Hubiera querido escribir un ensayo más objetivo sobre mi relación con los idiomas, y la relación entre mis idiomas, pero no soy lingüista y no sería capaz de precisar detalles del esfuerzo de “traducción” que ha representado para mí la adopción del español como mi idioma principal (comenzando cuando tenía ya treinta y seis años), así que lo que sigue es casi la historia de mi vida.
Nunca me ha parecido justo llamarme exiliada porque mis mudanzas de país han sido el resultado de decisiones libres de mi parte (si es que existe tal cosa; digamos que la libertad es relativa y no fui obligada a partir), excepto la emigración de mi familia de Inglaterra a Nueva Zelanda cuando tenía siete años. Probablemente fue la separación que más profundamente me afectó, y muchos años más tarde me encontré sacudida por un llanto hondo en un paraje de Gales porque de repente tuve la sensación de haber perdido el lugar en la tierra que me pertenecía. Quizás la impronta de la luz y de la naturaleza que se recibe en la primera infancia nunca puede ser sustituida. Pero al menos en la travesía entre Inglaterra y Nueva Zelanda el idioma no cambió, o cambiaba sólo en detalles superficiales. O el acento, el sonido de las voces, ¿no es superficial?
Estudié idiomas —francés y alemán— en la universidad, y me sirvieron para desenvolverme y para hacer amistades en los muchos viajes que hice por Europa, una especie de hippy antes de tiempo, después de graduarme. Pero el primer idioma que adopté como vehículo de vida y escritura fue el italiano, al conocer a un escultor venezolano que estudiaba en Florencia y decidir quedarme a vivir con él. Luego de casi diez años, con dos hijos, terminé la relación y al buscar un ambiente más relajado en el que ya tuviéramos contactos, decidí sin reparos emigrar a Venezuela. Decisión definitiva. Cuarenta y cinco años más tarde, jubilada de la Universidad de los Andes, sin los hijos que se han ido del país, inmersa en un ambiente ya nada relajado y menos con la crisis de la pandemia, sé que este es mi lugar y no puedo ni quiero buscar otro. Lo que supone también haber aceptado el español como idioma definitivo de mi vida y muerte.
Hablaba bien, me decían, el italiano, que ahora es idioma de familia para mí y mis hijos, con grandes lagunas y contaminado por formas y expresiones españolas. Cuando después de años de otras preocupaciones (de niña y mientras estudiaba me nacían poemas, por supuesto en inglés) empezaba a escribir de nuevo, lo hacía en italiano porque era el idioma de las personas que me rodeaban, con quienes quería compartir mi poesía. Algunos de esos poemas terminé traduciéndolos al español y publicándolos en mi primer libro, Celebraciones. Pero de allá en adelante el idioma de mis esfuerzos por expresarme fuera del inglés, el idioma donde empecé a articular ciertas experiencias vitales, fue el español.
Nunca he dejado de escribir también en inglés, y el inglés usualmente no ha estado lejos mientras escribía en español. Muchas veces cuando me nacía un poema, en una frase o una imagen en uno de los idiomas, le seguían palabras en el otro, las traducía recíprocamente y el poema iba creciendo en las dos versiones. Aunque una podía escaparse de la otra y apoderarse del poema y las dos versiones al final podían no ser iguales. Usualmente le daba más importancia al poema en español, cogía más fuerza. Podría decir que el inglés, por largas temporadas, fue el idioma sombra mientras el español era la luz.
Hablo de la poesía, porque los textos que escribía en una época para la columna Anima mundi de la página literaria de El Universal, y más aún las ponencias para congresos de la Asociación de Estudios de Asia y África, eran ejercicios intelectuales donde el manejo del idioma era otro aspecto de un esfuerzo de estructuración de ideas. Mientras escribo esta nota estoy trabajando en ese mismo nivel, complicado por la pérdida de fluidez característica de mi edad. Pérdida que noto también en inglés.
Celebraciones fue una especie de regalo del cielo del habla. Estaba muy lejos de “dominar” el español, pero estaba tomando posesión de él con la misma alegría que sentía por la renovación venezolana de mi vida, disfrutando sus formas y sonidos. El elemento más fuerte de mi nuevo apego fue Los Rastrojos, la finca que compré en un lugar remoto del páramo andino. Los espacios, las matas resistentes, las piedras, el río, sobre todo el río con sus cascadas, remansos y pozos entre rocas como calaveras, me regalaban días enteros de presencia sin interrogantes. Hablar con los vecinos campesinos, aprender los nombres de los seres que pueblan el ambiente, me iluminaba el idioma y me lo grababa.
Si me hubiera quedado quieta en Mérida, el español habría seguido arraigándose en mí y probablemente habría terminado por sentirlo mío a todo nivel, me habría sentido segura escribiéndolo y más nunca habría tenido que pedirle a algún amigo paciente que me revisara lo que escribía por posibles errores. Que con el tiempo de todos modos han sido pocos, pero lo cierto es que nunca me he sentido completamente segura. Menos segura —mucho menos segura— en la prosa que en la poesía.
La desviación fue mi decisión de pasar los dos años de una beca universitaria en la India, en el sur, donde me involucré en otras complicaciones lingüísticas y otros apegos emocionales. Volví a Venezuela con el deseo de compartir textos de la India y publiqué la primera de varias traducciones, Nombres de lo Innombrable (poemas metafísicos medievales), a la cual siguieron, a largos intervalos, traducciones de poetas “intocables” y otros, siempre con la acostumbrada inseguridad. Sólo en 2014, después de mi último viaje, con Flores de tierra dura, una selección de mujeres poetas del sur de la India, esas dudas cedieron. Quizás por mi identificación con las mujeres, en este último libro no tenía la sensación de hacer un ejercicio de composición en otro idioma sino de expresarme directamente según la intención y con la fuerza de ellas, y en español.
Durante los muchos años (después de Legado de sombras) en que publicaba poco o nada de poesía mía, no dejaba de explorar temas poéticos para mí de interés fundamental pero que no tenían que ver con el ambiente literario venezolano, en particular el ciclo de las temporadas de la diosa mediterránea y céltica y las emociones (rasas) según la antigua estética hindú. Escribía los poemas en inglés, pero siempre terminaba, para mi propia satisfacción o para alguna persona interesada, traduciéndolos también al español.
Esos eran los años en que hice también la mayoría de mis traducciones de poesía venezolana al inglés, en especial Perfiles de la noche, una compilación de mujeres poetas, y Poemas selectos de Rafael Cadenas, esta última con la gran suerte de tener la colaboración del autor, que me hizo examinar a fondo las resonancias de sus palabras para encontrarles equivalentes en inglés. Las soluciones podían parecer evidentes, pero la conciencia que exigían me enseñó mucho de los dos idiomas. Mi más reciente traducción, de la poesía de Igor Barreto en una antología que llamamos The Blind Plain, aprovechó las experiencias anteriores, que ciertamente enriquecieron mi manejo del español en mi propia poesía.
Los poemas sueltos más inmediatos que me nacían en esos años de lo que puedo llamar retiro, y los que desde cierto momento empezaron a llegar más fluidos (los del libro No es tarde para alabar), seguían saliendo de la doble fuente, española e inglesa. De hecho, mi siguiente libro, Planta baja del cerebro / Ground Floor of the Brain, se publicó bilingüe, cuando ya me estaba sintiendo cómoda en los dos idiomas.
No duró mucho el momento de facilidad. Empecé a experimentar esos olvidos de palabras que duran a veces segundos, pero a veces también días, que entorpecen los discursos, hablados o escritos. Me dicen que no es por la vejez, que todos en esta época de tensión sufren trancas de la memoria, y también es cierto, pero yo sé que es principalmente por la vejez.
Sin embargo, en medio de esa disminución tuve una última temporada creativa, con sus condiciones particulares. Cada vez que subía por unos días a Los Rastrojos, casi siempre sola, me llegaba una idea para un poema o serie de poemas, al punto que me podía decir “es hora de ir a buscar poemas”. No tenía que escribir el poema en el lugar, aunque a veces lo escribía o lo empezaba, pero volvía a la ciudad con mi poema por hacer. Y esos poemas nacían y crecían en español. Son los de mi último libro, en los dos sentidos de la palabra último, Marea tardía.
Así que finalmente puedo decir que escribo en español, quizás más bien en venezolano, puesto que las palabras que he hecho mías parecen estar legadas a esta tierra. En un nivel profundo de la mente, la tierra donde nacen las palabras, el español está sembrado, el suelo le es propicio y florece, da frutos. O para usar otra imagen, el español ya es una lengua materna.
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