva, su hija adolescente del primer matrimonio (con la que no sabía lidiar) para que pasara las vacaciones con sus primos en Venezuela (sinónimo de jungla para él), ese gesto, tic o manía con la que un fantasma irrumpió inesperadamente en un sitio tan reacio a las sombras como puede serlo el expendio de pollo frito Arturo’s en un popular Centro Comercial de Caracas, donde te sirven el plato regular, especial y el combo en un ingenioso embalaje de polietileno, expandido sobre una bandeja de PCV y con muchas servilletas al lado. Yo me contenté con un refresco, pero Adán, Nina y hasta Sergio se abalanzaron enseguida sobre sus raciones hincando los dientes en los crujientes muslos y pechugas y chupándose la grasa de los dedos delante de Batsheva que los observaba con una asqueada impotencia. Nunca habría sospechado que la chica punk hiciese otra cosa que imitarlos, pero no fue así. Sacudió su copete azul, se levantó e, ignorando olímpicamente el burlón interés de otros comensales en su atuendo y tatuajes, se fue taconeando hasta la barra para pedir cubiertos.
Y luego, ante la mirada pasmada de sus primos devoradores y la mía, nublada por una húmeda fijeza, acomodó sus piezas de pollo frito sobre un plato desechable (que también había pedido) y se puso a comer con parsimonia, clavando el tenedor de plástico en cada bocado que separaba cómodamente con el cuchillo de plástico en la articulación correcta y lo llevaba a la boca sin inclinar la cabeza, la espalda recta, los codos bajos y los brazos paralelos al cuerpo, gestos que probablemente practicaba con la misma naturalidad hasta su última cena el doctor Livingstone en su cabaña en la jungla africana y que el abuelo de Batsheva, muerto mucho antes de nacer ella y no menos perdido en otro paisaje, conmovedor y adusto a su manera, nos había inculcado a golpe de regaños y sermones, a pesar de que mi hermano Toni (hoy también científico bastante conocido) pataleaba rebelándose como podía contra la tiranía de esos buenos modales que él no necesitaba para nada, claro, pero nuestro padre sí, porque era hijo de un conserje y los consideraba parte del progreso humano de la barbarie a la civilización.
El fantasma debió hacerse insistente en mis pupilas porque Batsheva se rebulló incómoda en la sillita de hierro y su zarcillo lingual tintineó con desafío contra los incisivos superiores.
—Qué te pasa Elena —dijo (llamarme “tía” no es opción para los niños criados en Israel) —No puedo comer cuando me miras así. ¡Uno diría que nunca habías visto un piercing!
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