Durante casi tres décadas, los escritores Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa fueron amigos. Luego de compartir gustos literarios, firmar manifiestos políticos y residir en las mismas ciudades, se distanciaron para siempre.
Se conocieron a fines de 1958, poco después de que Ribeyro retornara al Perú y poco antes de que Vargas Llosa viajara becado a Madrid. Ambos ya habían iniciado la publicación de sus narraciones: el primero había editado los conjuntos de relatos Los gallinazos sin plumas (1955) y Cuentos de circunstancias (1958), y el segundo, dos cuentos en 1957: “Los jefes”, en una separata de la revista Mercurio Peruano, y “El abuelo”, en el suplemento “Dominical”, del diario El Comercio.
En sus memorias, El pez en el agua (1993), Vargas Llosa recuerda que Ribeyro, antes de conocerlo personalmente, era el más estimado entre los narradores jóvenes. “Todos lo comentábamos con respeto”, dice. Ese mismo año, 1993, Ribeyro declaró que conoció a Vargas Llosa en casa de unos amigos: “Tenía una personalidad muy fuerte. Estaba muy seguro siempre de lo que decía y escribía. Eso impresionaba mucho. Luego, en París, lo conocí mejor. Fuimos colegas en la agencia France-Presse”.
France-Presse
Después de intentar infructuosamente ser profesor en San Marcos y gracias a una beca concedida por el Gobierno francés, Ribeyro se instaló en París en 1960. Allí se reencontró con Vargas Llosa, quien vivía en la capital francesa desde meses antes y trabajaba en la sección española de la agencia France-Presse.
Por mediación de Vargas Llosa y del también narrador peruano Luis Loayza, Ribeyro se incorporó a dicha agencia de noticias. “Seis horas de trabajo diario, a menudo fatigante, pero decorosamente pagado”, anotó Ribeyro el 21 de abril de 1961, en el segundo volumen de La tentación del fracaso (1993), su diario personal. Sin duda, esta es la época en que más se frecuentaron ambos escritores. Asistieron juntos a fiestas. (Vargas Llosa se había casado en 1955 con Julia Urquidi, de quien se divorciaría en 1964).
En una entrevista de 2002, Mario Vargas Llosa comentó a los profesores españoles Ángel Esteban y Ana Gallego: Ribeyro “era quizá la persona más tímida que he conocido, con una inmensa inhibición para las mujeres, por ejemplo […]. Yo vi nacer su relación con Alida, que al principio fue algo complicada, pues ella no daba facilidades”.
“Recuerdo que en la agencia de noticias donde trabajábamos hace mil años, Ribeyro, entre cable y cable, se distraía describiendo animales sinuosos: cangrejos, pulpos, cucarachas”, comentó Vargas Llosa en un artículo de 1984, quien, en 1962, se pasó a la Radio Televisión Francesa, donde su sueldo mejoró y dispuso de más tiempo para corregir La ciudad y los perros (1963), su primera novela. Meses después de su publicación, Ribeyro opina acerca de esta obra en su diario, el 16 de marzo de 1964: «Está prodigiosamente bien construida, escrita, elaborada en sus menores detalles. De un coup de pouce [‘impulso’] maestro ha elevado la novela peruana y latinoamericana a un nivel literario universal». De todas las obras de Vargas Llosa, esta era la predilecta de Ribeyro.
De manera similar, Luis Loayza y Ribeyro se centraron en este periodo en sus novelas Una piel de serpiente (1964) y Los geniecillos dominicales (1965). Acerca de este último libro, en 1966, Vargas Llosa comentó: “Con esta novela, Ribeyro no solo ha trazado su biografía espiritual de escritor, ha escrito además el más hermoso de sus libros, el de gloria más cierta y durable”.
El 19 de octubre de 1966, Ribeyro le escribe al crítico y traductor alemán Wolfgang A. Luchting: “Cuando frecuenté a Vargas Llosa y a Lucho Loayza en París hace cinco años —yo los conocía de Lima, pero poco—, hubiera podido apostar cien contra diez que la gran novela peruana la escribiría Loayza y no Mario. Loayza poseía una inteligencia tan fina, tan llena de matices, tan brillante por momentos que todas sus opiniones literarias removían de fond en comble [a fondo] las tuyas. Pero fue Mario el que dos años después publicó La ciudad y los perros y no Loayza”.
La tendencia política de ambos narradores era conocida en los círculos intelectuales, pero en 1965 declararon abiertamente su respaldo a la lucha armada del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), dirigido por Luis de la Puente Uceda: firmaron un manifiesto con seis peruanos que se encontraban en París. El texto apareció en la revista Caretas: “Aprobamos la lucha armada iniciada por el MIR, condenamos a la prensa interesada que desvirtúa el carácter nacionalista y reivindicativo de las guerrillas, censuramos a la violenta represión gubernamental y ofrecemos nuestra caución moral a los hombres que en estos momentos entregan su vida para que todos los peruanos puedan vivir mejor”.
El 14 de marzo de 1966, Ribeyro le comenta a Luchting: “A Mario hace días que no lo veo. El jueves tiene que venir a comer a casa. Le diré que esperas carta de él. Mario es un tipo hors de pair [incomparable]. Me anonada su seguridad, su diligencia, su ecuanimidad, su forma práctica, realista, casi mecánica de vivir. Es un hombre que sabe resolver sus problemas. Los zanja con lucidez y sangre fría. Y lo que es más grave es que todos ignoramos todo de él. Él se da a conocer solo por sus actos. Los preparativos de sus actos o las razones que los determinan no se traslucen. Jamás hace una confidencia. Nunca se lo ve desalentado por algo, por alguien. No vacila, elige siempre lo infalible. En su vida no hay ‘tiempos muertos’, los que tú o yo o tantos perdemos a veces sentados en un café, pensando en cosas sin importancia. Lo que él concibe lo realiza. Entre una y otra cosa no se interpone esa fase de incertidumbre, de desconfianza, de pereza, que a muchos a veces neutraliza y ahoga nuestros mejores propósitos. Tal vez por eso dé una impresión de ‘inhumanidad’. Tal vez por eso tenga muchos admiradores, pero poquísimos amigos. Tal vez esa sea la condición innata del auténtico creador: la del hombre que está por encima de nuestros pequeños sentimientos y nos sobrevuela, instalado en su propio Olimpo”.
Alejamiento
Ese 1966, Vargas Llosa se trasladó a Londres después del éxito de su segunda novela, La Casa Verde (1966). El 30 de setiembre, Ribeyro le dice acerca de esta obra a Luchting: “Esta novela te corta el aliento. En ese libro hay más talento reunido y más innovaciones que en cincuenta años de literatura española. Me imagino el trabajo que te debe estar costando su traducción. Me pregunto, sin embargo, a qué conduce tanto alarde de técnica, tanta destreza en la construcción, tanta disimulación, tanto escamoteo de situaciones y personajes, tanto savoir faire [conocimiento], en fin”. En otra carta, esta vez a su hermano Juan Antonio, el 6 de octubre de 1966, Ribeyro afirma al referirse a este libro: “Su última novela, que estoy leyendo, es más que un libro un espectáculo. ¿Estaremos en presencia de un genio? Su trama está urdida con maestría y su estilo es una revolución permanente”. Sobre Los cachorros (1967), breve novela de Vargas Llosa, Ribeyro le dice a Luchting el 1 de enero de 1967: “En él se afirma el estilo de La Casa Verde (lo que resulta, a mi juicio, un poco fatigante y artificioso), pero aplicado a una realidad diferente: un grupo de alumnos del Colegio Champagnat de Miraflores”.
En una carta a Luchting, de 1966, refiriéndose a las particularidades de la obra de Ribeyro, Vargas Llosa afirmó: “Todos sus cuentos y novelas son fragmentos de una sola alegoría sobre la frustración fundamental de ser peruano: frustración social, individual, cultural, psicológica y sexual”.
Se sabe que Ribeyro conoció a Velasco Alvarado en París en 1963, cinco años antes de que este diera el golpe de Estado que lo llevó al poder. Gracias a su amistad con el presidente de la República, en 1970 ingresó en la diplomacia como agregado cultural de la Embajada peruana en Francia y en 1972 fue nombrado representante alterno del Perú ante la Unesco.
En 1970, Mario se mudó a Barcelona, poco después de publicar Conversación en La Catedral (1969). Acerca de este libro, Ribeyro declaró en 1971: “Me ha gustado menos que La ciudad y los perros y La Casa Verde. Creo que Vargas Llosa no es tan universal en esta obra suya como en las otras”.
El 30 de mayo de 1970, Ribeyro le comenta a Luchting: “Avanzo dificultosamente por el primer tomo de la novela de Mario. Te confesaré que hasta el momento no me seduce ni me atrapa ni me deslumbra como las anteriores. Es, claro, una opinión provisional, pues necesito terminarla. Tengo la impresión de que el libro no despega o demora en despegar. Yo me pregunto si la culpa será del tema mismo, quiero decir, la dictadura de Odría, que fue una dictadura chata y lamentablemente poco imaginativa. O, tal vez, del poco o ningún cariño de Mario por sus personajes. En fin, ya te volveré a hablar de esto cuando acabe el novelón”.
Luego de un almuerzo con la familia de Vargas Llosa, el 4 de julio de 1971, Ribeyro apuntó en su diario personal: “Uno de los tantos encuentros esporádicos, en los últimos años, desde que, digamos, Vargas Llosa subió al carro de la celebridad. Difícil comunicación, a pesar de la presencia de Alfredo Bryce. En Vargas Llosa hay una afabilidad, una cordialidad fría, que establece de inmediato (siempre ha sido así, me doy cuenta cada vez más) una distancia entre él y sus interlocutores. Noté esta vez, además, una tendencia a imponer su voz, a escuchar menos que antes y a interrumpir fácilmente el desarrollo de una conversación que podía ir lejos. […] Vargas Llosa da la impresión de no dudar de sus opiniones. Todo lo que dice para él es evidente. Él posee o cree poseer la verdad. No obstante, conversar con él es casi siempre un placer por la pasión y el énfasis que pone al hacerlo y su tendencia a la hipérbole, lo que hace de su discurso algo divertido y convincente”.
Alan García
Alan García (1985-1990) nombró a Ribeyro delegado permanente del país con categoría de embajador ante la Unesco, función que cumplió hasta julio de 1990, cuando Alberto Fujimori llegó al poder. Meses más tarde, el 6 de abril de 1986, el gobernante aprista lo condecoró con la Orden del Sol, máximo reconocimiento del Gobierno peruano. En la citada entrevista de 2002, Vargas Llosa recordó: “A mí me invitaron también, pero sospeché que algo iba a pasar y no acudí. Julio Ramón, cuando se vio en la encerrona, no tuvo más remedio que aceptar, muy a su pesar, y tuvo que agradecer públicamente al gobierno esa concesión”. Semanas más tarde Ribeyro visitó al jefe de Estado para agradecerle el reconocimiento.
Dos meses después, el 18 y el 19 de junio, se produjo la matanza de los presos de las cárceles de Lurigancho, El Frontón y Santa Bárbara. Vargas Llosa escribió inmediatamente una carta a Alan García, que fue publicada en el diario El Comercio con el título de “Una montaña de cadáveres”, en que señala: “La manera como se ha reprimido estos motines sugiere más un arreglo de cuentas con el enemigo que una operación cuyo objetivo era restablecer el orden”. Ribeyro, en cambio, optó por el silencio, lo cual fue criticado por intelectuales de diversas tendencias.
Al año siguiente, en 1987, cuando Vargas Llosa actuó decididamente contra la nacionalización de la banca propuesta por el presidente de la República, Ribeyro declaró a la agencia France-Presse: “Tengo una vieja y estrecha amistad con Mario Vargas Llosa y lo admiro muchísimo como escritor. Por ello me mortifica tener que discrepar con él a propósito del debate sobre la nacionalización del crédito. Pero, por encima de los sentimientos personales, están los intereses del país. Y, a mi juicio, estos intereses coinciden con el proyecto gubernamental del presidente Alan García, con la grave coyuntura por la que atraviesa el Perú y con mis propias convicciones. El debate actual, por otra parte, rebasa el motivo que lo originó para convertirse en una confrontación entre los partidarios del statu quo y los partidarios del cambio. Y en este debate, pienso que la posición asumida por Vargas Llosa lo identifica objetivamente con los sectores conservadores del Perú y lo oponen a la irrupción irresistible de las clases populares que luchan por su bienestar, y que terminarán por imponer su propio modelo social, más justo y solidario, por más que nos pese a los hijos de la burguesía”. Vargas Llosa, respondió con ataques, Ribeyro guardó silencio.
Niño de Guzmán señala: “Cuando Julio estaba muriéndose, me dio las llaves de su departamento en Barranco. ‘Anda con mi hermano —me dijo— a poner a buen recaudo mis diarios. Cuando fui por los manuscritos, encontré hasta nueve versiones de una carta que había empezado en respuesta a Vargas Llosa, pero que no concluía nunca, así que cada una era una nueva versión a máquina’”. No le pedía disculpas, sino le explicaba por qué estaba de acuerdo con las medidas de Alan García.