Mi carrera como traductora comenzó el 28 de febrero de 1970 en Nueva York, en el Bronx, para ser exacta. Puedo dar la fecha con tanta precisión porque ese fue el día en que llegué a Estados Unidos y aterricé en el Aeropuerto Internacional Kennedy, donde me recibieron parientes a los que nunca había visto que me llevaron al Bronx. Mi madre y mi padre fueron mis primeros clientes. Me pedían constantemente que les tradujera. De Nueva York a Los Ángeles y de Los Ángeles a Chicago, donde finalmente nos afincamos nueve meses después, cada vez que íbamos de compras, cada vez que necesitábamos indicaciones para llegar a alguna parte en autobús, cada vez que sonaba el teléfono en casa, yo tenía que traducir, frase tras frase, del inglés al griego y del griego al inglés. No importaba que apenas pudiera pronunciar ese idioma nuevo ni mucho menos entender a los “americanos” que hablaban rápido, a menudo mascullando entre dientes, tragándose a veces las palabras. Según mi padre, yo había estudiado inglés durante diez años en Argentina antes de llegar a Estados Unidos, de modo que tenía que estar en condiciones de hablarlo con fluidez, entenderlo a la perfección y servir de algo por una vez en la vida. Desde ese primer día, tuve que traducir para amigos, parientes y desconocidos; para jefes y profesores y alumnos, sobre todo del inglés al español y del español al inglés, y a veces entre el inglés y el griego.
Nací en Buenos Aires. Me crié en una casa en la que oía cuatro idiomas distintos todos los días; estaba acostumbrada a vivir en una especie de Torre de Babel. En casa, hablábamos griego entre nosotros pero casi siempre español con los demás. Mis padres y yo vivíamos sobre una casa grande en la que vivía una pareja armenia desde los años 1920. La pareja hablaba armenio, turco y español. Mi padre hablaba armenio, turco, griego y finalmente aprendió el español también. Mi madre hablaba griego y acabó por aprender el turco y el español. De niña, yo podía comunicarme en los cuatro, pero cuando llegué a la adolescencia olvidé gran parte de mi armenio y mi turco. Todavía entiendo algo, sobre todo después de pasar un período extenso en un entorno donde se habla uno de esos idiomas constantemente. Eso ocurrió brevemente durante nuestra estadía en Los Ángeles, donde vivimos con una familia armenia que también había emigrado de Argentina. En el verano de 1970 fui a una escuela secundaria armenia, donde recuperé mi fluidez e intenté también aprender a leer y escribir el idioma. Desde entonces, lo he olvidado casi por completo. A mis ojos de niña, la vida diaria de nuestro hogar parecía natural. Obviamente, nunca era necesario traducir en ese entonces: todos se entendían entre sí porque siempre había por lo menos un idioma en común. En los últimos años leí numerosos relatos y estudios sobre hijos de inmigrantes que se ven obligados a crecer rápido y hacer de intérpretes para sus padres, y muchas veces deben tomar decisiones que normalmente recaerían en los adultos con solo ocho, nueve o diez años de edad. Y si bien yo ya tenía 19 años cuando me tocó esa tarea, me avergonzaba o me frustraba ante la menor dificultad cuando hablaba y traducía para mis padres. Me pregunto si mis sentimientos encontrados acerca de la traducción vienen de esa época de mi vida, cuando no tuve más alternativa que traducir, que ser una Malinche moderna, obligada a ser la traductora de Hernán Cortés cuando invadió México.
Las palabras de Gilles Deleuze y Felix Guattari resuenan en mí:
¿Cuánta gente vive hoy en una lengua que no es la suya? ¿O ya, o aún, no saben siquiera la suya y apenas saben la lengua importante a la que se ven obligados a servir? Ese es el problema de los inmigrantes, sobre todo el de sus hijos; el problema de las minorías, el problema de la literatura menor, pero también es un problema para todos nosotros: ¿cómo arrancar una literatura menor de su propia lengua para que cuestione a la lengua y siga una austera senda revolucionaria? ¿Cómo volverse nómada e inmigrante y gitano en relación con la propia lengua?
“Nómada”, “inmigrante”, “gitano”; palabras que tantas veces usé para definirme, en el título de poemas y de ensayos, en los casilleros de tantos formularios de oficinas públicas. Las preguntas de Deleuze y Guattari me retrotraen al comienzo de mi meditación. Mis padres se vieron obligados a abandonar su propia lengua, la lengua con la que crecieron —el griego— y vivir en otra, en una lengua extranjera. En Argentina, como inmigrantes llegados después de la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que aprender un nuevo idioma —el español— para sobrevivir. Veintiún años después, ya adultos maduros, vinieron a Estados Unidos. Una vez más, tuvieron que dejar una lengua con la que por fin habían logrado sentirse en su casa para aprender una más: el inglés. Pero nunca lo aprendieron del todo, de modo que mi función de vocera, de traductora, se volvió crucial. Cuanto más necesaria se hacía mi tarea traductora para nuestra supervivencia cotidiana, más la odiaba yo. Detestaba la energía mental que se me exigía cada vez que debíamos vérnoslas con empleados de tiendas, recepcionistas de consultorios médicos, conductores de autobús. Luego de hacer mis “trabajos forzosos” en dos y a veces tres idiomas simultáneamente, volvía a casa exhausta, deseando que mis padres aprendieran inglés de una vez por todas, deseando que nos hubiéramos quedado en Argentina.
Lawrence Venuti emplea el término “extranjero” para referirse a un texto original, obviamente desde el punto de vista del inglés como la “norma”, el “original”. De inmediato garabateo en el margen de mi libro: ¿Texto extranjero? ¿Cuál lo es para mí? Nací en medio de un hogar traducido. No había jerarquía, que yo recuerde, entre los cuatro idiomas que circulaban entre nuestras paredes. Sin duda, fuera de ellas se privilegiaba al español, por motivos “prácticos”. Pero dentro, intercambiábamos palabras en un sentido y en otro, haciendo de la comodidad o la facilidad nuestro único requisito para elegir. Desde esa época, sin embargo, cobré consciencia del poder de la lengua para crear y articular la otredad. La lengua que elijo hablar, en la que elijo escribir o de la que y a la que elijo traducir, me define. Como mujer del Tercer Mundo, debo examinar mis decisiones con atención, sopesar cuidadosamente sus consecuencias. En general, cuando debo decidir si traduzco mi propia poesía o le pido a otra persona que lo haga, me niego a hacerlo yo. Empecé a escribir poesía en Buenos Aires, en español. Ahora escribo poesía sobre todo en inglés, desde hace unos veinticinco años. Poco después de haber llegado a Estados Unidos, entendí que tenía que escribir en el idioma de la mayoría si pretendía que me leyeran y me publicaran en este país. Sin embargo, parte de mi obra aún “sale” en español, y con esas piezas, y con trabajos más antiguos, debo decidir si traducir o no. El impulso de escribir es monolingüe: compongo o bien en inglés o bien en español. El impulso de traducir, en cambio, no es ningún impulso sino una decisión impuesta, una necesidad práctica que requiere una solución práctica. De modo que el dilema prosigue: ¿debería hacerlo o no? Mi respuesta refleja que si voy a traducir mi propio poema, para eso ya escribo otro. Y puesto que cada lengua es peculiar, puesto que cada lengua funciona de maneras muy distintas y con propósitos bien diferentes, surge una pregunta más: como autora original de la traducción, ¿estoy escribiendo o estoy traduciendo? Por motivos “prácticos”, debí traducir los poemas en español que incluí en mi tesis doctoral. Los miembros del jurado, excepto uno de ellos, no hablaban ni leían español. Por motivos “prácticos” traduzco los poemas en español cuando leo para un público de habla inglesa. Pero las palabras me tropiezan en la lengua y rasgan la superficie del papel. Gracias a que traduje mi propio trabajo, llegué a personas que de lo contrario no habrían conocido mis pensamientos ni mis ideas, no habrían vislumbrado mis imágenes ni mis metáforas, se habrían perdido toda mi obra. Así, me digo que por lo menos tal vez puedan entender quién soy, en qué creo, pero —sigo preguntándome— ¿a qué precio?
El mejor ejemplo de esa necesidad de ser muy leído y apreciado es la decisión que tomó el gran poeta indio Rabindranath Tagore al traducir su propia obra. Él creía que su poesía bengalí era demasiado diferente para que el público británico la tolerara, de modo que la “simplificó y edulcoró”, lo que generó un aura de misticismo en torno a su obra “que él no se preocupó por disipar” y que le valió el premio Nobel de literatura en 1913. Paradójicamente, sin embargo, “sus propios esfuerzos [por autotraducirse] siguen siendo el impedimento principal para disfrutar y apreciar al más grande poeta indio moderno para quienes no tienen más opción que leerlo en inglés”. (Simon 150) Tagore mismo lo resumió mejor que nadie cuando le confesó a Edward Thompson, especialista en su obra, “que se había dedicado profesionalmente a ‘falsificar [sus] propias monedas’”. Como escritor y traductor, Tagore se vio atrapado entre dos mundos muy distintos, con “dos sistemas normativos contradictorios”. ¿Pagó un precio por esa dicotomía? En efecto, lo que hizo fue orientalizarse, convertirse en representante de ese otro exótico tan atractivo para Occidente, sobre todo en aquellos años. Contribuyó a lo que Gayatri Spivak llamó el “orientalismo perverso” que rige las relaciones culturales con el Tercer Mundo. (Simon 151)
De hecho, Spivak es una de las pocas teóricas culturales que habla de traducciones desde un punto de vista práctico además del teórico. Me complace leer que ella también cree que “[l]a traducción es una necesidad material” porque es crucial hacer que los textos de escritores árabes o vietnamitas, por ejemplo, sean accesibles para lectores de habla inglesa (Simon 145). Sin embargo, Simon se pregunta: “¿la traducción es una forma de hospitalidad o más bien una expresión de la ley del más fuerte?”. En esa inquietud resuena “la preocupación de Spivak por las consecuencias de un movimiento generalizado de traducción de literatura del Tercer Mundo al inglés”. Simon analiza la posibilidad de que la traducción pueda crear un “universo literario asimilacionista montado en una única lengua” y cuestiona los “efectos prácticos e ideológicos de la transferencia a gran escala de obras al inglés” (Simon 145). Los temores de Spivak y Simon llegan al corazón de mi dilema, a la paradoja de mi posición frente a las traducciones.
Durante más de una década me gané la vida como traductora profesional. Desde especificaciones técnicas e instrucciones médicas hasta poemas y cuentos cortos, para grandes multinacionales y pequeñas publicaciones literarias autosolventadas, yo leía y traducía. Pero nada me ponía tan incómoda como trabajar para una agencia de traducción. Los clientes de la empresa —abogados, para ser exacta— me contrataban por medio de la agencia para que interpretara oralmente del español al inglés y del inglés al español durante la declaración de esposas golpeadas o en audiencias sobre beneficios de asistencia social o seguro de desempleo. Además de esas declaraciones, me enviaron varias veces a traducir para una agencia de detección de mentiras que se llamaba, irónicamente sin duda, Psychological Services, Inc.: la experiencia más extraña, por lejos, de mi carrera como traductora. La situación era la siguiente: una habitación muy pequeña, sin ventanas, con el equipo sobre una mesa, y dos sillas, una para el cliente y una para mí. El técnico trabajaba de pie, hacía preguntas, miraba la aguja trazar líneas en largos pedazos de papel. Los clientes eran siempre hombres y mujeres de habla hispana que o eran sospechosos de haberles robado a sus empleadores o se postulaban a un empleo en el que deberían manejar grandes sumas de dinero u otra mercadería de valor, como joyas. El técnico le hacía una pregunta en inglés al cliente. Yo traducía la pregunta al español y, luego de que el cliente la contestara, traducía la respuesta al inglés para el técnico. Tenía instrucciones rigurosas de traducir fiel y objetivamente, y a tal efecto, debía firmar una declaración jurada antes de cada sesión.
Lo que hacía a esos encargos tan extraños e incómodos era que, casi invariablemente, los clientes de la agencia buscaban en mí una especie de defensora, intentaban granjearse mi piedad y mi cooperación. Solían saludarme en español cuando entraba a la habitación donde estaban sentados, ya amarrados al equipo. Se presentaban y empezaban a hablar de cualquier cosa sin importancia. Y con la misma inexorabilidad, el técnico se ponía nervioso y me exigía traducir cada palabra que había pronunciado el cliente, sin importar su contenido ni su relevancia para el procedimiento. Según mis instrucciones, yo no podía hablar ni relacionarme de ninguna manera con el cliente, excepto por mi interpretación de las preguntas y respuestas. Me preguntó cómo estaba, le respondía. O dijo que qué lindo día de sol. El técnico ponía cara de reprobación y me recordaba que no se me permitía hablar con el cliente a menos que él me lo instruyera. Todos los técnicos con los que trabajé eran hombres. Durante el tiempo que pasé con la agencia, a principios y mediados de los años 80, nunca vi una técnica mujer.
Muchas de las preguntas que hacía el técnico eran personales y potencialmente embarazosas para el cliente. Yo me sentía como si estuviera escuchando una conversación ajena sobre un asunto muy privado. La lectura de esas interacciones a través del prisma del análisis de clase y la etnicidad permitiría hacer un fascinante análisis etnográfico. Sherry Simon habla de la creciente pluralidad de la cultura contemporánea, donde diversas lenguas habitan el mismo espacio y dan lugar a textos que la autora define como “escritura fronteriza” en las áreas que Mary Louise Pratt denominó con mucho acierto la “zona de contacto”. Históricamente hablando, las relaciones establecidas en esas áreas brotaron del dominio colonial, caracterizado por la desigualdad, el conflicto y la coerción (161). En la “zona de contacto” de la pequeña habitación donde se realizaban las pruebas, donde los clientes eran hispanos, donde los técnicos eran blancos, mi función era mediar entre ambos grupos, una informante posmoderna, una intermediaria cultural. La desigualdad, el conflicto y la coerción gozaban de muy buena salud en esa habitación. Pero yo, con mis instrucciones estrictas de ser objetiva y literal, y por lo tanto neutral, estaba atrapada entre dos mundos, y mis lealtades se desplazaban entre dos personas que representaban cientos de años de dominación y opresión.
Volviendo a la figura de la Malinche, yo recreaba su función de traductora, aunque en circunstancias muy distintas. Si bien los traductores han sido históricamente olvidados o ignorados, y más aún las traductoras, la Malinche se destaca como una excepción poderosa y controvertida a esa regla. Vilipendiada por un lado por entregar el gran Imperio Azteca a los españoles, por el otro, en los últimos diez años, se ha convertido en “un modelo ambiguo” para las escritoras chicanas, y para las mujeres en general, para las que “ha pasado a ser un símbolo de la cruza de culturas, que glorifica la mezcla al punto de la impureza y representa el poder y los peligros asociados con la función de intermediario”. Como versión contemporánea de la Malinche, yo estaba bien consciente de las tensiones entre las partes desiguales, “los conflictos” que sugiere Simon “entre lealtad y autoridad, agencia y sumisión” (Simon 41). Estaba entre el cliente y el técnico, se esperaba de mí que satisficiera a ambos sin perder mi postura neutral, y mi lealtad para con el cliente a menudo enfurecía a la figura de autoridad del técnico. Yo ejercía agencia con el cliente y sumisión con el técnico; de ahí mi incomodidad.
Si Lawrence Venuti está en lo cierto al afirmar que el objetivo de la traducción es “recuperar al otro cultural como lo mismo, lo reconocible, incluso lo familiar”, si está en lo cierto cuando afirma que traducir es domesticar y que eso solo puede realizarse por medio de la violencia (18), mi función como intermediaria, como traductora, era asistir en la violencia cometida contra los clientes, contra los textos. En cambio, si la conexión de Derrida entre traducción y supervivencia ofrece una descripción más exacta (Benjamin 5), mi función resulta más benéfica, menos destructiva. Jacques Derrida relaciona la supervivencia y la traducción de esta manera:
Übersetzung y «traducción» equívocamente superan la pérdida de un objeto en el curso de un combate equívoco. Un texto solamente puede ser vigente si sobrevive, y solamente puede sobrevivir si es a la vez traducible e intraducible […] Totalmente traducible, desaparece como contexto [texte], como escritura, como cuerpo lingüístico. Totalmente intraducible, incluso dentro de lo que es considerado nada más que un lenguaje, muere de inmediato (citado en Benjamin 5)
Ya sean literarias, técnicas o simplemente prácticas, las traducciones siguen engendrando encendidos debates acerca de su exactitud y fidelidad. Desde el retórico francés Menage, que, en el siglo XVII, introdujo el adagio de que “igual que las mujeres, las traducciones deben ser hermosas o fieles” (Simon 10) hasta eruditos contemporáneos como George Steiner, que describe a la traducción “usando [las] metáforas agresivamente masculinas” (Simon 144) de penetración sexual y control, y la teoría de la entrega de Gayatri Spivak, cada teórico presenta su metodología de la traducción con una pasión que delata su compromiso personal.
Puesto que hoy en día vivimos más que nunca en un mundo profundamente hibridizado donde las culturas se encuentran, se superponen y se fusionan, las traducciones siguen siendo una necesidad (y seguirán siéndolo a menos que todos aprendamos los idiomas de todos los demás o que se adopte una lengua universal. Pienso aquí en las campañas libradas por algunos lingüistas en pos de establecer el esperanto como idioma universal. A pesar de lo lógico de esa idea, el rechazo ha sido unánime: la gente prefiere mantener su individualidad y su subjetividad en la forma de su propia lengua, por difícil o impráctico que sea). Bien consciente de esa realidad, considero que las respuestas a las preguntas acerca de la precisión, la fidelidad, la violencia etnocéntrica y la entrega yacen en alguna parte del “pasaje y el conflicto entre” la traducibilidad y la intraducibilidad, haciéndome eco de Derrida, para quien “todo texto es al mismo tiempo traducible e intraducible” (Benjamin 1-5), en los espacios intersticiales entre un texto y su traducción.
Traducido por Carolina Friszman
Obras citadas
Benjamin, Andrew. Translation and the Nature of Philosophy: A New Theory of Words. Londres y Nueva York: Routledge, 1989.
Kelley, Tina. “It Is for You Defective Day of Hats, No?” New York Times, 30 de abril de 1998, ed. nac.: D1+.
Simon, Sherry. Gender in Translation: Cultural Identity and the Politics of Transmission. Londres y Nueva York: Routledge, 1996.
Venuti, Lawrence. The Translator’s Invisibility: A History of Translation. Londres y Nueva York: Routledge, 1995.