I
El decir de la literatura puede ser anacrónico y profético a la vez.
Leo en “Rambla triste”, uno de los relatos del primer libro de cuentos de Mariana Enríquez, Los peligros de fumar en la cama (2009): “Era posible que la nariz tapada por el resfrío —siempre se pescaba algún virus en los aviones— le distorsionara el olfato”.
II
A Enríquez se la cataloga como la “princesa del terror” en una nota del diario argentino La Nación y, tres años después, en el mismo periódico, se la califica como “reina del realismo gótico”. A eso se suman las “poses” en varias fotos (sobre todo las más recientes) que casi sin darse cuenta, o tal vez dándose mucha, arman un personaje de escritora desde intervenciones en el ámbito cultural que van más allá de su propia ficción. Es cierto que el campo literario ha cambiado en las últimas décadas —en términos de circulación, ventas, premios, relevancia social y, por supuesto, en términos de lectura—, pero aceptemos también que, como diría Ricardo Piglia, los escritores que piensan su literatura en términos de “obra” intentan preparar de varias maneras el campo para la recepción de sus textos.
Como cuentista de buena cepa, también es indudable el interés obsesivo de Enríquez por la muerte, definitivamente comprobado en un libro de crónicas del que se habla poco (y del que ya se anuncia una reedición): Alguien camina sobre mi tumba. Mis viajes a cementerios (2013). La contratapa del volumen define a la autora como “catadora de cementerios”. Esta impronta ayuda a señalar, además, los otros géneros que Enríquez cultiva, como el periodismo y la biografía; es el caso de La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (2014). Que haya elegido para una biografía a la que fue sin dudas la mejor cuentista argentina del siglo XX es también significativo. Aunque en este ensayo breve comento principalmente los libros de cuentos, dejo en claro que es necesaria una lectura más amplia de sus textos, incluyendo tal vez los periodísticos. Las menciones que ha hecho de sus filiaciones con escritores que han transitado algunos de sus caminos —Poe, H.P. Lovecraft, Shirley Jackson, Quiroga, Cortázar y Stephen King— cierra ese circuito inicial que nos ayuda a entender dónde se inscribe Enríquez: combinación miedo/horror con gótico/fantástico y poligrafismo genérico. “Yo escribo porque leí a Stephen King”, dice en una entrevista.
III
A los narradores de Enríquez les gusta dar miedo.
Leo en “El patio del vecino”, de Las cosas que perdimos en el fuego (2016): “Era el chico del patio del vecino. Tenía marcas de la cadena en el tobillo, que en unas partes sangraba y en otras supuraba infección. Cuando escuchó su voz, el chico sonrió y ella vio sus dientes. Se los habían limado y tenían forma triangular, eran como puntas de flecha, como un serrucho. El chico se llevó la gata a la boca con un movimiento velocísimo y le clavó los serruchos en la panza”.
IV
Muchas de las reseñas y las lecturas de la obra de Enríquez han seguido la línea, válida e ineludible, que indico en la parte anterior de esta nota. Para un acercamiento que combina gótico, feminismo y necropolítica, los invito a leer el ensayo de Ana Gallego Cuiñas en este dossier para LALT.
Decía el crítico argentino Elvio Gandolfo en una introducción a una antología del “terror argentino” del 2002: “En la base del relato de horror o terror, hay una emoción tan básica como el sexo: el miedo, o el temor, llevado con frecuencia al paroxismo”. Seis décadas antes, Adolfo Bioy Casares iniciaba la ultracitada Antología de la literatura fantástica de 1940 diciendo: “Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras”. Estamos hablando de cosas no tan distintas, pero tampoco homologables: el miedo/horror/terror es una sensación que puede ser cultivada literariamente y se asocia con un género usualmente “popular” (de ahí, como con la ciencia ficción y el policial, las interminables recombinaciones y parodias). En cambio, la literatura fantástica —no confundir con el fantasy anglosajón ni con lo que Tzvetan Todorov llamaría “maravilloso” ni con el abusado y muy malentendido “realismo mágico”—, a pesar de que también posee ciertas codificaciones, es, como indicara Rosemary Jackson, un modo o, al decir de Rosalba Campra, un discurso, es decir, un uso del lenguaje literario, aunque la categoría de fantástico esté en constante evolución y discusión y ahora la academia haya comenzado a preferir el término “literatura de lo insólito” para hablar de manifestaciones recientes de las literaturas hispánicas ligadas a lo gótico, la ciencia ficción y lo fantástico.
De los críticos en lengua castellana, tal vez haya sido David Roas el que más ha impulsado la asociación miedo-fantástico a partir del efecto sobre el lector. En Teorías de lo fantástico (2001) hablaba de la “amenaza de lo fantástico” y del miedo como efecto fundamental de la transgresión que provoca esta literatura. En Tras los límites de lo real (2011), hacía más franca la apuesta y, siguiendo a Jean Delemeau, diferenciaba entre miedo y angustia, explicando que el miedo es una emoción precedida de sorpresa y con un objeto determinado mientras que la angustia es un sentimiento de incertidumbre que no tiene objeto definido. Roas enfatiza que lo fantástico se conecta con el “miedo metafísico” que, distinto de la aparición del miedo como amenaza física o de muerte, surge al comprender un extrañamiento sobre lo real que nos hace ver la realidad de otro modo. Estos juicios se ajustan bien con trabajos como los de Terry Heller en The Delights of Terror (1987) y Leo Brady en Haunted. On Ghosts, Witches, Vampires, Zombies, and other Monsters of the Natural and Supernatural Worlds (2016). Heller, como Roas, enfatiza en el relato de horror, la función del lector y distingue entre el terror —el miedo de que algo le pase a uno— y el horror —la emoción que uno siente al anticipar un daño sobre otros. Para Heller lo fantástico, como término que abarca ambas variantes, residiría en la ambigüedad con la que se presentan los acontecimientos del relato. Mientras tanto, Brady comenta que en nuestra época la cultura colectiva del miedo es intensificada por la red de comunicaciones que es manipulada por políticos y medios masivos. Aboga entonces por “una historia cultural de la formación de emociones”.
Hay, más que un movimiento, una especie de magma difuso en que varias narradoras latinoamericanas nacidas en los años setenta y ochenta —las argentinas Enríquez y Samanta Schweblin, la ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe, la boliviana Liliana Colanzi, entre otras—problematizan la realidad desde un pacto no mimético de categorías de representación que fluctúan constantemente haciendo uso de múltiples recursos, estrategias y géneros. ¿Qué tienen en común? Intersectan terror/horror/miedo, fantástico y femenino.
V
Enríquez aprendió lo mejor de Cortázar, sin dudas. En “La casa de Adela”, de Los peligros de fumar en la cama, se lee:
—La casa nos cuenta historias. ¿Vos no la escuchás?
—Pobre —dijo Pablo—. No escucha la voz de la casa.
—No importa —dijo Adela—. Nosotros te contamos.
“Casa tomada”, part deux. A ver: no hay nada nuevo en los temas de la ficción de Enríquez. Lo distinto está en el lenguaje que usan sus protagonistas, casi siempre juvenil o popular, nunca “elevado” y en la voz de sus narradoras, casi siempre mujeres, muchas adolescentes. Pero los temas —relacionados a lo gótico, al terror, al misterio— recurren al archivo de lo fantástico que viene del siglo XIX: fantasmas, necrofilia, aparecidos, ambientes “embrujados”, personajes “anormales”. En “El mirador”, de Los peligros de fumar en la cama, vemos una frase que nos da un claro ejemplo: “Y más raro aún era lo que contaba la gente, los huéspedes, el propio dueño. La historia del obrero que murió en la construcción y fue emparedado, como si el hotel tuviera pretensiones de catedral gótica”.
Decíamos que Enríquez aprendió de Cortázar —y de otros escritores; agregaría a Silvina Ocampo— ese pasaje de lo cotidiano a lo monstruoso sin el filtro obsecuente de ciertos tipos de fantástico. ¿Cuál sería la “marca” Enríquez entonces? En primer lugar, lograr esa transición con un estilo que se construye mediante frases-dardos. Así, del primer libro, “la angelita [que] no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco”, en “El desentierro de la angelita”; o la curandera de “El aljibe” que le dice a la protagonista: “—Nena, no hay nada que hacerle. Cuando te trajeron acá ya estaba listo”. Y, del segundo libro, la mujer que “se reía y la luz dejaba ver que le sangraban las encías”, en “El chico sucio”; o la amistad entre tres niños explicada así: “nos hicimos amigos de ella, mi hermano y yo, porque Adela tenía un solo brazo”, en “La casa de Adela”.
En segundo lugar, en Enríquez los personajes son jóvenes y ambulantes (casi no hay viejos en sus cuentos) y están siempre al límite —al “mango” dirían en Argentina. En Los peligros de fumar en la cama aparece una joven narradora con un fantasma perdido a cuestas; una trampa tendida por celos en torno a un muchacho; un barrio maldito por un carro que deja un viejo vagabundo; una relación entre dos hermanas y una maldición familiar; Barcelona como lugar habitado por jóvenes perdidos y niños fantasmas; groupies de una estrella de rock dark que forman un culto; habitantes de chats que se encuentran y buscan lo bizarro; un periodista y una burócrata testigos del regreso de chicos desaparecidos; una solitaria que experimenta fumando en la cama; y cinco chicas que se reúnen a jugar a la ouija y comienzan a hablar con desaparecidos por la dictadura militar argentina de los años setenta. En Las cosas que perdimos en el fuego, surgen drogadictos y pobres en el barrio marginal de Constitución; jóvenes que crecen entre drogas, alcohol y rock en la Argentina menemista de los 90; protagonistas “embrujados” por casas, hosterías y patios; el fantasma de un asesino famoso —el Petiso Orejudo—; un triángulo poco amoroso dibujado sobre el “gótico mesopotámico”, como llama la autora a esa área geográfica de la Argentina colindante con Paraguay, Brasil y Uruguay; una escuela habitada por un “chino enano” y una mujer obsesionada por una calavera; un novio consumido en un departamento, habitante de la deep web; y mujeres ardientes pululantes en toda la Argentina. Los lectores pueden elegir por dónde entrar al mundo Enríquez.
En tercer lugar, ciertas obsesiones pululan de una historia a otra: las leyendas urbanas y los cultos populares y crípticos —San La Muerte es una obsesión que reaparece en larga novela Nuestra parte de noche (2019); el consumo de alcohol y drogas, ya que casi todos sus personajes estuvieron o están empastillados o fumados (obvio artificio para subrayar lo normal de esa “anormalidad”); el registro de una época en la que prima lo audiovisual —chats, videos, celulares, la web—; y el ahondamiento en los sectores invisibles al discurso oficial —no importa el gobierno de turno— que une la marginalidad de los personajes con la marginalidad de un contexto social siempre a punto de estallar. Y, claro, la guerra de géneros, asunto en el que habrá que profundizar en otra ocasión y a la cual me refiero hacia el final de esta nota.
VI
Enríquez siempre pone el cuerpo: deformado, mutilado, sexual, etc. Leo en “Bajo el agua negra”, de Las cosas que perdimos en el fuego: “Era una procesión. Una fila de gente que tocaba los tambores murgueros, con sus redoblantes tan ruidosos, encabezada por los chicos deformes con sus brazos delgados y los dedos de molusco, seguida por las mujeres, la mayoría gordas, con el cuerpo desfigurado de los alimentados casi únicamente a base de carbohidratos”.
VII
Quizá los escritores que frecuentan el horror le tienen miedo a algo y en su escritura buscan enfrentarse a él ¿A qué le tendría miedo Enríquez? Respuesta posible: a la desaparición del cuerpo, núcleo condensador de sus preocupaciones formales y temáticas.
La matriz de la desaparición nutre casi todos los cuentos de Enríquez. ¿Qué es la muerte sino un cuerpo desaparecido, ausente? Sería muy interesante hacer una cartografía de lo que pasa con cada cuerpo en los veinticuatro cuentos. A veces, la conexión con el lastre material y simbólico que dejó el Proceso de Reorganización Nacional es clara: el ya citado juego de la ouija que convoca espíritus en “Cuando hablábamos con los muertos”, en Los peligros de fumar en la cama, o los hombres que vienen a buscar a los “desaparecidos”, reencarnados en Florencia y Rocío, en “La hostería”, de Las cosas que perdimos en el fuego. Otras veces el enlace es más tenue, más social que político, como invitando a los lectores a establecer las relaciones: así, el caso de investigación de “Chicos que faltan” (relato que, hay que notarlo, le debe mucho a un cuento de Bradbury) del primer libro, o el Riachuelo que oculta un ejército de zombies en el jugueteo con el policial de “Bajo el agua negra”, del segundo volumen.
Pero la matriz de la desaparición no solamente funciona como núcleo temático del libro, sino que también se articula como un principio compositivo. En estos cuentos de atmósferas opresivas, personajes inquietantes y situaciones límite, Enríquez no trabaja suprimiendo zonas del relato, a la manera de un fantástico más ortodoxo, sino más bien superpoblando las historias de detalles que no alcanzan para explicar el misterio; es ahí donde Enríquez “usa” géneros como el policial o el horror, pero apela al “miedo metafísico” del que hablaba Roas, y ese es “su” fantástico. Por eso, el cuerpo de una escritura que provea sentido, en términos de cierre, también desaparece de algún modo. Como ejemplo, “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo”, relato con intertexto de caso policial real y único cuento de Las cosas que perdimos en el fuego narrado desde la perspectiva masculina, termina con la imagen de su protagonista “con un clavo entre los dedos” y la tensión no se resuelve ni disuelve.
VIII
Enríquez y la guerra de los géneros. ¿Táctica, estrategia, estado de las cosas?
Veo y leo la última imagen de las “locas argentinas” de Enríquez que pululan en “Las cosas que perdimos en el fuego”, del libro homónimo: “La infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah, cuándo se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego”.
IX
El relato que cierra y da título al libro —que debería leerse en contrapunto al relato “Mujeres desesperadas” de Schweblin— propone la autoinmolación femenina como una especie de antídoto ante la violencia de género y en su estructura de fábula moral perpetúa la acción principal, el convertirse en esa flor de fuego hacia un “mundo ideal de hombres y monstruas”. Los personajes masculinos son depresivos, inútiles, estúpidos; los femeninos, inteligentes, crueles, maquiavélicos, casi siempre están confundidos. Pocos momentos de complicidad hay, tal vez en “Ni cumpleaños ni bautismos” o “Chicos que faltan”, hasta en “Carne”, aunque sus fans terminen devorando a su ídolo. Pero la figura del personaje hombre que viene y hace daño se repite una y otra vez. Y, si es como dice Marcela —“Yo no me lastimo. Él me lastima. Cuando duermo”— en “Ni cumpleaños ni bautismos”, entonces al hombre hay que hacerlo desaparecer, como en “Tela de araña”, el mejor cuento de Las cosas que perdimos en el fuego (y el menos horroroso). Estamos en un momento de inflexión en la “historia cultural de la formación de emociones”, como decía Brady.
X
Las conexiones profundas entre la literatura fantástica y la literatura de mujeres y una posible retórica del miedo están por hacerse. Hacen falta estudios que, ampliando la muestra y proponiendo hipótesis, comprueben o desestimen la especificidad de una narrativa fantástica, gótica, de horror o insólita femenina/¿feminista? Enríquez insiste en relaciones interpersonales turbias y trabaja un efectismo efectivo en la violencia en las imágenes (véase “Dónde estás corazón”; “Carne”, del primer libro, y “El chico sucio” y “Bajo el agua negra” en el segundo). Los vértices de la naturalidad del horror, la desaparición, la descolocación y la sexualidad tabú o transgresora demuestran que lo fantástico es la opción de escritura más válida para lo que propone. Para Enríquez, bajar es lo peor, sí, pero hay que hacerlo. No se trata de un fantástico libresco, ni intelectual, ni de ambigüedad (no es “pasó o no pasó”, sino “¿qué pasó?). Esta opción se asociaría, en mi modo de ver, por un lado, a los “motivos tradicionales de los imaginarios colectivos vinculados a la experiencia de lo sobrenatural” de los que habla Pampa Olga Arán en El fantástico literario. Aportes teóricos (1999) y, por otro, al discurso del psicoanálisis, relacionado el “lado oculto” de la psique humana. Inspeccionan la noción freudiana de lo ominoso: aquello que es, al mismo tiempo, reconocible e inesperado, visible y oculto. Lo individual y lo colectivo se unen, así, y emergen los horrores de nuestras realidades.
La función de la literatura fantástica de estos tiempos —año 1 de la pandemia, año 1 de ese virus que alguien se pescó en un avión— tal vez sea interrogar “lo natural” en mundos donde nada o todo parece serlo.