El horror es la marca de fábrica de la literatura de Mariana Enríquez. No de toda, por supuesto, pero al menos de sus tres últimos libros. Se la lee como una escritora de género y tanto ella como su obra reciben distintos rótulos y clasificaciones. Quizás, como a toda artista verdaderamente original, a Mariana Enríquez se la trata de entender más por lo que hay de parecido en su literatura con la tradición literaria argentina y menos por la verdadera originalidad de su proyecto literario, el cual, con la publicación en febrero de este año de Nuestra parte de noche (Anagrama, 2020), recién comienza a develarse en toda su totalidad.
¿Cómo leer entonces la literatura de Mariana Enríquez?
Primero dando cuenta del campo minado que rodea su proyecto literario.
Dos ejemplos inevitables. Primero, la academia la lee, la analiza y la acepta desde su prisma político. Se trataría de una escritora feminista cuya literatura de horror bien podría leerse como una metáfora de los horrores de la dictadura argentina o como una literatura que no se resta a la denuncia incluso de las anomalías del modelo neoliberal. Es cierto que Enríquez escribe con la historia de su país a sus espaldas (¿y quién no?), pero esta lectura termina por ser reductiva, pues la tesis que propone es algo así como “la literatura de género es otra manera de decir lo que la literatura del realismo social viene diciendo desde siempre”. No quiero censurar esta lectura, solo señalar un hecho: la dimensión política de una obra literaria escrita en América Latina siempre es una ventaja para la recepción de obras que juegan en una cancha tan rayada como la literatura de género. Y más aún entre nosotros, la nuestra es una literatura que tiene un temor cervical a parecer frívola o ser acusada de comercial.
La otra lectura de la obra de Mariana está más cerca de la crítica periodística, la que lee considerando los premios, las carreras literarias, los éxitos de los libros; la cual aún cree, afortunadamente, que existen libros buenos y otros no tan buenos. El riesgo aquí me parece, es mayor, sin embargo —aunque no es exactamente el caso de Enríquez. El peligro es caer en el rótulo de “escritora de género” como si fuera una literatura limitada en sus temas (o definida por ellos), una forma lograda del entretenimiento o ambas cosas. ¿Dónde está Mariana Enríquez dentro de este puzzle dibujado con cierto ánimo generalizador?, tentativamente, entre estos dos extremos. Una pregunta que nos propone su obra es la siguiente: ¿se puede hacer una literatura de género que explore la problemática social y política de una sociedad dada y, al mismo tiempo, aceptar de antemano ciertas convenciones literarias que son también convenciones de mercado?
La respuesta no es fácil. La literatura latinoamericana no puede esquivar la realidad a riesgo de despolitizarse. Por otro lado, trabajar la realidad, implica narrar cierta dimensión de lo político, de lo nacional, de una cierta idea de un nosotros que comparte un espacio común.
La política sería como un campo minado para las literaturas de género.
La política también puede ser “la casa de Adela” de la literatura de género. Un ejemplo. En la novela de Enríquez, Nuestra parte de noche, el horror político presentado como trasfondo histórico (la dictadura militar argentina y los desaparecidos) “compite” a ratos con el horror sobrenatural de la Orden y la espeluznante amenaza de la Oscuridad. El riesgo es evidente, los horrores de la historia pueden terminar cancelando, a un proyecto literario como este, su dimensión metafísica. Ausente la política, por otro lado, nos enfrentarnos al horror desnudo en una realidad cotidiana igualmente desnuda. Esa fue la genialidad y la modernidad del género en manos de escritores como Stephen King, que el horror se acrecienta cuando la realidad en la cual emerge es cotidiana, incluso anodina, como si existiera un mundo aparte a punto de cortarnos en cuello al menor descuido. El tema es complejo, pero, al menos, vale la pena pensar la política como un problema para la imaginación dentro de las literaturas del tercer mundo, las cuales parecen condenadas irredimiblemente a lo social y a la construcción, por consiguiente, de un sujeto social.
Pero Mariana Enríquez ha sabido sortear estos problemas con notable inteligencia. Su narrativa tiene una dimensión política cuidadosamente controlada. La pregunta que me hacía antes me parece importante porque esta no es una literatura realista, sino de género —y cualquiera que éste sea— corre con desventaja. Le juegan en contra los prejuicios que de ellas se tienen y la buena acogida que recibe en el mercado editorial.
¿Los sospechosos de siempre?
Puede ser, pero no me parece que toda la obra de Mariana Enríquez sea de género, sino una literatura que ha ido hacia un género y que en ese tránsito el denominador común ha sido el horror. Esta idea no es mía, la sugirió Nayeli García en un artículo publicado en la Revista de la Universidad de México a comienzos de este año: “Da la impresión de que desde Bajar es lo peor (su primera novela, 1995) Mariana Enríquez estuvo ensayando formas de llegar a un libro que finalmente vemos hoy publicado. Nuestra parte de noche […] es una suerte de consagración.” Esta lectura me parece que da cuenta de un prolongado ejercicio de escritura, de búsquedas literarias y, por consiguiente, de resolver problemas y adquirir oficio. Las novelas no se escriben solas, las escribe quien aprendió a escribir un texto de ficción con los años, con los fracasos, con las ciento de páginas desechadas y vueltas a escribir. Por supuesto que no se trata de un ejercicio en el vacío, una cuestión puramente formal, esteticista. Al contrario, se trata de una búsqueda para darle forma a ese lenguaje con el cual las viejas obsesiones de siempre cobrarán una forma literaria. ¿No fue Flaubert quien afirmó que cuando escribía mal parecía que estuviera mintiendo?
La búsqueda de una forma es la búsqueda incesante y quizás cada libro publicado sea un triunfo, al menos parcial, de esa búsqueda.
En el caso de Mariana Enríquez todo parece indicar que Nuestra parte de noche es una novela que hizo desembocar el horror en la literatura gótica argentina. Lo interesante es que cuando Mariana llegó a ese género no había nadie allí, o sea, que llegó a poner la bandera quizás sin proponérselo siquiera, simplemente siendo fiel a sus propias obsesiones como escritora. No es raro este hecho. Sabemos que nuestra literatura padece de una obsesión incurable por el realismo y que los géneros de imaginación son escasos en todo el continente. Basta tomar cualquier antología de literatura fantástica latinoamericana para darse cuenta de inmediato de que ningún escritor o escritora es realmente un escritor de género. La literatura fantástica es una excepción a una penosa regla. Al menos hasta ahora.
¿Qué pasa entonces cuando una escritora inaugura un género que no existía y pone como primer ladrillo un libro-monstruo y, al mismo tiempo, monstruoso, de casi 700 páginas? Pues bien, lo funda. Así de simple y el caso de Enríquez es incluso paradójico, pues no se trata de una autora experimental, sino, al contrario, de una escritora convencional, cuidadosa de las formas, respetuosa de las convenciones. No es una literatura que impugna o deconstruye el género de horror, pues Enríquez sabe que no hay nada que derribar, pues la casa aún no se ha construido. La diferencia radica en la imaginación que posee Mariana Enríquez e incluso la valentía (en el sentido que usaba el término Roberto Bolaño) para arriesgarse en un género casi sin ninguna tradición en América Latina. Hay algo de vanguardista en el gesto de Mariana, pero sin arrestos adánicos o nihilistas de nuestras vanguardias históricas. En este sentido, después de sus dos libros de cuentos, me parece evidente que Nuestra parte de noche inaugura un nuevo género en América Latina. Afirmación que es también una apuesta y una provocación. No se trata de un antes o un después, ni de catalogar esta novela como un texto fundamental, todos, rótulos que huelen a consagraciones mortuorias. Se trata simplemente de que esta novela ahora está allí y antes no estaba. El que quiera seguir en esa apuesta deberá recoger esa posta a menos que alguien haya descubierto otra manera de construir la tradición literaria de un país cualquiera.
Es un hecho feliz, no pasa todos los días.
¿Tanto así?, podría cuestionar alguien con razón.
Imposible saberlo ahora. Lo prudente es esperar. Por lo pronto se puede constatar un hecho: Nuestra parte de noche es una novela de ambiciones totales y como tal contiene aciertos y fracasos. Pero las novelas totales no se evalúan por los detalles sino por lo mismo que las caracteriza, por su totalidad. En este sentido es una novela que tiene algo de Los detectives salvajes de Bolaño. Son novelas que apuestan a establecer algo por sí solas.
Y en este caso, ¿se trataría de una novela gótica?
Veamos. La afirmación de que Nuestra parte de noche es una novela gótica a secas es algo apresurada, pues no existe ninguna novela latinoamericana con la que se le pueda comparar. En rigor, el concepto de lo gótico se aplica rigurosamente a un tipo de novela del mismo nombre que tuvo su mayor popularidad alrededor del 1810 en Inglaterra y cuyo perfeccionamiento y sofisticación —como ha señalado Nick Groom en The Gothic (2012)— le tomó casi todo el siglo XIX. Enríquez trabaja el gótico, de eso no hay ninguna duda, pero no repite automáticamente una tradición, sino que traslada esos elementos a la realidad argentina con sus consiguientes particularidades locales. Creo que sería más acertado hablar de “el nuevo gótico argentino”. O algo similar. La aclaración no es ociosa, permite suponer que en esta novela hay variaciones, originalidad, desprendimiento de los textos que han servido como los modelos originales y, por, sobre todo, sirve para insertar lo que tiene más de único esta novela, su ser (si es posible formularlo de esta manera) argentino.
Las definiciones a veces sirven. ¿Y qué son los géneros sino definiciones literarias?
Quizás valdría la pena desarrollar el concepto de “gótico” un poco más en el contexto de lo que Groom denomina la “imaginación gótica” y que es, me parece, la fuerza creativa que cruza la novela de Enríquez. Un tipo de imaginación que es capaz de producir efectos de terror mediante la creación de lo sublime —en los términos que los entendió Edmund Burke en su famoso ensayo A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful (1757)—: la creencia de que de que las ideas acerca del dolor son más poderosas que las ideas acerca del placer y que el dolor más fuerte es el miedo a morir (toda la novela está cruzada por la inminente muerte de Juan Peterson y los peligros que, por lo mismo, corre su hijo Gaspar). O sea, lo sublime, según Burke, es la pasión más fuerte que puede ser asociada al terror. No solo eso, lo sublime puede agobiar y nublar la razón, y su mejor forma de comunicación con el lector es la oscuridad (elemento y tema central de la novela de Enríquez).
Para entender la novela gótica inglesa Groom propone “7 tipos de oscuridades”. Estas son (hago una sucinta enumeración): 1) meteorológicas (presencia de niebla, bruma, tormentas, oscuridad, sombras, etc.), 2) topográficas (bosques impenetrables, montañas inaccesibles, océanos sin límites), 3) arquitectónicas (torres, prisiones, castillos, tumbas, criptas, pasajes secretos, puertas cerradas), 4) materiales (máscaras, disfraces, velos), 5) textuales (rumores, folclore, manuscritos indescifrables, oscuros dialectos, historias dentro de historias), 6) espirituales (misterios religiosos, magia, ocultismo, satanismo, rituales), y 7) sicológicas (sueños, visiones, alucinaciones, locura, personalidades escindidas, presencias fantasmales, muerte, hechizos). No hay que ir muy lejos para ver cómo las casas (incluso la que zumba) y casonas de campo presentes en la novela de Enríquez, sumadas a la presencia de una Orden secreta, sangrientos rituales, médiums que se desgastan en su contacto con la Oscuridad, puertas que llevan a otras realidades, mitos de origen popular, calabozos, visiones; coinciden puntos por punto (unas veces más que otras) con la taxonomía propuesta por Groom. Esta coincidencia no puede ser sino feliz. Demuestra un hecho muy sencillo: por fin encontramos en América Latina a una escritora que conoce los elementos que componen el género en el cual trabaja (cosa que nunca aprendieron ni Bolaño ni Piglia en lo que se refiere a la novela policial). No es mucho pedir entonces que el conocimiento de lo anterior sea el “piso mínimo” para poder construir una novela “neogótica”. Y también para poder leerla con cierta competencia.
Solo a partir de allí se puede comenzar a hablar en serio, a entender su aporte y su originalidad, la cual no reside en esto que veo como un punto de partida (las convenciones del género) ni tampoco en la apuesta por una estructura no lineal (6 secciones contadas de manera alternada en el tiempo por distintos narradores). Hay allí un aporte innegable, pero no en términos de género sino en términos novelísticos, en la construcción de una ficción sólida y verosímil en sus convenciones. Su originalidad —quiero insistir en ello y también su valentía creativa— está en haberse atrevido a escribir en un género inexistente en la Argentina (al menos, en estado puro) y catalogado como poco serio (a pesar de contener en otros idiomas varias obras maestras de la literatura universal). Dicho de otro modo, aquí la puerta hacia una nueva literatura en español la ha abierto la extraña y arriesgada imaginación de Mariana Enríquez, una imaginación que parece comenzar a derrotar en América Latina a la realidad nuevamente.