En esta historia hay dos ciudades. Granada y León.
También hay cinco volcanes. A León la escoltan cuatro: el Hoyo, Cerro Negro, Telica y Momotombo. A Granada parece espiarla el solitario Mombacho, su cumbre siempre oculta detrás de un penacho de nubes. También hay dos veterinarios, un perro y una revolución.
En esta historia también hay dos tiempos. Está el de las ciudades que conocí desde 2017, y aquel que vino después del 18 de abril de 2018. Yo vi las ciudades en fiesta, repletas, abrumadoramente felices, iluminadas, con fuegos artificiales reventando en la noche, con gente risueña y parlanchina apretándose en las calles. un vaso de ron con mucho hielo en una mano, empanadas en la otra.
Luego me las contaron, porque las ciudades quedaron aisladas detrás de barricadas. Una defensa de los barrios, cuadra a cuadra, con paredes de adoquines. Carreteras interrumpidas. “Nos cuidan los pandilleros, nos persiguen los policías”, me escribió un vecino de León durante los días más violentos de la revuelta.
Granada era mi ciudad favorita, aunque sólo tenía un volcán. Más pequeña, fácil de recorrer a pie, una ciudad con el lago Cocibolca como límite y con un vecindario de isletas. Cada uno distinto: aquí un cultivo de maíz, allá un resort de cinco estrellas, un cementerio, una capilla, mansiones con helipuerto, desvencijadas casitas de madera, un viejo fuerte del tiempo de los piratas…
Granada, fundada en 1524, es la ciudad colonial más antigua del continente. Granada, la saqueada por corsarios, la incendiada por William Walker, la que no llega a 200 mil habitantes. La que está a orillas de la Mar Dulce, según los cronistas.
Cuando descubrió el lago, el conquistador Gil González Dávila pensó que había llegado al mar: desde la orilla no se ve el fin. Hay olas. Pero cuentan que su caballo bebió de esa agua y les dio la sorpresa.
La última vez que fui a Granada fue en diciembre de 2017 y salí de ahí después de año nuevo. El 1º de enero navegué en el Cocibolca, en una pequeña lancha que nos llevó entre las isletas. El guía nos había contado que hacía tiempo que no se veía por esos lados a los tiburones de agua dulce, los tiburones toro que entran al lago por el río San Juan. Y que había 365 isletas, una por cada día del año. En los libros de geografía de Nicaragua no se las cuenta. Dicen que hay más de 400. En el Cocibolca hay un archipiélago llamado Solentiname. Y hay dos grandes islas: Zapatera y Ometepe.
A Ometepe le debo el primer suspiro de sorpresa que me dio Nicaragua. A bordo del avión que me llevaba de Panamá a Managua, en un día soleado y despejado, vi desde el aire esa isla en el lago, con dos volcanes en sus extremos. uno de ellos, humeaba. Luego sabría que el Maderas está apagado y que el humeante se llama Concepción.
El Cocibolca, con unos cientos de metros cuadrados menos que Puerto Rico, es el mayor lago de Centroamérica. Y las isletas de Granada, según algunos geólogos, eran parte del cráter del Mombacho. Fueron disparadas hacia ahí en la última gran erupción, cuando un lado de la cumbre se desmenuzó en más de 300 fragmentos y se abrió una trinchera en su flanco.
Sobre la lancha vi al Mombacho y lo fotografié desde el agua. Unos meses después, me prestaron un libro del poeta José Coronel Urtecho y su poesía juguetona. Su “Oda al Mombacho” me hizo reír con la confianzuda declaración de amor al volcán, su hangar de las nubes.
Mombacho
Monte urruco
Volcán eunuco
buey muco
Dios timbuco
¡arriba! ¡Montetimba!
En 2017 visité Granada más de 12 veces. Después de Managua, fue la siguiente ciudad que conocí en Nicaragua. Me habían hablado de sus casitas de paredes coloridas. Sus techos de tejas terracota. Sus calles llenas de mochileros de paso y de extranjeros jubilados convertidos en vecinos. La ciudad —que ahora se disputa con León el título de destino más popular del país— a orillas del lago y bajo la sombra del Mombacho.
Todos hablaban de su belleza. Fui y me encanté con ella y con las panaderías que me llamaban desde la acera con su olor delicioso y tibio mientras caminaba por La Calzada, su calle principal. Los restaurantes en patios interiores, con las mesitas alrededor de las fuentes, constante rumor de agua.
Meses después volví durante siete días seguidos, a visitar a mi perro. el cachorro de casa, Thor, había sido atropellado y su veterinario en Managua lo derivó con un especialista en Granada. el médico lo inmovilizó y lo internó durante una semana. Había que esperar que se soldara su cadera e intentar devolver los fémures a su lugar. Gracias a ese veterinario, Thor hoy corre veloz, como un lobo.
Volví a Granada, con mi perro, cada dos meses: a mirar cómo caminaba, para tocarlo, para hacerle un par de radiografías y asegurarme de que ese cachorro atropellado crecería sin más problemas. Volví a Granada, sin mi perro, otro tanto más. Había restaurantes por descubrir. Hoteles bonitos. en el Festival de Poesía de Granada escuché poemas en seis lenguas y vi a Ernesto Cardenal declamar fragmentos de su libro más reciente.
Hasta que no pude volver más. Una revolución da paso a las emergencias. La carretera estaba cerrada por las protestas. Masaya estaba llena de barricadas y Granada está como escondida detrás. Hay que atravesar o bordear a Masaya y a los pueblos de sus alrededores para llegar.
A un mes de la crisis, en mayo, le escribí al veterinario. Thor tenía un control y yo quería saber si había forma de que él llegase a Managua para verlo. Entonces me contó que ya no estaba a la sombra del Mombacho. Se había mudado al pie del volcán Imbabura, en el norte de Ecuador. Después de mucho tiempo de negarse —cuando su veterinaria estaba llena de clientes y nada pasaba en Nicaragua— terminó aceptando aquel trabajo lejano en cuestión de semanas: en Granada ya no había rutina ni clientes. Era lo mejor para su familia.
Se fue, me dijo, porque Granada se había convertido en una ciudad fantasma.
Yo lo sabía. Vi las fotografías en la prensa. Los reportajes en la televisión mostraban vacías aquellas vereditas estrechas donde uno se estrujaba para pasar. Leí en las redes sociales los anuncios. Lo supe por los avisos en redes sociales: aquella panadería, aquel restaurante que tanto me gustaba, cerraban.
Granada fantasma. La había visto repleta durante el Festival de Poesía. Tanta gente por las calles entre el 31 de diciembre y el 1º de enero. Caminábamos felices, sintiendo la brisa del lago.
El veterinario se había quedado sin clientes. Eran las consultas de rutina de las mascotas de los extranjeros jubilados las que pagaban las cuentas. Aquellos que se habían mudado a una ciudad bonita y barata y le llevaban a sus perros y a sus gatos para las vacunas. Hasta que llegaron para pedir documentos de salida. Volvían a sus países. Se llevaban a sus mascotas. no regresaron.
De esa Granada en la que recibí el 2018 quedaba poco cuatro meses después. La alcaldía había sido quemada. Los restaurantes que frecuenté cerraron. De la gente que conocí, mucha se había marchado. Sólo Costa Rica, en septiembre, había recibido 23 mil solicitudes de asilo de nicaragüenses, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados. En julio, cuando salí del país durante seis semanas, el avión iba casi vacío. No éramos más de 12 pasajeros.
En Managua, Thor sigue frecuentando a su veterinario de siempre. El de las vacunas. El que le revisa las orejas. El veterinario que es de León.
A él lo perdimos durante los días más difíciles de la rebelión. Cada mañana, de lunes a sábado, el veterinario de Thor deja su casa en León y recorre 90 kilómetros hasta su trabajo en Managua. En mayo, el día que a mi perro le tocaba su vacuna para la rabia, vi desfilar por el consultorio a tres familias en huida. Eran extranjeros, estaban buscando jaulas para transportar a sus perros y gatos en el avión. Querían saber cuánto tiempo demoraría el permiso de salida de sus mascotas. Uno de ellos, un señor alto, barrigón y calvo, estaba angustiado porque su gato no tenía el chip obligatorio para hacerle el pasaporte. Cuando entré a la consulta, el doctor me dijo que llevaban dos semanas así. Y que se les habían acabado los chips. quienes podían abandonar Nicaragua más fácil que cualquier otro, vivían el drama de los chips escasos: sin sus mascotas no se irían de un país en el que ya no querían vivir. Yo le pregunté qué requisitos tendría que cumplir Thor para salir de Nicaragua. No tenía intenciones de salir del país. Pero tampoco quería, llegado el caso, marcharme sin mi perro. Hasta que un día, León se declaró en paro, se levantaron barricadas y nadie pudo salir. Durante dos semanas, el veterinario no llegó al trabajo.
Un día a finales de julio, mientras se ajusta los guantes en las manos largas y delgadas, el doctor de Thor sonríe y le pregunta a mi perro: “¿Cómo está mi vandálico?” Vandálico, minúsculo, puchito… así llama la vicepresidenta —la primera dama—, Rosario Murillo, a los rebeldes. A los ciudadanos que piden el fin de la represión en las calles, la renuncia del gobierno, elecciones con reglas claras. Los nicas, con humor, vaciaron esas palabras de la ofensa y las llenaron de complicidad hasta que se convirtieron en calificativos cariñosos. Thor mueve la cola, sube a la pesa, se deja tomar en brazos para subir sus 22 kilos a la mesa de revisión y el veterinario le pone su vacuna mientras me cuenta sobre los días que estuvo encerrado en su ciudad. La barricada que levantaron los vecinos de su barrio. No dejaban pasar a ningún desconocido para proteger a los jóvenes universitarios que habían sido acusados por Rosario Murillo de vandálicos golpistas.
Las tragedias que se vuelven cotidianas. Las madres que lloran a sus hijos en la ciudad. La muerte de un monaguillo de la catedral de León, un adolescente que fue alcanzado por un disparo de francotirador mientras estaba en una barricada. Los muchachos y muchachas de los barrios usando pasamontañas, como si fueran criminales. La vergüenza de algunos, frustrados y enojados al tener que ocultar su rostro.
León es una ciudad reencarnada. El conquistador de Nicaragua, Francisco Hernández de Córdoba, la fundó en 1524, junto al lago Xolotlán y frente al Momotombo. Las erupciones del volcán, un terremoto, el asesinato de un obispo y la crueldad de un regente, llevaron a los colonos a creer que la ciudad estaba maldita y la mudaron en 1610 a donde se encuentra ahora. León fue el centro de poder: cabecera de la provincia de Nicaragua y Costa Rica. Allí se firmó, en 1821, el acta de independencia de Costa Rica y Nicaragua de la monarquía española. Y fue capital de Nicaragua, alternándose con Granada, durante varios años, hasta que escogieron a Managua, en mitad de camino, como capital, a mediados del siglo XIX.
En León murió Rubén Darío. En León, publicó en 1919, “escribí mis primeros versos y soñé y sufrí mis primeros amores”. Desde León salían la mayoría de las excursiones hacia los volcanes de la cordillera de los Maribios. Había que llegar allá, a la ciudad universitaria, para luego surfear en las laderas del Cerro negro o acampar en el cráter del Telica.
Las últimas noticias que tuve de León, mientras terminaba de escribir este texto, fueron sobre La Gritería Chiquita, la fiesta del 15 de agosto. Mientras las fuerzas paramilitares y la policía de Ortega vigilan el país y buscan a quienes participaron en marchas o tranques, las señoras devotas de la ciudad levantan sus altares a la Virgen María, para celebrar la fiesta que un sacerdote católico le prometió si dejaban de caer las cenizas del Cerro Negro sobre la ciudad. Le dicen la Gritería Chiquita. Consiste en regalar dulces a quienes llegan a visitar los altares y cantar canciones para la Virgen María mientras en las calles brillan y suenan los fuegos artificiales. Es una versión chica de la misma fiesta, más antigua, que ocurre en diciembre.
Observé un detalle en común en las fotografías de varios altares que encontré. Las vírgenes estaban colocadas sobre adoquines y banderas azules y blancas. De pronto, en León se han inventado una nueva advocación: nuestra Señora del Tranque.