Antecedida por una serie de importantes voces femeninas —entre las que destacan Salomé Ureña y Camila Henríquez Ureña, Aída Cartagena Portalatín, Hilma Contreras y Jeannette Miller—, Ángela Hernández Núñez es una de las narradoras más originales y celebradas de la literatura dominicana actual. A mediados de los años 80 publicó sus primeros libros, dos poemarios y un ensayo titulado Emergencia del silencio, dedicado a la que será una preocupación recurrente tanto en su vida de convencida feminista como en su escritura: la educación de la mujer y su lucha por la igualdad.
Luego de tres libros de cuentos, en el año 2000 se estrena como novelista con Mudanza de los sentidos, ya con varias ediciones, una de ellas en la editorial española Siruela. Entonces reaparece Leona (nombre por demás revelador), la pequeña narradora de Quima, presentada inicialmente en el cuento “Masticar una rosa”. Tiempo después vamos a ver prolongarse su mundo —como se prolonga la rama de un árbol, que es el significado de la palabra “quima”— en Leona o la fiera vida, novela de 2013, cuya segunda edición acaba de aparecer. Así, a la manera de la Santa María de Onetti o el Macondo de García Marquez, Hernández Núñez crea un espacio único en la zona del Cibao para ubicar a un grupo de personajes que se construyen y toman la palabra a través de Leona, la niña de Mudanza de los sentidos y la adolescente de su última novela.
Aunque el esplendor de su paisaje resulte avasallante, así como amable la sencilla cotidianidad de sus gentes, Quima está muy lejos de ser el típico lugar idílico en drástico contraste con la urbe —también presente y determinante en ambas obras. A la visión placentera y libertaria de la naturaleza (incluyendo los animales domésticos que pueblan el relato) se contrapone su parte salvaje e ingrata: charcos pestilentes, plagas devoradoras de sembradíos, mosquitos, niguas… ; a la aparente tranquilidad y armonía de la vida pueblerina, las mezquindades humanas que suelen agudizarse en los entornos cerrados y, sobre todo, la extrema pobreza de la mayor parte de sus habitantes. Y como para asegurarse de que el lector no pierda de vista esta realidad, la narradora nos lo recuerda cada cierto tiempo: “¡Bucólica Quima! ¡Ja!”.
Ángela Hernández Núñez nació prácticamente en el centro de República Dominicana, en Buena Vista, Jarabacoa, casi lo más alejado del mar que puede darse en esos 48.442km2. Allí, por supuesto, también se ubica Quima. Además, su niñez, igual que la de Leona, coincidió con los años finales de la era trujillista y su adolescencia con los convulsionados años 60.
Como bien sabemos, los más terribles períodos de la historia de las naciones quedan indefectiblemente registrados no solo en los libros de historia, mucho más, tal vez –o por lo menos de manera más cruda y desgarradora–, en las páginas literarias. Que la historia apunte el camino de la literatura puede ser una afirmación muy controversial, pero que los sucesos sociales más dolorosos dejan su huella en ella durante varias generaciones es algo indiscutible. Nada de extrañar tiene entonces que los treinta años de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo y los desdichados sucesos posteriores a su caída tomen espacio en buena parte de la literatura dominicana de entonces tanto como de la ulterior. Para el caso no podríamos encontrar mejor ejemplo que las aclamadas novelas de dos escritores que viven desde niños en Estados Unidos e incluso escriben en inglés: How the García Girls Lost their Accent (De cómo las muchachas García perdieron el acento) e In the Time of the Butterflies (En el tiempo de las mariposas) de Julia Álvarez y The Brief Wondrous Life of Oscar Wao (La maravillosa vida breve de Óscar Wao) de Junot Díaz. La obra de Ángela Hernández Núñez no es la excepción. Si bien la saga de Quima se encuentra muy lejos de la denominada literatura de denuncia y carece de cualquier parentesco con la novela histórica, resulta imposible abstraerla de los acontecimientos políticos y sociales de los años 60 que le dan marco y sentido, entre otras razones porque en Leona o la fiera vida dos de sus personajes principales, hermanos mayores de la protagonista-narradora, suerte de Caín y Abel, sostienen una tensión narrativa persistente que responde (y se corresponde) a la de los bandos radicalmente opuestos que se juegan el país.
No hay en Leona una clara conciencia política, tal como no podría haberla en una adolescente circunscrita a una pequeña aldea. No la veremos entonces disertar sobre ideologías, tampoco sobre posiciones políticas concretas, a menos que sea repitiendo lo que otros dicen; es decir, cediendo la batuta de la narración a alguno de los muchos personajes que recorren la novela. En efecto, son diversas las voces que aquí se expresan, pero todas ellas pasan por el tamiz de la de Leona, quien al construir el relato en base a la atenta observación de sí misma y de cuanto la rodea, incluye necesariamente todo lo visto y oído. Leona se narra al tiempo que narra al mundo: paisaje geográfico, paisaje social, paisaje humano que la conforman y determinan. Y así como las comidas y sus sabores le van creando preferencias que se mantendrán inalterables, así las palabras y acciones ajenas la van ayudando a forjar sus propias convicciones. En este sentido, Lorenzo y Virgilio, sus tan distintos hermanos, son fundamentales. Es imposible que ante la personalidad y proceder de uno y otro ella no tome partido, y al hacerlo inevitablemente se ubica de un lado de la historia. Tal como hacia el final de la novela lo hará cada poblador de Quima después de pasar “la noche entera con los oídos pegados a los aparatos receptores” escuchando lo que acontece en la capital: el inicio de la rebelión de 1965 para restituir a Juan Bosh a la presidencia. Del posterior desarrollo de estos sucesos dará cuenta Lorenzo, cuando Leona le da paso para que explique las razones de su deserción.
Pero si el conflicto político puede verse solo como marco referencial no obstante su importancia, otra cosa muy distinta sucede aquí con el tema de género, porque Leona o la fiera vida es sin duda alguna una novela de iniciación femenina y, como tal, no puede dejar de reflejar la cantidad de “deber ser”, de exigencias y de sacrificios que en esa etapa de la vida tienden a coartar el libre desarrollo de la niña hacia una mujer plena, sobre todo si nos encontramos a mediados del siglo XX y en un ambiente de pobreza rural.
En este punto lo primero a destacar alude a un problema capital en la sociedad latinoamericana: la ausencia masculina. Aparte de Emilio, su amigo y compañero de escuela, la vida de Leona carece por completo de una figura masculina positiva. Sus dos hombres amados son solo vacío: el padre murió tiempo atrás y ahora pareciera una suerte de fantasma que Beba, la madre, y ella misma se empeñan en preservar, mientras que el bueno de Virgilio abandonó el hogar a cambio de la clandestinidad política. Quedan dos hermanos mayores: Mateo y Lorenzo. El primero, separado de la familia desde niño, ha terminado por convertirse en un perfecto extraño, y el otro se nos presenta desde las primeras páginas como un ser desalmado y cruel, excepto durante un breve paréntesis que Leona seguramente necesita narrar para poder salvarlo de alguna forma ante sus ojos y los nuestros: escondido de todos, el muchacho acaricia y juega con su medio hermano bebé.
Sabemos pues que dentro de este periodo vital de aprendizaje Leona debe enfrentar una serie de experiencias relacionadas con su condición femenina. Más aún, esas experiencias serán, en este caso, eje forzoso del camino a la adultez. A veces las señala con suave humor, como sucede al insistir en la constante preocupación de Beba por no sufrir el “descrédito” de sus hijas, o al resaltar el afán de Edermira por hacer entender que “el sentido de la hembra es lograr que un hombre ronde y gire en torno suyo, parir y criar”, o incluso al contar cómo las niñas fueron rechazadas para formar parte del equipo de béisbol del pueblo o cómo se privilegia siempre a los varones con las mejores presas del pollo. Pero en otras ocasiones esa cierta ironía que permea toda la novela se ve superada por el drama del abuso masculino. Sucede, por ejemplo, al inicio, cuando Lorenzo obliga a sus hermanitas (Lesabia y Leona enferma) a realizar el duro trabajo de limpieza que le corresponde a él. Sucede, sobre todo, cuando el persistente acoso de su cuñado culmina en lo que podríamos llamar el momento cumbre de la historia, donde Hernández Núñez muestra una extraordinaria destreza narrativa capaz de mantener al lector en un verdadero estado de angustia y expectación, un pasaje digno sin duda de una gran maestra.
Y es que la severa Beba, tratando de ofrecer a Leona un destino mejor al que le espera en Quima, tomó la drástica decisión de enviarla a Santo Domingo, sin percatarse de que la pobreza en las ciudades puede ser mucho más dura y acarrear mayores peligros que en campo, sin siquiera sospechar el desamparo al que la estaba condenando. Pero por suerte el sino de esta niña está regido por una máxima recurrente en la novela y con la cual empieza y termina: “Si recibía, perdería. Si perdía, recibiría”. Y lo que recibe tras esa cruel experiencia en la capital será una puerta hacia la libertad que tanto aspira: una nueva vida en casa de una culta pareja de italianos con sábanas pulcras y olorosas, con comida en abundancia y, lo mejor, con libros, “libros de verdad”.
De regreso a Quima, Leona es de nuevo “reabsorbida” por el lugar de origen para dar paso a la última etapa de su aprendizaje de vida. Punto este donde no se puede obviar un vuelco que contraría lo que generalmente se acostumbra en este tipo de relato: Leona no resiente su regreso a la escena provinciana llena de privaciones y prejuicios. Muy al contrario: “la proximidad de los míos —nos dice— no la cambiaba por todas las comodidades del mundo […] todo el otro tiempo, el de Santo Domingo, me parecía realidad prestada”. En ningún momento se le ocurre que esa vuelta pueda truncar sus anhelos: ya la puerta se ha abierto y sabe con absoluta certeza que jamás volverá a cerrarse.
Dos sueños recurrentes, que conocemos desde el principio, no por casualidad se harán realidad hacia el final de la novela. El primero se cumple cuando con el dinero ahorrado Leona compra y prepara gran cantidad de comida, un festín de comida, un verdadero banquete para todos sus allegados que puede verse casi como un ejercicio de exorcismo, pues a partir de allí las situaciones tienden enrumbarse y las emociones a organizarse. Y es que hasta la breve guerra civil que tras la ocupación estadounidense del país está por desatarse, servirá para que tres de los ocho hermanos de Leona superen sus desgracias y tomen por fin el rumbo que les corresponde.
El segundo sueño pertinaz es el hallazgo de una moneda antigua, el cual se consuma junto con la resolución de un enigma: el destino de la mitad del dinero que el padre obtuvo por la venta de una finca. La aparición inesperada de las tres onzas de oro que Enmanuel había enterrado antes de fallecer marca el cierre definitivo de las penurias económicas de la familia.
Y en medio de la concreción de ambos sueños aguarda una revelación no menos significativa en cuanto al propio personaje y la escritura de esta novela, porque si algo es importante e ineludible a la hora de reseñarla es el tema del lenguaje, el cual implica, entre otros, el del habla dominicana. En primer lugar habría que señalar lo que Jeannette Miller califica de escritura “casi barroca” refiriéndose no solo a la conciliación narrativa que logra la autora de esos diferentes mundos en que Leona se debate (el real y el interior —fantasías, sueños—), sino también al manejo de un vocabulario donde se aparean de manera feliz y despreocupada lo culto con lo popular, e, incluso, a veces, hasta lo sublime con lo soez. Difícil aleación a la que Leona da sentido cuando habla de su cabeza que “echaba vocablos, lo mismo que cualquier planta echa brotes y capullos. Una volátil comarca de vocablos gobernaba mi imaginación y aun las palabras más terribles, las malas palabras, las palabras viscosas […] las palabras siniestras y las palabras gruesas o amenazantes o biliosas contenían humedad, trazos vibratorios y belleza… no menos que las palabras gratas, cándidas, cálidas, suaves y luminosas y reveladas”.
Es lógico entonces que en esta orgía de palabras abunden términos y expresiones típicamente dominicanos, más aún si tomamos en cuenta el afán de Leona por nombrarlo todo: árboles, frutas, comidas, remedios caseros, animales…, como si con ello realizara un nuevo y verdadero acto de creación. Con respecto a esto, seguro no faltarán los se quejen ante la abundancia de dominicanismos, cosa que en verdad agradece el lector avezado amante del idioma. No hay lectura más desagradable que aquella de las novelas que aspiran “complacer” al inmensísimo público de habla hispana y que terminan funcionando como máquinas aplanadoras de la lengua en pos de una “normalidad unificadora” por completo falsa e inexistente.
Para quienes no conozcan la obra de Ángela Hernández Núñez, Leona o la fiera vida constituye una magnífica y recomendable manera de empezar a hacerlo. En efecto, una novela de iniciación, iniciación femenina en este caso, aunque ofrece mucho más que eso: es un acabado ejercicio de memoria e imaginación, de sutilezas y feroz realidad, de lucha y conquistas. Es, sobre todo, una obra que consigue atrapar la amplia riqueza de nuestra lengua para ofrecer un relato eminentemente latinoamericano, cabalmente caribeño y específicamente dominicano.