Las imágenes de San Jerónimo se repiten, idénticas, en un pequeño altar. Las ilumina una lámpara que debe permanecer encendida. Antonio, el devoto, está enfermo y la mujer que lo asiste cuida que las corrientes de aire no dejen el lugar a oscuras. Antonio es el protagonista de Efecto invernadero, la segunda novela de Mario Bellatin (México, 1960) que se repite, como sus demás libros, en el texto inédito que presenta este dossier.
A diferencia de otras artes, la literatura parece soportar mal las variaciones, y a esta resistencia puede deberse el culto de Antonio, el escritor, al eremita y traductor de las Sagradas Escrituras que pasó la mitad de su vida encerrado en una gruta junto a un perro y un león. Como método, Jerónimo usó nada menos que el de Orígenes, de cuya obra completa, la recopilación de todas las traducciones griegas del Antiguo Testamento, se conservan, como no podía ser de otra manera, sólo restos dispersos. El original, lo sabemos hace mucho, ya no es lo que era, y eso intenta explicarle el narrador de “Mis nuevas escrituras. Las nuevas escrituras”, el texto inédito de Mario Bellatin, a su querido compañero de milicia que se encuentra, sin embargo, abstraído al lado de un joven discípulo, mientras en el lugar que compartieron y que estuvo alguna vez destinado a la belleza, se desata una guerra que usa la fe en la República Literaria como arma.
¿En qué creen, entonces, los que como Bellatin, no creen?, ¿a quiénes les encienden las lámparas? La respuesta es obvia: a las imágenes de San Jerónimo, a las idénticas, las traducidas. Perdida la fe en la Palabra, la escritura y la traducción celebran ritos profanos: en el ensayo de David Shook, cada cuenta del tasbih es una perra fina en las manos de Alá; el saluki, perro sagrado omnipresente en la tradición bellatiniana, es podenco y caballo en miniatura, galgo y maltés secreto. Perdida la fe en la Equivalencia, todas las traducciones son malas. Porque ¿hay algo más que malas traducciones?, o bien, ¿traducciones desprovistas de maldad? Sin maldad, sin alguna forma de la profanación, no habría traducción posible. Perdida la fe en el Original, quedan, como las partes de una vasija quebrada, fragmentos reconocibles y, como ofrenda, el placer de traducir.
Muchas teorías no logran escapar del lamento cansino por la pérdida y la infidelidad de la traducción, pero olvidan que el pasado que alimenta la nostalgia aparece en el proceso, como si fuera necesario inventar una referencia como antídoto para los efectos impredecibles del pasaje. Hoy, biografías y contratapas señalan por igual que las novelas de Bellatin han sido traducidas a más de veinte idiomas, pero es menos conocido el hecho de que Bellatin hizo traducciones sin novelas (¿a qué género pertenecerían acaso textos como El jardín de la señora Murakami o Shiki Nagaoka: una nariz de ficción?). Shook lleva al extremo su fidelidad cuando decide traducir Barú, cortometraje que produjo con Bellatin en 2016. “Skopos, la inexistencia de la coherencia y la imposibilidad de definir la fidelidad: Una teoría de la traducción de la obra de Mario Bellatin” sale de la melancolía y muestra que la tarea del traductor no es reparar lo que se ha roto sino fragmentarlo más.
En “El principio de la incertidumbre. Sobre Shiki Nagaoka: una nariz de ficción”, João Paulo Cuenca analiza esta otra clave del mundo Bellatin: el cruce con otras artes, en especial el cine y la fotografía. ¿Se trata de una literatura que se expande o de una escritura que absorbe lo fotografiado y lo filmado en un movimiento constante? Lo que importa, en todo caso, es que la lectura nunca pare, o mejor, que deseemos ser obligados a continuar. Como el giro de los derviches, esa escritura está siempre recomenzando y se vuelve imposible determinar dónde está lo nuevo o qué es anterior. Las imágenes intentan parecerse. ¿Cuál es, entonces, la sorpresa?
Graciela Goldchluk propone un teorema, el de Dostoyevski, para comprender la conmoción que nos produce leer a Bellatin. Incluso en los estados más miserables, como el que soportan los compañeros de milicia o la agonía de Antonio, la identificación con los personajes o las situaciones nunca llega. En el mundo Bellatin, nada es inmediato. Su lengua de traductor repone demora en donde hoy las series en streaming exigen tiempo cero y empatía exprés. De ese tiempo suspendido está hecha su escritura.
Se percibe, en los últimos textos publicados (“Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver”, el inédito de este dossier), un estado de guerra permanente, en el que alguien, a pesar de todo, tiene el deber de escribir. El paisaje es desolador: no hay más Libros Sagrados, ni Torás, ni Biblias, ni Coranes, ni Popol Vuh. Pero cuando parece que no hay salida, que no hay lenguaje que pueda expresar lo que sucede, ese alguien se inclina ante Santa Marosa di Giorgio, San Rodolfo Fogwill, San Felisberto Hernández, San Juan Manuel Puig, San Juan Rulfo, San José María Arguedas, San Juan Carlos Onetti y pide por lo que debe acontecer, la escritura propia, replicada, maquillada, robada; el único milagro posible.